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El
derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de todos. Dime
cuánto consumes y te diré cuánto vales.
Esta civilización no deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la
gente. En los invernaderos, las flores
están sometidas a luz continua, para que crezcan más rápido. En las
fábricas de huevos, las gallinas también tienen prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por
la ansiedad de comprar y la angustia de pagar. Este modo de vida no es muy bueno para la gente, pero es muy bueno para
la industria farmacéutica. EEUU consume la
mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y más
de la mitad de las drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es
moco de pavo si se tiene en cuenta que EEUU
apenas suma el cinco por ciento de la población mundial. «Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta
una mujer en el barrio del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha dejado paso a la
vergüenza de no tener. Un hombre pobre es un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no valés
nada», dice un muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro
comprueba, en la ciudad dominicana de San
Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las marcas. Viven comprando
etiquetas, y viven sudando la gota gorda para pagar las cuotas».
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Eduardo Galeano: El imperio del consumo.
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Ciencia Popular:
Noviembre del 2012.
La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas las guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble. La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura de consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo, acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar.
La expansión de la demanda choca con las fronteras
que le impone el mismo sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada
vez más abiertos y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez
necesita que anden por los suelos, como andan, los precios de las materias
primas y de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a
todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre
compradora; pero ni modo: para casi todos esta aventura comienza y termina en
la pantalla del televisor. La mayoría, que se endeuda para tener cosas, termina
teniendo nada más que deudas para pagar deudas que generan nuevas deudas, y
acaba consumiendo fantasías que a veces materializa delinquiendo.
El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice
ser la libertad de todos. Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta
civilización no deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En
los invernaderos, las flores están sometidas a luz continua, para que crezcan más
rápido. En las fábricas de huevos, las gallinas también tienen prohibida la
noche. Y la gente está condenada al insomnio, por la ansiedad de comprar y la
angustia de pagar. Este modo de vida no es muy bueno para la gente, pero es muy
bueno para la industria farmacéutica.
EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos
y demás drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad
de las drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si
se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por ciento de la población
mundial.
«Gente infeliz,
la que vive comparándose», lamenta una
mujer en el barrio del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora
cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre pobre es
un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un muchacho
en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad
dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las marcas.
Viven comprando etiquetas, y viven
sudando la gota gorda para pagar las cuotas».
Invisible violencia del mercado: la diversidad es
enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda. La producción en serie, en
escala gigantesca, impone en todas partes sus obligatorias pautas de consumo. Esta
dictadura de la uniformización obligatoria es más devastadora que cualquier
dictadura del partido único: impone, en el mundo entero, un modo de vida que
reproduce a los seres humanos como fotocopias del consumidor ejemplar.
El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta
civilización, que confunde la cantidad con la calidad, confunde la gordura con
la buena alimentación. Según la revista científica The Lancet, en la última
década la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la población joven de
los países más desarrollados. Entre los niños norteamericanos, la obesidad aumentó
en un 40% en los últimos dieciséis años, según la investigación reciente del
Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado. El país que
inventó las comidas y bebidas light, los diet food y los alimentos fat free,
tiene la mayor cantidad de gordos del mundo. El consumidor ejemplar sólo se
baja del automóvil para trabajar y para mira televisión. Sentado ante la
pantalla chica, pasa cuatro horas diarias devorando comida de plástico.
Triunfa la basura disfrazada de comida: esta
industria está conquistando los paladares del mundo y está haciendo trizas las
tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen comer, que vienen de
lejos, tienen en algunos países, miles de años de refinamiento y diversidad, y
son un patrimonio colectivo que de alguna manera está en los fogones de todos y
no sólo en la mesa de los ricos. Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural,
esas fiestas de la vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposición del saber
químico y único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura de la fast
food. La plastificación de la comida en escala mundial, obra de McDonald's,
Burger King y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a la
autodeterminación de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el
alma una de sus puertas.
El campeonato mundial de fútbol del 98 nos
confirmó, entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica los músculos,
que la Coca-Cola brinda eterna juventud y que el menú de McDonald's no puede
faltar en la barriga de un buen atleta. El inmenso ejército de McDonald's
dispara hamburguesas a las bocas de los niños y de los adultos en el planeta
entero. El doble arco de esa M sirvió de estandarte, durante la reciente
conquista de los países del Este de Europa. Las colas ante el McDonald's de
Moscú, inaugurado en 1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de Occidente
con tanta elocuencia como el desmoronamiento del Muro de Berlín. Un signo de
los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del mundo libre, niega a
sus empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato.
McDonald's viola, así, un derecho legalmente
consagrado en los muchos países donde opera.
En 1997, algunos trabajadores,
miembros de eso que la empresa llama la Macfamilia, intentaron sindicalizarse
en un restorán de Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en el 98, otros
empleados de McDonald's, en una pequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron
esa conquista, digna de la Guía Guinness.
Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma
universal: la publicidad ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo.
Cualquiera entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el televisor
transmite. En el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han duplicado
en el mundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola y cada
vez menos leche, y el tiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo obligatorio.
Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas muy pobres no tienen cama, pero tienen
televisor, y el televisor tiene la palabra.
Comprado a plazos, ese animalito prueba la vocación
democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para todos. Pobres y
ricos conocen, así, las virtudes de los automóviles último modelo, y pobres y
ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o cual banco
ofrece.
Los expertos saben convertir a las mercancías en
mágicos conjuntos contra la soledad. Las cosas tienen atributos humanos:
acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el
amigo que nunca falla. La cultura del consumo ha hecho de la soledad el más
lucrativo de los mercados. Los agujeros del pecho se llenan atiborrándolos de
cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente pueden abrazar: ellas también
pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos para atravesar las
aduanas de la sociedad de clases, llaves que abren las puertas prohibidas.
Cuanto más exclusivas, mejor: las cosas te eligen y te salvan del anonimato
multitudinario. La publicidad no informa sobre el producto que vende, o rara
vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función primordial consiste en compensar
frustraciones y alimentar fantasías: ¿En quién quiere usted convertirse
comprando esta loción de afeitar?
El criminólogo Anthony Platt ha observado que los
delitos de la calle no son solamente fruto de la pobreza extrema. También son
fruto de la ética individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt,
incide decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he escuchado
decir que el dinero no produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre
tiene motivos de sobra para creer que el dinero produce algo tan parecido, que
la diferencia es asunto de especialistas.
Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX
puso fin a siete mil años de vida humana centrada en la agricultura desde que
aparecieron los primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población
mundial se urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina
tenemos campos sin nadie y enormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades
del mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura moderna de exportación,
y por la erosión de sus tierras, los campesinos invaden los suburbios. Ellos
creen que Dios está en todas partes, pero por experiencia saben que atiende en
las grandes urbes. Las ciudades prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para
los hijos. En los campos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren
bostezando; en las ciudades, la vida ocurre, y llama.
Hacinados en tugurios, lo primero que descubren los
recién llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada es gratis
y que los más caros artículos de lujo son el aire y el silencio.
Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da
Rivalto pronunció en Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades
crecían «porque la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse.
Ahora, ¿quién se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con la
realidad? El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con
la gente? Si las relaciones humanas han sido reducidas a relaciones entre
cosas, ¿cuánta gente se encuentra con las cosas?
El mundo entero tiende a convertirse en una gran
pantalla de televisión, donde las cosas se miran pero no se tocan. Las
mercancías en oferta invaden y privatizan los espacios públicos. Las estaciones
de autobuses y de trenes, que hasta hace
poco eran espacios de encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora en
espacios de exhibición comercial. El shopping center, o shopping mall, vidriera
de todas las vidrieras, impone su presencia avasallante. Las multitudes acuden,
en peregrinación, a este templo mayor de las misas del consumo. La mayoría de
los devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar,
mientras la minoría compradora se somete al bombardeo de la oferta incesante y
extenuante. El gentío, que sube y baja por las escaleras mecánicas, viaja por
el mundo: los maniquíes visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, y para
ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los pueblos del
interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de la
felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las marcas internacionales más
famosas, como antes posaban al pie de la estatua del prócer en la plaza.
Beatriz Solano ha observado que los habitantes de
los barrios suburbanos acuden al center, al shopping center, como antes acudían
al centro. El tradicional paseo del fin de semana al centro de la ciudad,
tiende a ser sustituido por la excursión a estos centros urbanos. Lavados y
planchados y peinados, vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a
una fiesta donde no son convidados, pero pueden ser mirones. Familias enteras emprenden
el viaje en la cápsula espacial que recorre el universo del consumo, donde la
estética del mercado ha diseñado un paisaje alucinante de modelos, marcas y
etiquetas.
La cultura del consumo, cultura de lo efímero,
condena todo al desuso mediático. Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda,
puesta al servicio de la necesidad de vender. Las cosas envejecen en un
parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de vida fugaz. Hoy que lo único
que permanece es la inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar,
resultan tan volátiles como el capital que las financia y el trabajo que las
genera. El dinero vuela a la velocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está
aquí, mañana quién sabe, y todo trabajador es un desempleado en potencia.
Paradójicamente, los shoppings centers, reinos de
la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad. Ellos resisten fuera
del tiempo, sin edad y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen
fuera del espacio, más allá de las turbulencias de la peligrosa realidad del
mundo.
Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera
descartable: una mercancía de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco
de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y las
modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a
qué otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos todos obligados a creernos el cuento de
que Dios ha vendido el planeta a unas cuantas empresas, porque estando de mal
humor decidió privatizar el universo? La sociedad de consumo es una trampa
cazabobos. Los que tienen la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que
tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de la gente consume poco,
poquito y nada necesariamente, para garantizar la existencia de la poca
naturaleza que nos queda. La injusticia social no es un error a corregir, ni un
defecto a superar: es una necesidad esencial. No hay naturaleza capaz de alimentar a un
shopping center del tamaño del planeta.
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