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Las empresas maquiladoras inician, terminan o contribuyen de alguna
forma en la elaboración de un producto destinado a la exportación,
ubicándose en las "zonas
francas" o "zonas procesadoras de exportación", enclaves que
quedan prácticamente por fuera de cualquier control. En general no producen la totalidad de la mercadería final; son
sólo un punto de la cadena aportando, fundamentalmente, la mano de obra
creadora en condiciones de super explotación laboral. Siempre dependen integralmente del exterior, tanto en la provisión de
insumos básicos, tecnologías y patentes, así como del mercado que habrá de
absorber su producto terminado. Son, sin ninguna duda, la expresión más genuina de lo que puede significar "globalización":
con materias primas de un país (por ejemplo: petróleo de Irak), tecnologías de
otro (Estados Unidos), mano de obra barata de otro más (la maquila en, por ejemplo, Indonesia), se elaboran juguetes
destinados al mercado europeo; es decir que las distancias desaparecen y el
mundo se homogeniza, se interconecta. Ahora
bien: las ganancias producidas por la venta de esos juguetes, por supuesto que
no se globalizan, sino que quedan en la casa matriz de la empresa
multinacional que vende sus mercancías por todo el mundo, digamos en Estados
Unidos.
En el subcontinente latinoamericano, dada la pobreza estructural y
la desindustrialización histórica, más aún con el auge
neoliberal que ha barrido esta región estas tres últimas décadas, los gobiernos y muchos sectores de la
sociedad civil claman a gritos por su instalación con el supuesto de que
así llega inversión, se genera ocupación y la economía nacional crece.
Lamentablemente, nada de ello sucede. En
realidad las empresas transnacionales buscan rebajar al máximo los costos de
producción trasladando algunas actividades de los países industrializados a
los países periféricos con bajos salarios, sobre todo en aquellas ramas en las
que se requiere un uso intensivo de mano de obra (textil, montaje de productos
eléctricos y electrónicos, de juguetes, de muebles). Si esas condiciones de acogida cambian, inmediatamente las empresas
levantan vuelo sin que nada las ate al sitio donde circunstancialmente
estaban desarrollando operaciones. Qué quede tras su partida, no les importa. En definitiva: su llegada no se inscribe
–ni remotamente– en un proyecto de industrialización, de modernización productiva, más allá
de un engañoso discurso que las pueda presentar como tal.
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Las maquilas, como nuevas formas de esclavitud asalariada, selecciona personal femenino, muy joven de 18 a 24 años, migrante, especialmente del agro y que básicamente desconozca por completo sus derechos sociales y labores.
Las maquilas en Latinoamérica: Una nueva forma de esclavitud.
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Martes
4 de diciembre del 2012.
Marcelo
Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
«Por una camisa marca GAP un
consumidor canadiense paga 34 dólares, mientras en El Salvador una obrera gana
27 centavos de dólar por confeccionarla en una planta maquiladora.»
Organización Internacional
del Trabajo
Permítasenos comenzar con
esta cita escuchada a dos obreras de maquila en El Salvador (Centroamérica):
"Con estas condiciones de trabajo parece que volvemos al tiempo de la
esclavitud", afirma una de ellas, respondiendo la otra: "¿Volvemos?
Pero… ¿cuándo nos habíamos ido?".
Entre los años 60 y 70 del
siglo pasado comienza el proceso de traslado de parte de la industria de
ensamblaje desde Estados Unidos hacia América Latina. Para los 90, con el gran
impulso a la liberalización del comercio internacional y la absoluta
globalización de la economía, el fenómeno ya se había expandido por todo el
mundo, siendo el capital invertido no sólo estadounidense sino también europeo
y japonés. En Latinoamérica, esas industrias son actual y comúnmente conocidas
como "maquilas" (maquila es un término que procede del árabe y significa
"porción de grano, harina o aceite que corresponde al molinero por la
molienda, con lo que se describe un sistema de moler el trigo en molino ajeno,
pagando al molinero con parte de la harina obtenida"). Esta noción de
maquila que se ha venido imponiendo desde algunos años invariablemente se
asocia a precariedad laboral, falta de libertad sindical y de negociación,
salarios de hambre, largas y agotadoras jornadas de trabajo y –nota muy
importante– primacía de la contratación de mujeres. Esto último, por cuanto la
cultura machista dominante permite explotar más aún a las mujeres, a quienes se
paga menos por igual trabajo que los varones, y a quienes se manipula y
atemoriza con mayor facilidad (un embarazo, por ejemplo, puede ser motivo de
despido).
Estas industrias, en
realidad, no representan ningún beneficio para los países donde se instalan. Lo
son, en todo caso, para los capitales que las impulsan, en tanto se favorecen
de las ventajas ofrecidas por los países receptores (mano de obra barata y no
sindicalizada, exención de impuestos, falta de controles medioambientales). En
los países que las reciben, nada queda. A lo que debe agregarse que es tan
grande la pobreza general, tan precarias las condiciones de vida de estos
países, que la llegada de estas iniciativas más que verse como un atentado a la
soberanía, como una agresión artera a derechos mínimos, se vive como un logro:
para los trabajadores, porque es una fuente de trabajo, aunque precaria, pero
fuente de trabajo al fin. Y para los gobiernos, porque representan válvulas de
escape a las ollas de presión que resultan sociedades cada vez más empobrecidas
y donde la conflictividad crece y está siempre a punto de estallar. Dato
curioso (u observación patética): algunas décadas atrás en la región se pedía
la salida de capitales extranjeros y era ya todo un símbolo la quema de una
bandera estadounidense; hoy, la llegada de una maquila se festeja como un
elemento "modernizador".
La relocalización (eufemismo
en boga por decir "ubicación en lugares más convenientes para los
capitales") de la actividad productiva transnacional es un fenómeno
mundial y se ha efectuado desde Estados Unidos hacia México, América Central y
Asia, pero también desde Taiwán, Japón y Corea del Sur hacia el sudeste
asiático y hacia Latinoamérica, con miras a abastecer al mercado
estadounidense, en principio, y luego el mercado global, tal como va siendo la
tendencia sin marcha atrás del capitalismo actual. En el caso de Europa, las
empresas italianas, alemanas y francesas primero trasladaron sus actividades
productivas hacia los países de menores salarios como Grecia, Turquía y
Portugal, y luego de la caída del muro de Berlín a Europa del Este. Actualmente
se han instalado también en América Latina y en el África.
Las empresas maquiladoras
inician, terminan o contribuyen de alguna forma en la elaboración de un
producto destinado a la exportación, ubicándose en las "zonas
francas" o "zonas procesadoras de exportación", enclaves que
quedan prácticamente por fuera de cualquier control. En general no producen la
totalidad de la mercadería final; son sólo un punto de la cadena aportando,
fundamentalmente, la mano de obra creadora en condiciones de super explotación
laboral. Siempre dependen integralmente del exterior, tanto en la provisión de
insumos básicos, tecnologías y patentes, así como del mercado que habrá de
absorber su producto terminado. Son, sin ninguna duda, la expresión más genuina
de lo que puede significar "globalización": con materias primas de un
país (por ejemplo: petróleo de Irak), tecnologías de otro (Estados Unidos),
mano de obra barata de otro más (la maquila en, por ejemplo, Indonesia), se
elaboran juguetes destinados al mercado europeo; es decir que las distancias
desaparecen y el mundo se homogeniza, se interconecta. Ahora bien: las
ganancias producidas por la venta de esos juguetes, por supuesto que no se
globalizan, sino que quedan en la casa
matriz de la empresa multinacional que vende sus mercancías por todo el mundo,
digamos en Estados Unidos.
Millones de mujeres en el mundo, especialmente en los países de economías emergentes, seleccionan capital humano femenino, absolutamente sin derechos labores y sociales. Representa una nueva forma de esclavitud asalariada.
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En el subcontinente
latinoamericano, dada la pobreza estructural y la desindustrialización
histórica, más aún con el auge neoliberal que ha barrido esta región estas tres
últimas décadas, los gobiernos y muchos sectores de la sociedad civil claman a
gritos por su instalación con el supuesto de que así llega inversión, se genera
ocupación y la economía nacional crece. Lamentablemente, nada de ello sucede.
En realidad las empresas
transnacionales buscan rebajar al máximo los costos de producción trasladando
algunas actividades de los países industrializados a los países periféricos con
bajos salarios, sobre todo en aquellas ramas en las que se requiere un uso
intensivo de mano de obra (textil, montaje de productos eléctricos y
electrónicos, de juguetes, de muebles). Si esas condiciones de acogida cambian,
inmediatamente las empresas levantan vuelo sin que nada las ate al sitio donde
circunstancialmente estaban desarrollando operaciones. Qué quede tras su
partida, no les importa. En definitiva: su llegada no se inscribe –ni
remotamente– en un proyecto de industrialización, de modernización productiva,
más allá de un engañoso discurso que las pueda presentar como tal.
Toda esta reestructuración
empresarial se produce en medio de no pocos conflictos sociales en los países
del Norte, pues cientos de fábricas cierran y dejan desocupados a miles de
trabajadores. Por ejemplo, en la década del 90 del pasado siglo más de 900.000
empleos se perdieron en Estados Unidos en la rama textil y 200.000 en el sector
electrónico. El proceso continúa aceleradamente, y hoy día las grandes
transnacionales buscan maquilar prácticamente todo en el Sur, incluso ya no
sólo bienes industriales sino también partes de los negocios de servicios. De
ahí que, para sorpresa de nosotros, latinoamericanos, se vea un crecimiento
exponencial de los llamados call centers en nuestros países: super explotación
de la mano de obra local calificada que domina el idioma inglés, siempre
jóvenes. En definitiva: otra maquila más.
Todo esto permite ver que en
el capitalismo actual, llamado eufemísticamente "neoliberal"
(capitalismo salvaje, sin anestesia, para ser más precisos), las grandes
corporaciones actúan con una visión global: no les preocupa ya el mercado
interno de los países donde nacieron y crecieron, sino que pueden cerrar operaciones
allí despidiendo infinidad de trabajadores –que, obviamente, ya no serán
compradores de sus productos en ese mercado local– pues trasladan las maquilas
a lugares más baratos pensando en un mercado ampliado de extensión mundial:
venden menos, o no venden, en su país de origen, porque sus asalariados ya no
tienen poder de compra, pero venden en un mercado global, habiendo producido a
precios infinitamente más bajos.
El fenómeno parece no
detenerse sino, al contrario, acrecentarse. La firma de tratados comerciales
como los actuales TLC’s (Tratado de Libre Comercio) entre Washington y
determinados países latinoamericanos, no son sino el escenario donde toda la
región apunta a convertirse en una gran maquila. Las consecuencias son más que
previsibles, y por supuesto no son las mejores para Latinoamérica: en el
trazado del mapa geoestratégico de las potencias, y fundamentalmente de los
capitales representados por la Casa Blanca, nuestros países quedan como
agro-exportadores netos (productos agrícolas primarios, recursos minerales,
agua dulce, biodiversidad) y facilitadores de mano de obra semi-esclava para
las maquilas.
En alguna medida, y salvando
las distancias de la comparación, China también apuesta a la recepción de
capitales extranjeros ofreciendo mano de obra barata y disciplinada; en otros
términos: una gigantesca maquila. La diferencia, sin embargo, está en que ahí
existe un Estado que regula la vida del país (con características de control
fascista a veces), ofreciendo políticas en beneficio de su población y con
proyectos de nación a futuro. No entraremos a considerar ese complejo engendro
de un "socialismo de mercado", pero sin dudas toda esta re-ingeniería
humana desarrollada por el Partido Comunista ha llevado a China a ser la segunda
potencia económica mundial en la actualidad, y ahora se habla de comenzar a
volcar esos beneficios a favor de las grandes mayorías paupérrimas. Por el
contrario, las maquilas latinoamericanas no han dejado ningún beneficio hasta
la fecha para las poblaciones; en todo caso, fomentan la ideología de la
dependencia y la sumisión. Eso es el capitalismo en su versión globalizada, por lo que
sólo resta decir que la lucha popular, aunque hoy día bastante debilitada, por
supuesto que continúa.
Fuente
imagen: INMAGAZINE.
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