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“Por
su parte, la brasileña Elisabetta
Recine, experta en nutrición, presidenta
del Consejo Nacional Brasileño de Seguridad Alimentaria y Nutricional (CONSEA) y miembro del Panel
Internacional de Expertos en Sistemas Alimentarios
Sostenibles, afirmó que “El aumento del hambre
no es inevitable. Con las acciones “”, una profunda participación y una implementación coordinada, podemos cambiar el rumbo del hambre”. Y constata con satisfacción que en América Latina se ha podido reducirlo por segundo año consecutivo, lo que demuestra que, “con las políticas adecuadas, los gobiernos pueden mejorar el acceso a los alimentos y
construir sistemas alimentarios resilientes al clima”. Recine, quien también es profesora de la Universidad de Brasilia, comentó adicionalmente que en
“en Brasil, 13 millones de personas salieron del hambre el año pasado a través de programas dirigidos sistemáticamente a los hogares pobres, proporcionando alimentos escolares saludables procedentes de pequeños agricultores, apoyando la agricultura
familiar y aplicando políticas alimentarias para las comunidades urbanas más pobres”.
“Concepto con el que
concuerda el dirigente rural brasilero Alberto Broch,
presidente de la Confederación de Organizaciones de Productores Familiares del
Mercosur Ampliado (COPROFAM). Según Broch, para quien “el hambre
es un problema que podemos resolver”, millones
de pequeños productores de todo el mundo “están preparados y dispuestos
a construir un sistema alimentario más
resistente, sostenible y equitativo que pueda alimentar
al mundo en un clima cambiante”. Y coincide con
la FAO en el sentido de que es clave “situar a
estos productores y sus prioridades en el centro de las decisiones para liberar este potencial”. Broch
llama a donantes y gobiernos a “colaborar con
los agricultores familiares y otras
organizaciones de base para garantizar que las políticas
y la financiación respondan a sus necesidades”. El hambre, la pobreza y
la injusta redistribución del ingreso a nivel planetario constituyen aspectos de una misma realidad, atravesada por una desigualdad evidente: el 71,5%
de la población mundial que en 2023 no pudo permitirse una dieta
saludable se ubica en países de bajos ingresos.
Tan solo un 6,3% de esa población abrumada por
el hambre reside en naciones
de altos ingresos. Las proyecciones, por
otra parte, son funestas: a fines del actual decenio,
casi 600 millones de personas padecerán subalimentación crónica, más de la mitad de ellas en
el continente africano. Tema recurrente pero no
por ello agotado: el hambre en el mundo es el triste espejo donde se mira un sistema hegemónico ilógico, injusto y
perdido en su propio laberinto autodestructivo.
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MÁS HAMBRE QUE ESPERANZA. Informe
2024 sobre la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo.
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Por Sergio Ferrari | 30/07/2024 | Mundo.
Fuente- Revista Rebelión. Martes 30 de julio del 2024.
Fuentes: Rebelión.
Más
de 730 millones de personas sufren hambre
en el mundo. Un 36% más que diez años atrás. El mundo retrocedió quince años, con niveles de desnutrición actuales comparables a los de 2008-2009. Los objetivos para mejorar la situación
programados hasta el 2030 parecen ya
inalcanzables. Para contrarrestar esta tendencia negativa el presidente brasilero Lula da Silva acaba de anunciar la creación
de la Alianza Mundial contra el Hambre y la Pobreza.
Situación
mundial preocupante
Un
agravante adicional: a fines del año pasado, a 2.800 millones
de personas –casi una cada tres a nivel planetario– les fue imposible lograr una dieta sana. Son seres
humanos penalizados por ingresos excesivamente bajos o, bien, confrontados con
una insuficiente protección social de parte de
los Estados. De ellos, más de 864 millones, experimentaron inseguridad
alimentaria grave, pasando a veces un día entero
o más sin comer.
Esta compleja realidad planetaria se describe lúcidamente en el Informe anual sobre el estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo (SOFI 2024, por sus siglas en inglés), publicado el último miércoles de julio en el marco de una reunión ministerial del G20 en Río de Janeiro. Elaborado conjuntamente por cinco agencias de Naciones Unidas [la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), la Organización Mundial de la Salud, el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola y el Programa Mundial de Alimentos] y bajo el ojo rector de la FAO, el informe enumera las causas estructurales y los factores determinantes de este flagelo: crisis económicas, conflictos bélicos y el impacto negativo del cambio climático, que en 2023 representó el principal factor que conspiró contra la seguridad alimentaria y la malnutrición.
Estos tres factores determinantes coinciden,
inevitablemente, con elementos subyacentes, como dietas
sanas inasequibles, entornos alimentarios insalubres
y una desigualdad persistente. El
panorama del hambre, concluye el Informe, se ve
agravado por el impacto directo de
“la
persistente inflación de los precios de los alimentos, que sigue erosionando los beneficios
económicos de una gran cantidad de personas en muchos países”.
El
Informe además puntualiza que los niveles
de hambre siguen siendo catastróficamente altos
por tercer año consecutivo tras un fuerte
aumento entre 2019 y 2021. De mantenerse esta
tendencia, la comunidad internacional no logrará
alcanzar ninguno de los siete Objetivos Mundiales para
la nutrición proyectados para 2030. En otras palabras: habrá que continuar esperando
y esperando hasta asegurar un
mundo sin hambre.
Los niveles
de hambre no han sido regionalmente uniformes:
aumentó en África, no varió esencialmente en Asia y disminuyó en América
Latina, la única región que también experimentó una significativa
reducción de inseguridad alimentaria. De
mantenerse esta tendencia, hacia 2030 unos 582 millones de personas sufrirán desnutrición crónica, la mitad de ellas en África.
En el caso de Latinoamérica, la FAO destaca que esta región es un ejemplo para el resto del mundo debido a sus inversiones en programas de protección social. Brasil, Colombia, Perú y Chile cuentan con sólidos sistemas de protección social que les permiten reaccionar con rapidez a los cambios y orientar eficazmente sus recursos financieros hacia la lucha contra el hambre, fundamentalmente en sus poblaciones más vulnerables. Comparativamente, América del Sur logró una recuperación más veloz que otras regiones luego de la pandemia de COVID-19. Al momento de presentarse el informe en Río de Janeiro, Brasil fue, precisamente, el principal receptor de elogios de parte de la comunidad internacional. Con cifras sorprendentes para 2023: cerca de 80 programas específicos promovidos por 24 ministerios, lo cual le permitió reducir en un 85% la inseguridad alimentaria severa.
En ese contexto, y en paralelo a conocerse
el SOFI 2024, el presidente brasilero Lula da Silva anticipó su propuesta de “Alianza Global
contra el Hambre y la Pobreza” que
será lanzada internacionalmente en noviembre próximo en el marco de una conferencia
ministerial del G20 (Grupo de los 20). Será financiada en parte por Brasil y con fondos internacionales existentes. No se
descarta que otra parte de este nuevo mecanismo internacional pueda ser
financiado con impuestos a las grandes fortunas.
Existen
alternativas, falta voluntad política
SOFI
24 no se detiene en el diagnóstico. De hecho, avanza propuestas para la comunidad internacional en general y los gobiernos en particular.
Es
imprescindible y urgente, sostiene, transformar los sistemas
agroalimentarios para aumentar la resiliencia y hacer frente a las desigualdades.
Y propone más y mejor financiamiento para garantizar que las dietas saludables sean asequibles a todos.
El apoyo a grupos clave en el combate
contra el hambre, como los pequeños
productores, constituye una prioridad.
Según las
agencias de Naciones Unidas involucradas en el
Informe, un tema de central importancia es el del financiamiento.
“La actual arquitectura de la financiación para la seguridad alimentaria y la nutrición”,
afirman, “se encuentra muy fragmentada y debe
pasar de un enfoque compartimentado a una perspectiva más
integral”. E insisten en mejorar la
coordinación para definir qué es esencial en
función de las prioridades nacionales y locales en
materia de políticas a implementar. De allí que
la transparencia y la armonización
en la recopilación de datos sean decisivas.
Según el
Informe, los países donantes, los cuales a
través de su cooperación internacional sostienen
la lucha contra el hambre,
“deben aumentar su tolerancia al riesgo y participar en mayor medida en las actividades de reducción de los riesgos”. Por su parte, los Estados “deben subsanar los déficits no cubiertos por los agentes comerciales privados invirtiendo en bienes públicos, reduciendo la corrupción y la evasión fiscal, aumentando el gasto en seguridad alimentaria y nutrición, y considerando la posibilidad de reorientar el apoyo en materia de políticas”.
Un mayor financiamiento para programas de alimentación implicaría, además de más dineros, una
administración más eficiente de los mismos. Así como una participación más protagónica de
los actores nacionales y locales en la toma de
decisiones para garantizar que los recursos beneficien a
los pequeños productores. El Informe reconoce el
alto costo involucrado –miles de millones de
dólares más– en la promoción de políticas
transformadoras, pero advierte que el costo de
la inacción y la parálisis
en la lucha contra el
hambre será mucho mayor. La clave para un
avance concreto consiste en reorientar y reestructurar la financiación existente para la alimentación y la agricultura.
Logros
y desafíos
En sus
comentarios sobre el Informe, Olivier De Schutter,
el experto belga independiente que se desempeña
como Relator Especial de las Naciones Unidas y
sobre la extrema pobreza y los derechos humanos y copresidente del Grupo
Internacional de Expertos en Sistemas Alimentarios Sostenibles (IPES-Food), subrayó que
“el sistema alimentario industrial mundial es desastrosamente vulnerable a las
crecientes crisis climáticas, económicas y de conflictos, y el cambio
climático golpea cada vez más a los agricultores”.
Por lo cual propuso “construir sistemas alimentarios
resistentes al clima”, pero sin olvidar que es esencial “establecer niveles mínimos de protección social y garantizar que los trabajadores cobren salarios dignos».
En
declaraciones reproducidas por la Asociación Periodistas por el Planeta, De Schutter sostiene que se necesita
“desesperadamente
una nueva receta para hacer frente al hambre: basada en una producción agroecológica diversificada
de alimentos y en mercados
de alimentos localizados
en lugar de cadenas alimentarias industriales globales, y en sistemas
de protección social que garanticen el derecho a la alimentación
de los más pobres del mundo».
Por
su parte, la brasileña Elisabetta
Recine, experta en nutrición, presidenta
del Consejo Nacional Brasileño de Seguridad Alimentaria y Nutricional (CONSEA) y miembro del Panel
Internacional de Expertos en Sistemas Alimentarios
Sostenibles, afirmó que
“El aumento del hambre no es inevitable. Con las acciones adecuadas, una profunda participación y una implementación coordinada, podemos cambiar el rumbo del hambre”. Y constata con satisfacción que en América Latina se ha podido reducirlo por segundo año consecutivo, lo que demuestra que, “con las políticas adecuadas, los gobiernos pueden mejorar el acceso a los alimentos y
construir sistemas alimentarios resilientes al clima”. Recine, quien también es profesora de la Universidad de Brasilia, comentó adicionalmente que en
“en Brasil, 13 millones de personas salieron del hambre el año pasado a través de programas dirigidos sistemáticamente a los hogares pobres, proporcionando alimentos escolares saludables procedentes de pequeños agricultores, apoyando la agricultura
familiar y aplicando políticas alimentarias para las comunidades urbanas más pobres”.
Concepto con el que
concuerda el dirigente rural brasilero Alberto Broch,
presidente de la Confederación de Organizaciones de Productores Familiares del
Mercosur Ampliado (COPROFAM). Según Broch, para quien
“el hambre es un problema que podemos resolver”, millones de pequeños productores de todo el mundo
“están preparados y dispuestos a construir un sistema
alimentario más resistente, sostenible y equitativo que pueda alimentar
al mundo en un clima cambiante”. Y coincide con
la FAO en el sentido de que es clave “situar a
estos productores y sus prioridades en el centro de las decisiones para liberar este potencial”. Broch
llama a donantes y gobiernos a “colaborar con
los agricultores familiares y otras
organizaciones de base para garantizar que las políticas
y la financiación respondan a sus necesidades”.
El
hambre, la pobreza y la injusta redistribución del ingreso a nivel planetario
constituyen aspectos de una misma realidad,
atravesada por una desigualdad evidente: el 71,5% de la población mundial que
en 2023 no pudo permitirse una dieta saludable se ubica en países de bajos ingresos. Tan solo un 6,3%
de esa población abrumada por el hambre
reside en naciones de altos
ingresos. Las proyecciones, por otra parte, son funestas: a fines del actual decenio, casi 600
millones de personas padecerán subalimentación
crónica, más de la mitad de ellas en el continente
africano. Tema recurrente pero no por ello agotado: el hambre en el mundo es el triste
espejo donde se mira un sistema hegemónico
ilógico, injusto y perdido en su propio laberinto autodestructivo.
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