A fines de la década de 1940 desde su cátedra en la Universidad de Buenos Aires y, luego, desde la sede de la CEPAL, en Santiago de Chile, Raúl Prebisch planteó que el régimen de relaciones internacionales que, más tarde, llamaríamos globalización, era inequitativo e incompatible con el desarrollo y la gestión de la política económica de los países de América Latina y, por extensión, de todos los países periféricos de la economía mundial.
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ALDO FERRER.
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A fines de la década de 1940 desde su cátedra en la Universidad de Buenos Aires y, luego, desde la sede de la CEPAL, en Santiago de Chile, Raúl Prebisch planteó que el régimen de relaciones internacionales que, más tarde, llamaríamos globalización, era inequitativo e incompatible con el desarrollo y la gestión de la política económica de los países de América Latina y, por extensión, de todos los países periféricos de la economía mundial.
El desencanto de Prebisch con la ortodoxia neoclásica y su visión del mundo, surgió de su experiencia en la conducción de la Gerencia General del Banco Central argentino, entre 1935 y 1945, es decir, en el transcurso de la crisis de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, el primer requisito para impulsar el desarrollo era rechazar las ideas organizadoras de la globalización que, el mismo Prebisch, definió como “pensamiento céntrico”. En efecto, el cuerpo de ideas elaborado en los países dominantes, desde la teoría clásica del comercio internacional hasta la de las expectativas racionales y el Consenso de Washington, era y es funcional a los intereses de los países dominantes y hostil a los periféricos.
Esta forma de observar la “globalización” desde los países de la periferia del sistema,resulta fundamental para su desarrollo económico. Porque, en efecto, el pensamiento céntrico propone que las economías nacionales son segmentos del mercado mundial, el cual, en definitiva, determina la asignación de los recursos, la distribución del ingreso y la posición de cada una en la división internacional del trabajo, las corrientes financieras, las cadenas transnacionales de valor y la creación y gestión del progreso técnico. De allí se deriva la política económica aconsejable fundada en la apertura incondicional al mercado mundial, la reducción del estado a su mínima expresión y el abandono de toda pretensión de construir proyectos nacionales de desarrollo.
El pensamiento céntrico está, pues, en las antípodas del necesario para el desarrollo que siempre, en todo tiempo y lugar, fue y es un proceso de construcción dentro de un espacio nacional, vinculado a la globalización,pero asentado, en primer lugar, en la movilización de los recursos y talento propios, para transformar la estructura productiva y difundir el progreso técnico en el tejido económico y social de cada país.En efecto,el desarrollo constituye un proceso complejo,de puesta en marcha de la acumulación de capital, tecnología, capacidad de gestión de recursos y sinergia entre las esferas pública y privada. La acumulación, en este sentido amplio, está esencialmente arraigada en la realidad nacional de cada país.
En resumen el desarrollo no se importa ni puede realizarse bajo el impulso de las fuerzas actuantes del mercado global que, por si mismas, tienden a reproducir las asimetrías existentes y, como decía Prebisch, el reparto inequitativo de los frutos del progreso técnico entre el centro y la periferia. El rechazo de la ortodoxia neoclásica y del pensamiento céntrico en América Latina, fue contemporáneo de la instalación del paradigma keynesiano en las economías centrales en el transcurso de la década de 1930 y el “período dorado” de la posguerra.
Es decir, de una época en que las ideas predominantes en el “centro” promovían la intervención del Estado para sostener el pleno empleo y promover el bienestar social. Consecuentemente, el “centro” abandonó su pretensión de hegemonía ideológica sobre la “periferia”. En el transcurso de la década de 1970, la creciente influencia de la globalización financiera y la instalación de la ortodoxia neoliberal en las mayores economías, revivió el propósito dominante del pensamiento céntrico. Atrapada en sus desequilibrios macroeconómicos, altos niveles de deuda y conflictos sociales y políticos, la mayor parte de América Latina sucumbió a las nuevas tendencias bajo los programas de “ajuste estructural”, inspirados en el “Consenso de Washington”.
El epílogo fue la década perdida de los años ochenta y, a partir de allí, diversas trayectorias nacionales, con combinaciones diversas del paradigma neoliberal y la búsqueda de caminos alternativos. En la actualidad, el orden mundial está soportando el impacto de la crisis global iniciada a fines de 2007, resultante del descalabro del sistema financiero globalizado y especulativo y su impacto en la economía real. Los estados de las mayores economías han intervenido masivamente para restablecer el orden en los mercados de dinero y, de manera ambigua, para sostener la producción y el empleo. Por lo tanto, el primer punto de la agenda internacional, reflejada en las deliberaciones del G 20, es la reforma del sistema financiero.
Pero no es lo único. Simultáneamente, se plantean otras dos cuestiones. Por una parte, el ajuste de los desequilibrios macroeconómicos de las mayores economías. Por la otra, las consecuencias globales del surgimiento de un nuevo polo dinámico en torno de China y las naciones emergentes de Asia. Esta suma de acontecimientos debilita la influencia del paradigma neoliberal como canon organizador del orden mundial y, por lo tanto, la influencia del pensamiento céntrico en América Latina.
En este renovado vacío teórico, vuelven a surgir las ideas inspiradas en Prebisch, Furtado y otros maestros del estructuralismo latinoamericano, en las versiones renovadas del “desarrollo desde dentro” de Osvaldo Sunkel, el “nuevo desarrollismo” de Luiz Carlos Bresser Pereira o mi propuesta de “vivir con lo nuestro”. Nuestros países están buscando respuestas propias a los desafíos y oportunidades que actualmente plantea la globalización, por caminos diversos, pero inspirados en una visión propia de la realidad y el convencimiento que, en definitiva, cada país tiene la globalización que se merece en virtud de la calidad de sus políticas nacionales. Esta convergencia de transformaciones e incertidumbres en el orden mundial y de cambios en la orientación económica de los países, es el escenario propicio para organizar respuestas distintas, a las neoliberales, en los diversos frentes de la globalización.
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