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El aspecto central que explica la ausencia de participación ciudadana pasa por una cobardía estructural de una sociedad que no se atreve a discutir las grandes verdades que gobiernan estos tiempos. Aceptar mansamente la corriente general, sin cuestionarla solo por no quedar mal, y estar descolgados de las supuestas mayorías, nos hace demasiado parecidos al populismo demagógico que solemos criticar con tanta vehemencia.
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La cobardía de lo políticamente correcto.
Lo políticamente correcto se ha instalado entre nosotros .
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Alberto Medina Méndez.
Para generar cambios desde la sociedad civil hace falta una imprescindible cuota de coraje. No es simple, ni gratis, ni fácil. Supone un esfuerzo enorme, perseverante, imaginativo e inteligente.
Participar ya es, en si mismo, un hecho que conlleva cierta importante dosis de determinación para acotar las urgencias individuales que nos consumen a diario. Tener el tiempo, disponer de él y asignarlo bien para intentar cambiar el metro cuadrado en el que vivimos, supone bastante mas que el mero voluntarismo.
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Pero no menos trascendente, es tomar la decisión de enfrentar los grandes temas para no quedarse en la periferia, en lo secundario, en lo superficial. Meterse para hacer mas de lo mismo, tiene poco sentido. En todo caso, para eso ya están los que están y así nos va.
El aspecto central que explica la ausencia de participación ciudadana pasa por una cobardía estructural de una sociedad que no se atreve a discutir las grandes verdades que gobiernan estos tiempos. Aceptar mansamente la corriente general, sin cuestionarla solo por no quedar mal, y estar descolgados de las supuestas mayorías, nos hace demasiado parecidos al populismo demagógico que solemos criticar con tanta vehemencia.
Lo políticamente correcto se ha instalado entre nosotros y parece que para quedarse por largo tiempo. Una extensa nómina de verdades reveladas que no pueden ser cuestionadas, a veces siquiera mencionadas, forman parte del arsenal del presente.
No solo las sostenemos como comunidad, sino que siquiera aceptamos discutirlas, revisarlas, proponer algún mínimo cuestionamiento a su nudo central. La lista es interminable y no alcanzarían los espacios de la edición de ningún medio de comunicación para abordarlas en forma completa.
Por solo citar unos pocos ejemplos, todos hemos escuchado infinidad de veces aquello del elogio al altruismo. Habrá que decir que la generosidad, el desprendimiento, tiene algún valor cuando se hace de modo voluntario. Las herramientas confiscatorias, que hacen de la solidaridad un gesto obligatorio, derivado de la expropiación pública tienen poco o nulo significado moral. Sin embargo muchos “donan” porque es lo políticamente correcto, lo que la tribuna les pide, pero en realidad no lo sienten. Se dejan llevar por la mayoría aplastante y se inmolan por una causa que ni siquiera sienten como propia.
Aun hoy siguen sonando esos discursos de gente que dice que proviene “orgullosamente de la educación pública”. Lo dicen porque parece que la defensa de la educación estatal fuera un valor nacional que hay que defender. Sin embargo esa aparente convicción no les impide enviar a sus hijos a escuelas privadas, no sin antes aclarar que lo hicieron forzados por las circunstancias. Tal vez haya que decir que el sistema educativo actual merece una revisión profunda, y que la famosa escuela publica es una experiencia que de ningún modo resulta intocable. No es un dogma, ni un concepto inmaculado.
Ganar dinero parece, en estos tiempos, un pecado. El lucro tiene mala prensa. El que lo gana lo esconde, simulando situaciones negativas o amplificándolas para que no parezca que le va bien. El que no consigue reunir mucho dinero reniega contra los que lo logran, en tanto no lo obtiene. Los individuos que avanzan en sus carreras profesionales, aquellos que logran que sus servicios o productos sean valorados por el mercado recibiendo buena compensación por ellos, son vistos como los culpables de que a otros les vaya mal. Y así, repetimos el círculo. Ese inadecuado discurso esconde una vieja contradicción. Todos trabajan para obtener una rentabilidad, y lo hacen tratando de pagar lo menos posible por lo que consumen y obtener lo máximo posible por lo que ofrecen, sin embargo la sociedad sigue despotricando contra el lucro…….de los otros.
Existe una especie de subcultura del fracaso. El exitoso es un crápula, y el pobre un desafortunado. El que consigue recursos es una lacra y el que no los obtiene solo un individuo con mala suerte. Decir lo contrario es caer en lo políticamente incorrecto.
Los planes sociales han logrado una aceptación popular total. Los que los reciben, claramente lo celebran. Los que lo pagan vía impuestos, también los aplauden convalidando la confiscación. Cuando se refieren al tema de las políticas sociales, todos los sectores parecen coincidir en que fue necesario en tiempos de crisis, que hay que ir retirándolos progresivamente. Justamente esa figura de lo gradual, tiene que ver con lo que “hay que decir”. Afirmar otra cosa sería “inadecuado”.
La dinámica de los planes sociales de estos tiempos esta aceptada casi mundialmente. Parece existir un aval infinito y nadie se anima a retirarlos, ni siquiera progresivamente, mucho menos a discutirlos. Sin embargo, todos se dicen preocupados por la cultura del trabajo y su deterioro progresivo.
Ningún sector de la política en nuestro país habla de reducir el gasto público, mucho menos afirmar que sobran empleados estatales o que muchos de ellos ineficientes. Decirlo, seria peligroso parece…..…aunque se corresponde con lo que piensan.
Todos creen que es moralmente correcto pagar impuestos, y no se atreverían a confesar públicamente que evaden alguno, aunque íntimamente estén convencidos que es injusto que otros se queden con el fruto de su trabajo, que lo esquilmen para darle a los que no trabajan ni se esfuerzan, que se queden con su dinero para usarlo en la política, dilapidarlos en proyectos ridículos o solo para robárselos desde la gestión publica.
Vivimos en el reino de la hipocresía, porque no nos queremos mirar en el espejo. Seguimos siendo una comunidad que no se decide a decir lo que piensa, por temor a ser juzgada por lo que cree, una sociedad que sigue escondiendo su visión por vergüenza.
Ese recorrido no nos puede llevar a ninguna parte. Necesitamos discutir todo, animarnos a revisarlo todo, aunque luego lleguemos a la conclusión de que algunas cosas quedarán en el mismo lugar y otras tendrán que ser, al menos, parcialmente modificadas. Pero no podemos aceptar como un dogma esto de que hay cosas que no se pueden discutir.
Somos una sociedad civilizada, debemos tener el coraje necesario para discutirlo todo, porque de lo contrario seguiremos encerrados en el círculo vicioso de esta cobardía de lo políticamente correcto.
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