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Por Ius Congens.
Jueves 16 de septiembre del 2010.
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"Hace un par de semanas apareció en este mismo periódico un artículo mío, titulado: "Sufragio censitario para una democracia corporativa", confieso que lo esperaba el aluvión de críticas negativas que ha consechado; en realidad no sólo las aguardaba sino que mi objetivo era provocarlas".
Es preciso convenir con quien asegura que las recetas del siglo XIX no sirven para el XXI. En efecto, el liberalismo doctrinario –conocido así porque sus miembros procedían de la Escuela de la Sagrada Doctrina– surgió en unas circunstancias muy concretas: la época de la restauración monárquica en la Europa posterior a la Revolución francesa y al Imperio napoleónico. Estos liberales, también llamados moderados, eran favorables a una monarquía constitucional que protegiese los intereses de la alta burguesía, de ahí que se caracterizaran por preconizar la existencia de una norma fundamental –constitución o carta otorgada del monarca–, la defensa de los derechos individuales y un derecho de sufragio restringido a las rentas más altas.
Sentado esto, quizás haya que subrayar unas nuevas tendencias que retoman actualmente alguno de estos postulados. Y no es broma.
El Club de Roma lleva estudiando desde la década de los setenta el problema de lo que él denomina «gobernanza global». El término «gobernanza» o «gobierno relacional», distinto de la simple gobernabilidad, atiende a las acciones de gobierno de los Estados en estos tiempos de la globalización, en que éstos ceden competencias a organizaciones supranacionales –como
Yehezkel Dror, en un informe al Club de Roma, «La capacidad de gobernar», elevado en 1994, señalaba la necesidad, para poder desarrollar una acción gubernamental eficaz ante los retos globales que se abrían al siglo XXI, de crear unas reducidas elites políticas, comerciales, industriales, financieras y científicas que, educadas en una misma doctrina y con fines concurrentes, fuesen los encargados de regir la sociedad global. Incluso abogaba, para instaurar en el poder a estas elites y para el sometimiento a sus dictados del resto de los individuos, por la utilización de técnicas de «manos sucias».
Alguna vez he comentado cómo Raymond Aron fue uno de los primeros en defender que la historia no se debía a la lucha de clases, sino a la acción de las elites sociales en cada momento histórico. Robert Saphiro ha mostrado de qué modo, en la actualidad, las sociedades nacionales tienden a dividirse, genéricamente, en dos grupos: un núcleo muy reducido, constituido por personas de alto nivel adquisitivo y profundos conocimientos de los mecanismos comerciales, productivos y financieros que imperan en los mercados, por sus bastas capacidades para utilizar las ventajas de la era de la información, por su dominio del funcionamiento de los entresijos del poder en las arenas políticas, que se entienden entre ellos allende las fronteras, no sólo por la colusión de intereses, sino por el dominio fluido de la lengua inglesa; al otro lado, unas masas ignorantes, cada vez más alejadas de estos conocimientos y de los nodos de decisión, dedicadas a trabajos tradicionales y rutinarios que cada vez prestarán en condiciones más duras y con menor remuneración, fruto de la competencia de los componentes de esas mismas clases en los países en vías de desarrollo. Michael Howard postula que es precisamente la convergencia de intereses y el entendimiento entre las elites la única garantía de la preservación de la paz y seguridad internacionales.
El Club de Bilderbeg,
Como se comprenderá, este espacio deja poco lugar para la democracia popular. Por tal motivo, se tiende, a nivel global, a la instauración de democracias puramente formales, con partidos políticos y elecciones periódicas; pero cada vez es mayor la capacidad legislativa, no de los parlamentos, sino del ejecutivo. Cada vez es más opaca –a la vez que intensa– la acción del gobierno. Este gobierna a espaldas de sus votantes, respecto a los cuales se limita a desarrollar unas evanescentes políticas para demostrar que cumple unos vagos objetivos electorales; aunque pendiente, eso sí, de las elites sociales, económicas y mediáticas, con las cuales debe negociar constantemente: el modo de gobierno de la nueva democracia relacional o «democracia corporativa».
Por eso no soy demócrata. Sería estupenda la democracia; sin embargo, en el mundo actual no es posible. Las personas normales, incluidas las que poseen estudios superiores, hemos sido dejadas fuera del terreno de las decisiones importantes: ignoramos cada vez más aspectos de los mecanismos socio–económicos, desconocemos completamente los intereses en juego y los entresijos del poder. Somos meros factores de la producción, consumidores y contribuyentes. Estamos al margen –cada vez más– del «Imperio» de Hard y Negri. A lo más que podemos aspirar, a cambio de unas condiciones laborales cada vez más penosas, es a unas condiciones mínimas de libertad para vivir de acuerdo con nuestra conciencia, a unas situaciones económicas de mínima supervivencia y a un entorno mínimo de seguridad y de paz social. Esperar otra cosa es un espejismo, una utopía.
Respecto a la desaparición, tarde o temprano de la democracia formal y la instauración de una suerte de sufragio reservado únicamente a las elites, sólo añadiré un dato más. Era en el año 2004, uno de los últimos ciclos de conferencias organizado por la extinta fundación «Lucas Mallada», a poco de haber ganado el PSOE las elecciones. Cierto catedrático de derecho constitucional, cuyo nombre me van a permitir omitir –muy afín al PP–, avanzó la tesis de que no se podía permitir que las masas, mal informadas y peor formadas, condicionaran el futuro de un país votando a unos gobernantes perjudiciales para los intereses nacionales. Le contestó el profesor Herrero de Miñón, en una magnífica defensa de los modos democráticos; pero no lo convenció, ni mucho menos, y eran bastantes los que, al final de la conferencia, confesaban estar de acuerdo con el primero. Todos ellos con trajes confeccionados, no en el Corte Inglés, sino en las mejores sastrerías de Zaragoza.
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