viernes, 15 de julio de 2011

El cepo europeo. “La crisis del sistema, la credibilidad de Europa y defensa de la Democracia”.

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Desde el secreto club de los financieros brotó algo parecido a una consigna: que la especulación con el euro podían producir una riqueza rápida en el juego, que ya se había practicado en países como Indonesia, de succionar la deuda pública de los Estados que aspiraban a manejar presupuestos desarrollistas dependientes de una dinámica cambiaria suicida para las clases populares. La Banca se entregó a un vaivén de préstamos superior a su capacidad de resistencia y los especuladores se encaramaron a un dinero que dependía totalmente del mecanismo de futuros. La Europa poderosa destrozó el mercado interior por medio de un metabolismo acelerado y ahora se encuentra con el euro pesándole sobre sus espaldas en una encerrona que ella misma se preparó con una torpeza increíble. Esos Estados poderosos pasaron de una discreta influencia colonial sobre su medio -que eso fue la Europa conocida como Europa- a un compromiso inasumible para mantener el voraz monstruo de la Comunidad Europea.


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El cepo europeo.



“La crisis del sistema, la credibilidad de Europa y defensa de la Democracia”.


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Rebelión jueves 14 de julio del 2011.



Antonio Álvarez Solís.









El veterano periodista aborda la crisis que sacude al euro, y por extensión la crisis existencial y de credibilidad de Europa, constatando que desde su inicio careció del «material adhesivo esencial»: la ciudadanía europea. Para lograr esa ciudadanía compacta, cree que los países más desarrollados tendrían que haber bajado un par de escalones para tirar hacia arriba de los más débiles desde un suelo homogéneo de producción y consumo. Finaliza defendiendo que la democracia ya no cabe en las palabras y hay que «reedificarla en los hechos».




Desde hace una serie de años algunos observadores, entre los que modestamente me cuento, creímos ver como un cepo la Unión Europea. No se trataba de apoyar esta triste observación en nacionalismos obsoletos, preñados paradójicamente de un pretencioso imperialismo interno, sino en una realidad sencilla, básica.



La Unión Europea careció desde su inicio del material adhesivo esencial: el ciudadano europeo. Las grandes potencias europeas forzaron la unión para asegurar un mercado interno poderoso frente a la impetuosa expansión norteamericana o el temido crecimiento de las naciones asiáticas. Y ese temor precipitó al fracaso a la Unión Europea, ya que por lo visto ningún político alemán, francés, inglés o de la franja nórdica tuvo en cuenta que para construir un mercado interior sólido había que producir primero el consumidor europeo, que debía ocupar también el suelo sureño y oriental de Europa. Es más, al parecer el parlamento de Estrasburgo, poblado de una minoría de visionarios y de una mayoría de codiciosos, no tuvo tampoco en cuenta que un consumidor europeo sólido había de ser un consumidor de mediana estatura económica y no un consumidor rico. Más aún: Bruselas no trabajó jamás con la hipótesis de que la moneda común era una moneda multiplicadora para los poderosos y una divisa empobrecedora para los débiles.


Desde el secreto club de los financieros brotó algo parecido a una consigna: que la especulación con el euro podían producir una riqueza rápida en el juego, que ya se había practicado en países como Indonesia, de succionar la deuda pública de los Estados que aspiraban a manejar presupuestos desarrollistas dependientes de una dinámica cambiaria suicida para las clases populares. La Banca se entregó a un vaivén de préstamos superior a su capacidad de resistencia y los especuladores se encaramaron a un dinero que dependía totalmente del mecanismo de futuros.


La Europa poderosa destrozó el mercado interior por medio de un metabolismo acelerado y ahora se encuentra con el euro pesándole sobre sus espaldas en una encerrona que ella misma se preparó con una torpeza increíble. Esos Estados poderosos pasaron de una discreta influencia colonial sobre su medio -que eso fue la Europa conocida como Europa- a un compromiso inasumible para mantener el voraz monstruo de la Comunidad Europea.


Desde Bruselas se dio luz verde a un Plan Marshall al revés. Y ahí están las consecuencias. El que nació como un Mercado Común se enredó finalmente con las fibras múltiples de una Unión que no puede serlo por carecer de una ciudadanía única, a la que tendría que haberse gobernado unificadamente como tal.


Imaginemos ahora cómo debería ser la ciudadanía apropiada para una verdadera Unión. Ante todo, para lograr esa ciudadanía compacta los componentes de la misma en los países más desarrollados hubieran tenido que bajar un par de escalones para lograr un suelo homogéneo de producción y consumo que tirase hacia arriba de la ciudadanía de los países más débiles. Es decir, ante todo la Comunidad Europea hubiera tenido que constituir un solo Estado y es sabido que un Estado funciona mal cuando en su interior existen zonas descolgadas en la pobreza. Un Estado que autoexplota a una parte sustancial de sus ciudadanos es un Estado inestable por definición y complicado en todas sus manifestaciones políticas, desde la Banca a la seguridad pública.


Por otra parte un único Estado en surgimiento, y este sería el caso de la Comunidad Europea, ha de prepararse para realizar con mucho margen de posibilidades su producción y su comercio interior, sin sumergirse precozmente en las aguas procelosas que dominan competitivamente ya la grandes potencias, hasta ahora Estados Unidos y a partir de ahora, China o la India. No puede hablarse de una Unión Europea bien asentada cuando una potencia comercial como Alemania ha de consumir un volumen excesivo de energía sustraído de su entorno próximo y políticamente mal dominado para edificar su fortaleza.


Sobre todo mal dominado en la esfera política, ya que esto no lo ha logrado Alemania, que tiene que enfrentarse a unos viejos europeos que no se resignan a convertirse en las nuevas colonias de los alemanes, de los holandeses o incluso de los decadentes franceses.


La guerra social que se ha extendido a toda Grecia y amenaza a los países de la ribera mediterránea o a Irlanda y Portugal, no es una guerra fácilmente resoluble. Los ciudadanos corrientes de esas naciones saben perfectamente que la dramática situación que vive la Comunidad Europea no la han producido unos pueblos conducidos por unos gobiernos propiamente tales sino que han sido víctimas de una economía especulativa que tiene su asiento en potencias como Estados Unidos y en el mismo seno de sus propias minorías dirigentes. La renuncia a una economía de cosas para sumirlo todo en una economía del dinero ha dejado sin raíces a esos pueblos que ahora han de ser abandonados por sus propios gobernantes.


La búsqueda de las grandes dimensiones para anular las posibilidades creativas de las pequeñas naciones -eso que se designa cínicamente como globalización- ha convertido la dinámica económica en una práctica autofágica que ahora ya no tiene marcha atrás, como prueban los reiterados fracasos de todos los «inventos» aprestados para salir de la tormenta, desde el recurso banal a una imposible y ridícula purificación moral de los dirigentes financieros -este propósito produce una dramática hilaridad entre los sensatos- a la ya imposible y, pese a todo, creciente restricción de las posibilidades de vida del pueblo llano.


Cuando se lanzó a la calle el concepto de globalización se razonó aviesamente por parte de los expertos al servicio de los financieros en corso. Sabían perfectamente esos expertos que los medios muy activos y eficaces de la producción moderna de mercancías y de la circulación del dinero sólo podían ser contenidos en su apetito desordenado mediante un regreso a ciertas protecciones de los mercados nacionales que al par que se conectasen entre si pudieran defenderse.


Este nuevo nacionalismo, al que podríamos bautizar para su bien parecer como universalismo con base nacional -o contacto entre iguales-, tendría por objeto dos propósitos sumamente eficaces: regresar el control de la política a los pueblos y construir poco a poco un reparto de la producción que condujese a situaciones más humanas y honestas. Es decir, se trataría de buscar nuevos niveles generalmente más asumibles. Niveles que garantizarían una existencia más humana y abierta a la creatividad general.


El desarrollo mediante el megacrecimiento se ha desvelado como productor de una explotación creciente de los trabajadores y como falsificador de las posibilidades reales de bienestar. O las masas aceptan este punto de vista o se verán crecientemente sometidas a su destrucción moral y material. En el fondo estamos hoy situados en el punto crucial para adoptar esta postura salvífica. Se trata de vivir mejor, con unos niveles de estrés económico y psicológico aceptables o de regresar a un mundo en que la esclavitud, en sus variadas expresiones -ya estamos ahí- se multiplique exponencialmente y nos lleve a una categórica renuncia a los valores que nos hacen seres racionales.


Los griegos parece que tienen clara la situación. Quizá su pasado en la creación de libertad y de pensamiento influya en su cotidianeidad. Si es así habrá que agradecerles un nuevo e importante servicio a la humanidad. Son momentos en que la democracia ya no cabe en las palabras sino que hay que reedificarla con hechos.


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