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El presidente Obama
había prometido una reforma migratoria, pero hasta ahora no había podido, o
querido, hacer nada. Finalmente el martes, Obama presentó formalmente su propuesta
en la escuela secundaria Del Sol de Las
Vegas, Estado de Nevada, un Estado que solía ser conservador y contrario al
partido de Obama, pero que en las
dos últimas elecciones se dio vuelta. El
vuelco se dio gracias al creciente voto de los inmigrantes latinos y su
descendencia, que se multiplica a un ritmo muy superior a la media
estadounidense. Antes California y Nuevo
México, ahora Nevada, uno a uno los estados de la frontera se van pasando
del partido conservador, el Republicano, al más liberal, el Demócrata, el que llevó a Obama a
la presidencia,
por la influencia del voto latino. Es que los latinos son la minoría que más
rápido crece, y
esa minoría creciente vota en proporción de tres o cuatro a uno a
los candidatos demócratas por sobre los republicanos a la hora de elegir
presidente. Si todo sigue igual, según
algunos estudios, Arizona podría ser demócrata en la próxima elección y
Texas en no más de quince años. En el
sistema ganador-se-lleva-todo del colegio electoral estadounidense, si los
republicanos no hacen algo para aumentar su porción del voto latino en esos
estados, entonces los demócratas pasarán a ser imbatibles en elecciones presidenciales y se habrá
acabado el bipartidismo. Para evitar
semejante abismo, los republicanos
necesitan recuperar al menos el piso del cuarenta por ciento del voto
latino que alcanzaron durante la presidencia de Reagan en los años ochenta y
que nunca más volvieron a tener. No es
casualidad, y los republicanos lo recuerdan muy bien, que la última reforma
migratoria ocurrió durante la presidencia de Reagan. Desde entonces varios
intentos fracasaron. El último, en el 2007, se diluyó bajo el debilitado liderazgo
del entonces presidente George W. Bush.
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BLANQUEO La Reforma
Migratoria en los Estados Unidos.
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Por Santiago O’Donnell
Página /12 domingo 3 de
febrero del 2013.
La reforma migratoria pinta bien, o al menos dentro de todo, lo mejor
posible. ¿Qué significa “reforma migratoria” en Estados Unidos? Se trata de un
eufemismo para referirse al blanqueo de inmigrantes ilegales. En la última
reforma, en 1986, se blanquearon tres millones de ilegales. esta vez se habla
de once millones. Lo que pasa es que muchos estadounidenses y sus
representantes en el Capitolio no quieren blanquear inmigrantes. Temen que así
alentarían nuevas olas de inmigrantes y, sobre todo en tiempos de crisis como
ahora, cuando de indocumentados se trata, suelan dar rienda suelta a su bajos
instintos xenófobos y chauvinistas.
Entonces,
para que la idea pueda ser digerida por la opinión pública, cada “reforma”
adosa al blanqueo de inmigrantes una serie de medidas represivas pensadas para
compensar. Puede ser un mayor presupuesto para patrullar la frontera, o multas
más onerosas para los empleadores de los indocumentados, o una luz verde para
la erección de un muro. Entonces se arma todo un paquete y se vota. Así se
normaliza de hecho la situación de millones de familias que viven y trabajan y
pagan impuestos y tienen hijos y los mandan a la escuela en Estados Unidos,
pero deben esconder su condición de ilegales, no pueden entrar a la economía
formal y son vulnerables a la delación y la explotación. A esto se suma la
estigmatización de los inmigrantes legales y ciudadanos estadounidenses que
pertenecen al mismo grupo racial y cultural que los ilegales perseguidos por la
ley. Con cada “reforma” se transparenta y normaliza el mercado laboral. Hoy, en
California, la mitad de los levantadores de la cosecha de fruta son
indocumentados. La industria de la construcción en las grandes ciudades, las
procesadoras de carne en el medio oeste, y las huertas y jardines en varios
estados dependen fuertemente de la oferta de trabajadores sin papeles. Si bien
cada “reforma migratoria” trae consigo su cuota de medidas represivas, los
votantes latinos siempre la consideran una prioridad por una cuestión básica de
dignidad y sentido de pertenencia histórica a una cultura que excede los
límites territoriales del país que habitan.
El
presidente Obama había prometido una reforma migratoria, pero hasta ahora no
había podido, o querido, hacer nada. Finalmente el martes, Obama presentó
formalmente su propuesta en la escuela secundaria Del Sol de Las Vegas, Estado
de Nevada, un Estado que solía ser conservador y contrario al partido de Obama,
pero que en las dos últimas elecciones se dio vuelta. El vuelco se dio gracias
al creciente voto de los inmigrantes latinos y su descendencia, que se
multiplica a un ritmo muy superior a la media estadounidense. Antes California
y Nuevo México, ahora Nevada, uno a uno los estados de la frontera se van
pasando del partido conservador, el Republicano, al más liberal, el Demócrata,
el que llevó a Obama a la presidencia, por la influencia del voto latino. Es
que los latinos son la minoría que más rápido crece, y esa minoría creciente
vota en proporción de tres o cuatro a uno a los candidatos demócratas por sobre
los republicanos a la hora de elegir presidente. Si todo sigue igual, según
algunos estudios, Arizona podría ser demócrata en la próxima elección y Texas
en no más de quince años. En el sistema ganador-se-lleva-todo del colegio
electoral estadounidense, si los republicanos no hacen algo para aumentar su
porción del voto latino en esos estados, entonces los demócratas pasarán a ser
imbatibles en elecciones presidenciales y se habrá acabado el bipartidismo.
Para evitar semejante abismo, los republicanos necesitan recuperar al menos el
piso del cuarenta por ciento del voto latino que alcanzaron durante la
presidencia de Reagan en los años ochenta y que nunca más volvieron a tener. No
es casualidad, y los republicanos lo recuerdan muy bien, que la última reforma
migratoria ocurrió durante la presidencia de Reagan. Desde entonces varios
intentos fracasaron. El último, en el 2007, se diluyó bajo el debilitado
liderazgo del entonces presidente George W. Bush.
Por
eso, tras ser castigados por el voto latino en varios estados clave en la
reelección de Obama en noviembre pasado, los republicanos han dado señales de
que estarían dispuestos a acordar una reforma migratoria. Hacerlo sería
servirle a Obama un gran triunfo parlamentario, sin dudas el más importante de
su segundo término, comparable en dimensión a la reforma sanitaria del primer
mandato, pero ya sin mayoría propia, sino con apoyo bipartidista. Por razones
de pura supervivencia política los republicanos estarían dispuestos, sí, pero
siempre y cuando Obama sea lo suficientemente cuidadoso de no adjudicarse todo
el mérito.
Por
las dudas, para no cederle la iniciativa en este tema a Obama, el lunes pasado,
un día antes del discurso del presidente en la escuela El Sol, cuatro senadores
republicanos, encabezados por el cubano-estadounidense Marco Antonio Rubio,
junto a cuatro colegas demócratas, anunciaron un plan bipartidista para la
reforma migratoria.
El
plan tiene algunas diferencias con el que anunciaría el presidente al día
siguiente. En una palabra, el de los senadores es más duro. Dice que el
blanqueo no podría empezar hasta que un panel de expertos certifique que la
frontera está sellada, en una suerte de cláusula-gatillo. También propone un
programa de inmigrantes temporarios para que levanten la cosecha, algo que los
gremios y el gobierno federal resisten porque tira para abajo los salarios del
sector.
En
Nevada, Obama prefirió no detenerse en esas diferencias. Al contrario, elogió
la iniciativa de los ocho senadores y dijo que espera trabajar con ellos y
otros parlamentarios para consensuar una buena ley. Sin embargo, aclaró que si
el Congreso no se pone de acuerdo en un tiempo razonable, presentará su
propuesta y pedirá un voto inmediato.
Es
que, a diferencia de hace un par de años, ahora Obama está en condiciones hacer
aprobar la reforma, y con un costo relativamente menor en medidas represivas.
Esto se debe a un cúmulo de razones. Primero, la debilidad de los legisladores
republicanos, que son los que suelen trabar estas reformas, aun durante
presidencias republicanas. Tras la última elección, hasta los más reaccionarios
entendieron que ya no pueden ignorar al votante latino. Segundo, la popularidad
de Obama, que está en su mejor momento desde su asunción, con un índice de
aprobación del 60 por ciento. Tercero, el número de inmigrantes ha declinado.
Las detenciones en la frontera ha caído de un millón y medio hace cinco años a
poco más de trescientos mil el año pasado. El total estimado de inmigrantes
ilegales ha bajado de 12 a 11,1 millones durante el mismo período, según un
estudio de la fundación Rand. Esto se debe en parte al parate de la economía
estadounidense, en parte por el moderado repunte de la economía mexicana y en
parte al éxito de la represión en la frontera. Lo cual no lleva a una cuarta
razón, quizá la más poderosa: desde el atentado a las Torres Gemelas en el
2001, Estados Unidos ha hipermilitarizado la frontera con México, llegando a
extremos inimaginables unos años atrás. Desde el Golfo de México hasta Baja
California, la frontera es una sucesión de muros, drones, camionetas de la
“migra”, patrullas vecinales, sensores, radares, perros adiestrados, y cámaras
de video. Además, en los últimos años varios estados gobernados por
republicanos han pasado leyes muy severas en contra de la inmigración ilegal,
inclusive normas que permiten interrogar a una persona por el solo hecho de
tener cara de inmigrante, o sea, por ser morocho. En materia represiva, en la
frontera con México, para Estados Unidos, hay que decirlo, ya no queda mucho
más por hacer.
En
1987 me tocó cubrir las consecuencias no deseadas de la reforma migratoria como
novato cronista del Los Angeles Times. El gobierno federal acababa de
reglamentar un artículo de la reforma que imponía fuertes multas para los
contratistas de inmigrantes ilegales, y las razzias estaban a la hora del día.
Una mañana partí bien temprano a una esquina de Glendale, suburbio de Los
Angeles, donde docenas de indocumentados se juntaban cada mañana a partir de
las cinco o seis para conseguir alguna changa. Esa mañana los trabajadores me
contaron que normalmente los venían a buscar vecinos de la zona para hacer
trabajos de jardinería o alguna mudanza, y que también se acercaban capataces
de distintos campos y negocios cuando necesitaban reforzar su personal. El sitio
era muy conocido. Los contratistas llegaban, generalmente en camionetas, hacían
un gesto, señalaban a tres o cuatro, según el gusto y las necesidades, y esos
tres o cuatro se subían a la camioneta y partían, contratados por el día,
generalmente por el sueldo mínimo, que entonces rondaba los tres dólares y
medio.
Pero
esa mañana no venía nadie. Conté más de cien trabajadores de distinta edad y
condición física, algunas mujeres también, todos esperando esa camioneta que no
llegaba. En cinco horas apenas aparecieron una o dos camionetas. Cuando
asomaron la esquina explotó. Desesperados, los trabajadores rodeaban a los
patrones y se tiraban encima de sus vehículos, implorando a los gritos que los
lleven a la changa. Cerca de las once de la mañana empezaron a despejar la
esquina, terminado el horario habitual de las contrataciones, para ir a un
comedor comunitario o salir a cartonear. Un joven se quedó sentado en el
cordón. Sabía que ya no vendrían a buscarlo, pero no quería resignarse a otro
día sin jornal. “Dígales que vengan, dígales que necesitamos trabajo”, recuerdo
que me pidió, mirándome fijo a los ojos.
La reforma migratoria, como se les dice allá a los blanqueos de
inmigrantes, son justos y necesarios, pero suelen traer consecuencias
indeseadas. Mientras algunos alcanzan el sueño americano de la ciudadanía
estadounidense tan deseada, otros deben pagar la cuenta. Esta vez pinta bien
porque el blanqueo tiene muchas posibilidades de ser aprobado, son muchos millones
los beneficiarios directos y las peores represalias se podrían evitar.
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