Sin embargo, no creo que sea adecuado afirmar que la política se
“hace” hoy en los medios masivos de comunicación,
cargando ese hacer de un contenido negativo o perverso. Históricamente, las construcciones
políticas tuvieron dimensiones interactivas y recurrieron a medios
expresivos. Siempre la política fue acción práctica y discursiva. Lo que hoy
ocurre es que se han producido transformaciones que es necesario comprender
para poder actuar sin complacencia pero sin melancolía. Por un lado, como ya señalé, el hecho de que prácticamente sin
intermediaciones, sin velos, las corporaciones mediáticas han asumido su
innegable participación en la construcción de democracias formales y
excluyentes. Por otro, el hecho de que
las instituciones políticas –pienso en los partidos, los poderes del
Estado, las campañas y procesos electorales- se han transformado en el marco de
lo que se ha dado en llamar “democracia
demoscópica”; un orden democrático donde la opinión pública mediática y las técnicas de medición y predicción de comportamientos sociales cobran
peso decisivo en definiciones estratégicas y tácticas.
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COMUNICACIÓN Y POLÍTICA: LA IMPOSIBILIDAD DE
SEPARARLAS.
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María Cristina
Mata.
ALAI. Miércoles
15 de junio del 2016.
Hace alrededor de 15 años,
uno de los más lúcidos intelectuales argentinos, Sergio Caletti, señalaba que
una de las dificultades para pensar críticamente las vinculaciones y
entrecruzamientos entre los fenómenos comunicacionales y políticos era la
naturalidad misma de esos cruces aunada a la persistencia de una “concepción en
última instancia técnica de la comunicación y la política”[1];
es decir, a la identificación de la comunicación con estrategias de producción
y diseminación de mensajes y de la política con un aparato o maquinaria social
y, por consiguiente, como institucionalidad regulada.
A pesar de las muchas
complejizaciones realizadas desde entonces, ese modo de pensar la comunicación
y la política sigue hoy predominando. Esa persistencia se refleja en las
numerosas producciones que se interrogan acerca del modo en que la comunicación
–en términos de tecnologías y estrategias- afecta a la política en términos de
actividad institucionalizada. Así proliferan los estudios que culpan a medios y
tecnologías del deterioro de la política convertida en espectáculo o
entretenimiento o, en las antípodas, los que auguran avances democratizadores y
participativos gracias a las redes y la interactividad.
No es posible superar esas
perspectivas restringidas y dicotómicas si se opera con concepciones
instrumentales de la comunicación y la política. El horizonte se modifica, en
cambio, cuando además de tener en cuenta las dimensiones institucionales de la
política –sus organizaciones, sus momentos de deliberación y decisión-, la
pensamos como esfera y práctica de la vida colectiva en la cual se diseñan y
discuten los sentidos del orden social, es decir, los principios, valores y
normas que regulan la vida en común y los proyectos de futuro. Y se modifica
cuando, sin negar sus dimensiones operativas, pensamos la comunicación como
esos complejos intercambios a través de los cuales los individuos y grupos
sociales producimos significaciones en permanente tensión y confrontación. Es
en ese tipo de nociones que se sostiene la sexta tesis de aquel texto de
Caletti, que afirmaba que la comunicación constituye la condición de la
política en un doble sentido: porque no puede pensarse el quehacer de la
política como discusión de ideas sin actores que discutan, y porque no puede
pensarse esa práctica en términos de construcción de proyectos de futuro sin la
colectivización de intereses y propuestas.
Esa particular y necesaria
articulación entre comunicación y política se produce hoy en un espacio público
constituido tanto por lo que yo he llamado “la plaza”, es decir, los espacios
tradicionales de agregación y acción colectiva –espacios que van adquiriendo
nuevas formas con el paso del tiempo-, y “la platea”, es decir, las prácticas
mediáticas que se sostienen en nuestra condición de públicos de medios y
usuarios de tecnologías de información y comunicación. Ese espacio público
mediatizado es uno de los ámbitos principales donde se dirimen hoy las luchas
por el poder político, las luchas por la conducción de la sociedad, que no son
independientes del poder comunicativo-cultural, es decir de la posibilidad de
construir ideas hegemónicas. Una posibilidad en la que intervienen
decididamente los dispositivos técnicos que permiten la aparición y
representación mediática de temas y actores. De ahí que John Thomspon postule
que “la lucha por hacerse oír y ver (y de evitar que otros hagan lo mismo) no
es un aspecto periférico de las conmociones sociales y políticas del mundo
moderno; todo lo contrario -dice Thompson-, es su característica central”.
En nuestras sociedades
latinoamericanas, que a pesar de la institucionalidad democrática están
atravesadas por desigualdades y exclusiones notorias, esas luchas por hacerse
ver y oír, que son luchas contra quienes buscan impedirlo, no son nuevas. Se
expresaron históricamente tanto en la resistencia de los pueblos originarios
como en las búsquedas culturales alternativas. Sin embargo, en lo que va de
este siglo, varios países de nuestro continente han sido escenario de unos
particulares esfuerzos por someter a discusión los sistemas de medios masivos y
sus regulaciones legales, transformando los derechos a la comunicación en una
de las problemáticas donde con más fuerza se expresan las luchas por el poder.
Puedo sostener esa
afirmación en las confrontaciones que se vivieron y se viven aún hoy en
Argentina en torno a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual o a las
que se han dado y se dan en otros países de la región, como Ecuador o Uruguay,
en el mismo sentido. Esas confrontaciones se articularon en muchos casos con
una larga tradición de medios populares, alternativos y comunitarios
construidos desde la necesidad y vocación de recuperar la capacidad y
legitimidad de expresarse, tanto para minorías excluidas pero también para las
mayorías desposeídas de las condiciones necesarias para acceder a medios y
tecnologías. En todos esos casos es posible reconstruir discursos y prácticas
que identifican claramente intereses antagónicos y sus consecuentes
justificaciones ideológicas: es decir, intereses encontrados que afirman o
niegan la universalidad de los derechos a la comunicación. Y es ahí donde la
articulación comunicación-política se revela con inédita potencia, socavando
como nunca antes aquellas alardeadas nociones de independencia y objetividad de
los medios que integran los sistemas masivos de comunicación.
Más allá de las
características particulares de cada uno de nuestros países, la existencia de
situaciones monopólicas u oligopólicas que lejos de disminuir se acrecientan
con los procesos de desarrollo y convergencia tecnológica, produce efectos bien
conocidos: agendas únicas, voces concentradas, insuficientes espacios para la
expresión y representación de diferentes actores y sectores sociales y
políticos. Pero además, esas empresas que buscan acaparar para sí los derechos
a la comunicación que son del conjunto de la sociedad, no encubren ya sus
motivaciones y estrategias en las luchas por el poder. De manera desembozada intervienen
como un actor político que propone ideas y proyectos, que convoca a participar
o a abstenerse de hacerlo, que denuncia o apaña a personajes políticos o
empresariales, que promociona candidatos o los estigmatiza, que enjuicia a los
movimientos sociales que confrontan el orden establecido, que juzga a la
mismísima justicia aunque ella –en muchos de nuestros países- no sea
precisamente aquella dama ecuánime con ojos vendados, sino un instrumento más
de construcción de inequidad. Los casos del multimedio Clarín en
el reciente proceso electoral argentino y el de la Red Globo en el
proyecto destituyente que se gesta en Brasil, son ejemplos claros de este nuevo
papel.
Sin embargo, no creo que
sea adecuado afirmar que la política se “hace” hoy en los medios masivos de
comunicación, cargando ese hacer de un contenido negativo o
perverso. Históricamente, las construcciones políticas tuvieron dimensiones
interactivas y recurrieron a medios expresivos. Siempre la política fue acción
práctica y discursiva. Lo que hoy ocurre es que se han producido
transformaciones que es necesario comprender para poder actuar sin complacencia
pero sin melancolía. Por un lado, como ya señalé, el hecho de que prácticamente
sin intermediaciones, sin velos, las corporaciones mediáticas han asumido su
innegable participación en la construcción de democracias formales y
excluyentes. Por otro, el hecho de que las instituciones políticas –pienso en
los partidos, los poderes del Estado, las campañas y procesos electorales- se
han transformado en el marco de lo que se ha dado en llamar “democracia
demoscópica”; un orden democrático donde la opinión pública mediática y las
técnicas de medición y predicción de comportamientos sociales cobran peso
decisivo en definiciones estratégicas y tácticas.
El cuestionamiento crítico
de esa nueva matriz político-cultural no equivale a negarlo. Nada peor que las
actitudes voluntaristas cuando lo que se pretende es intervenir en los
conflictos por la hegemonía. Por eso, reconociendo que el sistema comunicativo
es un actor más de las contiendas por el poder en nuestras sociedades, tenemos
que atrevernos a asumir esa situación desde dos lugares complementarios y
mutuamente necesarios: desde la búsqueda de regulaciones que atemperen la
concentración mediática y aseguren condiciones más equitativas para la gestión
de medios de comunicación y el acceso a tecnologías adecuadas para diferentes y
plurales actores sociales; y a partir del desarrollo de prácticas organizativas
y políticas que, sin negar la existencia de medios y tecnologías, definan
renovados modos de instalar temas, agendas, líderes, proyectos, desde lógicas
asociativas y culturales capaces de confrontar los cauces prefijados por
quienes pretenden controlar las iniciativas emancipadoras.
En los tiempos que corren,
ya no se trata sólo de contar con medios alternativos para que otras voces
puedan escucharse y otros rostros puedan verse, sino de asumir que una de las
nuevas y decisivas batallas es la de definir colectivamente cuál deseamos que
sea el orden político-cultural de nuestras sociedades. Porque ciertamente no
hay orden político nuevo sin un nuevo modo de comunicar, pero no es sólo un
renovado modo de comunicar el que nos permitirá construir democracias con derechos
plenos y modalidades genuinas de participación y representación.
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- María
Cristina Mata es investigadora y docente de comunicación en la
Universidad Nacional de Córdoba Argentina. Acompaña a medios y proyectos de
comunicación popular y alternativa en el continente.
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