DICE EL PAPA FRANCISCO EN SU DISCURSO.- Quisiera señalar dos
riesgos que giran en torno a la relación entre los movimientos populares y la
política: el riesgo de dejarse encorsetar y el riesgo de dejarse corromper.
Primero, no dejarse encorsetar, porque algunos
dicen: la cooperativa, el comedor, la huerta agroecológica, el micro-emprendimiento,
el diseño de los planes asistenciales… hasta ahí está bien. Mientras se
mantengan en el corsé de las «políticas sociales», mientras no cuestionen la
política económica o la política con mayúscula, se los tolera. Esa idea de las
políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres
pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en
un proyecto que reunifique a los pueblos a veces me parece una especie de
volquete maquillado para contener el descarte del sistema. Cuando ustedes, desde su arraigo a lo cercano, desde su realidad
cotidiana, desde el barrio, desde el paraje, desde la organización del
trabajo comunitario, desde las relaciones persona a persona, se atreven a
cuestionar las «macrorelaciones», cuando chillan, cuando gritan, cuando
pretenden señalarle al poder un planteo más integral, ahí ya no se lo tolera.
No se lo tolera tanto porque se están saliendo del corsé, se están metiendo en
el terreno de las grandes decisiones que algunos pretenden monopolizar en
pequeñas castas. Así la democracia se atrofia, se
convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha
cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino.
Ustedes, las organizaciones de los excluidos y tantas
organizaciones de otros sectores de la sociedad, están llamados a revitalizar,
a refundar las democracias que pasan por una verdadera crisis. No caigan en la tentación del corsé que los reduce a actores
secundarios, o peor, a meros administradores de la miseria existente. En estos
tiempos de parálisis, desorientación y propuestas destructivas, la participación protagónica de los pueblos
que buscan el bien común puede vencer, con la ayuda de Dios, a los falsos
profetas que explotan el miedo y la desesperanza, que venden fórmulas mágicas
de odio y crueldad o de un bienestar egoísta y una seguridad ilusoria.
Sabemos que «mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de
los pobres, renunciando a la autonomía
absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas
estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en
definitiva ningún problema. La inequidad
es raíz de los males sociales» (Exhort. ap. postsin. Evangelii gaudium, 202). Por eso, lo dije y
lo repito:
«El futuro de la
humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes
potencias y las elites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos, en su
capacidad de organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y
convicción este proceso de cambio» (Discurso en el
Segundo Encuentro mundial de los Movimientos Populares, Santa
Cruz de la Sierra, Bolivia, 9 de julio de 2015). La Iglesia, la Iglesia también
puede y debe, sin pretender el monopolio de la verdad, pronunciarse y actuar
especialmente frente a «situaciones donde se tocan las llagas y el sufrimiento
dramático, y en las cuales están implicados los valores, la ética, las ciencias
sociales y la fe» (Discurso a la
Cumbre de Jueces y Magistrados contra el Tráfico de Personas y el Crimen
Organizado, Vaticano, 3 de junio de 2016). Este era el primer
riesgo: el riesgo del corsé, y la invitación de meterse en la gran política.
El segundo riesgo, les decía, es dejarse corromper. Así como la política no es un asunto
de los «políticos», la corrupción no es un vicio exclusivo de la política. Hay corrupción en la
política, hay corrupción en las empresas, hay corrupción en los medios de
comunicación, hay corrupción en las iglesias y también hay corrupción en las
organizaciones sociales y los movimientos populares. Es justo decir que hay
una corrupción naturalizada en algunos ámbitos de la vida económica, en
particular la actividad financiera, y
que tiene menos prensa que la corrupción directamente ligada al ámbito político
y social. Es justo decir que muchas veces se manipulan los casos de
corrupción con malas intenciones. Pero también es justo aclarar que quienes han
optado por una vida de servicio tienen una obligación adicional que se suma a
la honestidad con la que cualquier persona debe actuar en la vida. La vara es
más alta: hay que vivir la vocación de servir con un fuerte sentido de la
austeridad y la humildad. Esto vale para
los políticos pero también vale para los dirigentes sociales y para nosotros,
los pastores. Dije “austeridad”.
Quisiera aclarar a qué me refiero con la palabra austeridad. Puede ser una
palabra equívoca. Austeridad moral, austeridad en el modo de vivir, austeridad
en cómo llevo adelante mi vida, mi familia. Austeridad moral y humana. Porque
en el campo más científico, cientifi-económico si se quiere, o de las ciencias del
mercado, austeridad es sinónimo de ajuste. A esto no me refiero. No estoy
hablando de eso.
/////
DISCURSO DEL PAPA
FRANCISCO.
A LOS PARTICIPANTES EN
EL ENCUENTRO MUNDIAL DE MOVIMIENTOS POPULARES.
*****
ALAI- domingo 6
de noviembre del 2016.
Hermanas y hermanos, buenas
tardes.
En este
nuestro tercer encuentro expresamos la misma sed, la sed de justicia, el mismo
clamor: tierra, techo y trabajo para todos.
Agradezco
a los delegados, que han llegado desde las periferias urbanas, rurales y
laborales de los cinco continentes, de más de 60 países, han llegado a debatir
una vez más cómo defender estos derechos que nos convocan. Gracias a los
Obispos que vinieron a acompañarlos. Gracias también a los miles de italianos y
europeos que se han unido hoy al cierre de este Encuentro. Gracias a los
observadores y jóvenes comprometidos con la vida pública que vinieron con
humildad a escuchar y aprender. ¡Cuánta esperanza tengo en los jóvenes! Le
agradezco también a Usted, Señor Cardenal Turkson, el trabajo que han hecho en
el Dicasterio; y también quisiera mencionar el aporte del ex Presidente
uruguayo José Mujica que está presente.
En nuestro último encuentro, en Bolivia,
con mayoría de Latinoamericanos, hablamos de la necesidad de un cambio para que
la vida sea digna, un cambio de estructuras; también de cómo ustedes, los
movimientos populares, son sembradores de cambio, promotores de un proceso
en el que confluyen millones de acciones grandes y pequeñas encadenadas
creativamente, como en una poesía; por eso quise llamarlos “poetas sociales”; y
también enumeramos algunas tareas imprescindibles para marchar hacia una
alternativa humana frente a la globalización de la indiferencia: 1. poner la
economía al servicio de los pueblos; 2. construir la paz y la justicia; 3.
defender la Madre Tierra.
Ese día,
en la voz de una cartonera y de un campesino, se dio lectura a las
conclusiones, los diez puntos de Santa Cruz de la Sierra, donde la palabra cambio
estaba preñada de gran contenido, estaba enlazada a cosas fundamentales que
ustedes reivindican: trabajo digno para los excluidos del mercado laboral;
tierra para los campesinos y pueblos originarios; vivienda para las familias
sin techo; integración urbana para los barrios populares; erradicación de la
discriminación, de la violencia contra la mujer y de las nuevas formas de
esclavitud; el fin de todas las guerras, del crimen organizado y de la
represión; libertad de expresión y comunicación democrática; ciencia y
tecnología al servicio de los pueblos. Escuchamos también cómo se comprometían
a abrazar un proyecto de vida que rechace el consumismo y recupere la
solidaridad, el amor entre nosotros y el respeto a la naturaleza como valores
esenciales. Es la felicidad de «vivir bien» lo que ustedes reclaman, la «vida
buena», y no ese ideal egoísta que engañosamente invierte las palabras y nos
propone la «buena vida».
Quienes
hoy estamos aquí, de orígenes, creencias e ideas diversas, tal vez no estemos
de acuerdo en todo, seguramente pensamos distinto en muchas cosas, pero
ciertamente coincidimos en estos puntos.
Supe
también de encuentros y talleres realizados en distintos países donde
multiplicaron los debates a la luz de la realidad de cada comunidad. Eso es muy
importante porque las soluciones reales a las problemáticas actuales no van a
salir de una, tres o mil conferencias: tienen que ser fruto de un discernimiento
colectivo que madure en los territorios junto a los hermanos, un discernimiento
que se convierte en acción transformadora «según los lugares, tiempos y
personas» como diría san Ignacio. Si no, corremos el riesgo de las
abstracciones, de «los nominalismos declaracionistas que son bellas frases pero
no logran sostener la vida de nuestras comunidades». (Carta al Presidente
de la Pontificia Comisión Para América Latina, 19 de marzo de
2016). Son slogans. El colonialismo ideológico globalizante procura imponer
recetas supraculturales que no respetan la identidad de los Pueblos. Ustedes
van por otro camino que es, al mismo tiempo, local y universal. Un camino que
me recuerda cómo Jesús pidió organizar a la multitud en grupos de cincuenta
para repartir el pan (Cf. Homilía en la Solemnidad de Corpus Christi,
Buenos Aires, 12 de junio de 2004).
Recién
pudimos ver el video que han presentado a modo de conclusión de este tercer
Encuentro. Vimos los rostros de ustedes en los debates sobre qué hacer frente a
«la inequidad que engendra violencia». Tantas propuestas, tanta creatividad,
tanta esperanza en la voz de ustedes que tal vez sean los que más motivos
tienen para quejarse, quedar encerrados en los conflictos, caer en la tentación
de lo negativo. Pero, sin embargo, miran hacia adelante, piensan, discuten,
proponen y actúan. Los felicito, los acompaño, y les pido que sigan abriendo
caminos y luchando. Eso me da fuerza, eso nos da fuerza. Creo que este dialogo
nuestro, que se suma al esfuerzo de tantos millones que trabajan cotidianamente
por la justicia en todo el mundo, va echando raíces.
Quisiera
tocar algunos temas más específicos, que son los que he recibido de ustedes,
que me han hecho reflexionar y los devuelvo en este momento.
Primero: el terror y los muros.
Sin
embargo, esa germinación que es lenta, que tiene sus tiempos como toda
gestación, está amenazada por la velocidad de un mecanismo destructivo que
opera en sentido contrario. Hay fuerzas poderosas que pueden neutralizar este
proceso de maduración de un cambio que sea capaz de desplazar la primacía del
dinero y coloque nuevamente en el centro al ser humano, al hombre y la mujer.
Ese «hilo invisible» del que hablamos en Bolivia, esa estructura injusta
que enlaza a todas las exclusiones que ustedes sufren, puede endurecerse y
convertirse en un látigo, un látigo existencial que, como en el Egipto del
Antiguo Testamento, esclaviza, roba la libertad, azota sin misericordia a unos
y amenaza constantemente a otros, para arriar a todos como ganado hacia donde
quiere el dinero divinizado.
¿Quién
gobierna entonces? El dinero ¿Cómo gobierna? Con el látigo del miedo, de la inequidad,
de la violencia económica, social, cultural y militar que engendra más y más
violencia en una espiral descendente que parece no acabar jamás. ¡Cuánto dolor
y cuánto miedo! Hay -lo dije hace poco-, hay un terrorismo de base
que emana del control global del dinero sobre la tierra y atenta contra la
humanidad entera. De ese terrorismo básico se alimentan los terrorismos
derivados como el narcoterrorismo, el terrorismo de estado y lo que
erróneamente algunos llaman terrorismo étnico o religioso, pero ningún pueblo,
ninguna religión es terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos fundamentalistas
en todos lados. Pero el terrorismo empieza cuando «has desechado la maravilla
de la creación, el hombre y la mujer, y has puesto allí el dinero» (Conferencia de
prensa en el Vuelo de Regreso del
Viaje Apostólico a Polonia, 31 de julio de 2016). Ese sistema es
terrorista.
Hace casi
cien años, Pío XI preveía el crecimiento de una
dictadura económica mundial que él llamó «imperialismo internacional del
dinero». (Carta Enc. Quadragesimo Anno,
15 de mayo de 1931, 109). ¡Estoy hablando del año 1931! El aula en la que
estamos ahora se llama “Paolo VI”, y fue Pablo
VI quien denunció hace casi cincuenta años la «nueva forma
abusiva de dictadura económica en el campo social, cultural e incluso político»
(Carta Ap. Octogesima adveniens,
14 de mayo de 1971, 44). Son palabras duras pero justas de mis antecesores que
avizoraron el futuro. La Iglesia y los profetas dijeron, hace milenios, lo que
tanto escandaliza que repita el Papa en este tiempo cuando todo aquello alcanza
expresiones inéditas. Toda la doctrina social de la Iglesia y el magisterio de
mis antecesores se rebelan contra el ídolo-dinero que reina en lugar de servir,
tiraniza y aterroriza a la humanidad.
Ninguna
tiranía, ninguna tiranía se sostiene sin explotar nuestros miedos. Esto es
clave. De ahí que toda tiranía sea terrorista. Y cuando ese terror, que se
sembró en las periferias, son con masacres, saqueos, opresión e injusticia,
explota en los centros con distintas formas de violencia, incluso con atentados
odiosos y cobardes, los ciudadanos que aún conservan algunos derechos son
tentados con la falsa seguridad de los muros físicos o sociales. Muros que
encierran a unos y destierran a otros. Ciudadanos amurallados, aterrorizados,
de un lado; excluidos, desterrados, más aterrorizados todavía, del otro. ¿Es
esa la vida que nuestro Padre Dios quiere para sus hijos?
Al miedo
se lo alimenta, se lo manipula… Porque el miedo, además de ser un buen negocio
para los mercaderes de las armas y de la muerte, nos debilita, nos
desequilibra, destruye nuestras defensas psicológicas y espirituales, nos
anestesia frente al sufrimiento ajeno y al final nos hace crueles. Cuando
escuchamos que se festeja la muerte de un joven que tal vez erró el camino,
cuando vemos que se prefiere la guerra a la paz, cuando vemos que se generaliza
la xenofobia, cuando constatamos que ganan terreno las propuestas intolerantes;
detrás de esa crueldad que parece masificarse está el frío aliento del miedo.
Les pido que recemos por todos los que tienen miedo, recemos para que Dios les
dé el valor y que en este año de la misericordia podamos ablandar nuestros
corazones. La misericordia no es fácil, no es fácil… requiere coraje. Por eso
Jesús nos dice: «No tengan miedo» (Mt 14,27), pues la misericordia es el
mejor antídoto contra el miedo. Es mucho mejor que los antidepresivos y los
ansiolíticos. Mucho más eficaz que los muros, las rejas, las alarmas y las
armas. Y es gratis: es un don de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: todos los muros caen. Todos. No nos dejemos engañar. Como han dicho ustedes:
«Sigamos trabajando para construir puentes entre los pueblos, puentes que nos
permitan derribar los muros de la exclusión y la explotación» (Documento
Conclusivo del II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares,
11 de julio de 2015, Cruz de la Sierra, Bolivia). Enfrentemos el Terror con
Amor.
El segundo punto que quisiera tocar es: El amor y los puentes.
Un día
como hoy, un sábado, Jesús hizo dos cosas que, nos dice el Evangelio,
precipitaron la conspiración para matarlo. Pasaba con sus discípulos por un
campo, un sembradío. Los discípulos tenían hambre y comieron las espigas. Nada
se nos dice del «dueño» de aquel campo… subyacía el destino universal de los
bienes. Lo cierto es que frente al hambre, Jesús priorizó la dignidad de los
hijos de Dios sobre una interpretación formalista, acomodaticia e interesada de
la norma. Cuando los doctores de la ley se quejaron con indignación hipócrita,
Jesús les recordó que Dios quiere amor y no sacrificios, y les
explicó que el sábado está hecho para el ser humano y no el ser humano para el
sábado (cf. Mc 2,27). Enfrentó al pensamiento hipócrita y suficiente con
la inteligencia humilde del corazón (cf. Homilía, I Congreso de Evangelización
de la Cultura, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2006), que prioriza siempre al
ser humano y rechaza que determinadas lógicas obstruyan su libertad para vivir,
amar y servir al prójimo.
Y
después, ese mismo día, Jesús hizo algo «peor», algo que irritó aún más a los
hipócritas y soberbios que lo estaban vigilando porque buscaban alguna excusa
para atraparlo. Curó la mano atrofiada de un hombre. La mano, ese signo tan
fuerte del obrar, del trabajo. Jesús le devolvió a ese hombre la capacidad de
trabajar y con eso le devolvió la dignidad. Cuántas manos atrofiadas, cuantas
personas privadas de la dignidad del trabajo, porque los hipócritas para
defender sistemas injustos, se oponen a que sean sanadas. A veces pienso que
cuando ustedes, los pobres organizados, se inventan su propio trabajo, creando
una cooperativa, recuperando una fábrica quebrada, reciclando el descarte de la
sociedad de consumo, enfrentando las inclemencias del tiempo para vender en una
plaza, reclamando una parcela de tierra para cultivar y alimentar a los
hambrientos, cuando hacen esto están imitando a Jesús porque buscan sanar,
aunque sea un poquito, aunque sea precariamente, esa atrofia del sistema
socioeconómico imperante que es el desempleo. No me extraña que a ustedes
también a veces los vigilen o los persigan y tampoco me extraña que a los
soberbios no les interese lo que ustedes digan.
Jesús,
ese sábado, se jugó la vida porque después de sanar esa mano, fariseos y
herodianos (cf. Mc 3,6), dos partidos enfrentados entre sí, que temían al
pueblo y también al imperio, hicieron sus cálculos y se confabularon para
matarlo. Sé que muchos de ustedes se juegan la vida. Sé -lo quiero recordar, la
quiero recordar- que algunos no están hoy acá porque se jugaron la vida… pero no
hay mayor amor que dar la vida. Eso nos enseña Jesús.
Las
«3-T», ese grito de ustedes que hago mío, tiene algo de esa inteligencia
humilde pero a la vez fuerte y sanadora. Un proyecto-puente de los pueblos
frente al proyecto-muro del dinero. Un proyecto que apunta al desarrollo humano
integral. Algunos saben que nuestro amigo el Cardenal Turkson está presidiendo
ahora el Dicasterio que lleva ese nombre: Desarrollo Humano Integral. Lo
contrario al desarrollo, podría decirse, es la atrofia, la parálisis. Tenemos
que ayudar para que el mundo se sane de su atrofia moral. Este sistema
atrofiado puede ofrecer ciertos implantes cosméticos que no son verdadero
desarrollo: crecimiento económico, avances técnicos, mayor «eficiencia» para
producir cosas que se compran, se usan y se tiran englobándonos a todos en una
vertiginosa dinámica del descarte… pero este mundo no permite el desarrollo del
ser humano en su integralidad, el desarrollo que no se reduce al consumo, que
no se reduce al bienestar de pocos, que incluye a todos los pueblos y personas
en la plenitud de su dignidad, disfrutando fraternalmente de la maravilla de la
Creación. Ese es el desarrollo que necesitamos: humano, integral, respetuoso de
la Creación, de esta casa común.
Otro punto es: La bancarrota y el salvataje.
Queridos
hermanos, quiero compartir con ustedes algunas reflexiones sobre otros dos
temas que, junto a las «3-T» y la ecología integral, fueron centrales en
vuestros debates de los últimos días y son centrales en este tiempo histórico.
Sé que
dedicaron una jornada al drama de los migrantes, refugiados y desplazados. ¿Qué
hacer frente a esta tragedia? En el Dicasterio que tiene a su cargo el Cardenal
Turkson hay un departamento para la atención de esas situaciones. Decidí que,
al menos por un tiempo, ese departamento dependa directamente del Pontífice,
porque aquí hay una situación oprobiosa, que sólo puedo describir con una
palabra que me salió espontáneamente en Lampedusa: vergüenza.
Allí, como también en Lesbos, pude sentir de cerca el sufrimiento
de tantas familias expulsadas de su tierra por razones económicas o violencias
de todo tipo, multitudes desterradas –lo he dicho frente a las autoridades de
todo el mundo– como consecuencia de un sistema socioeconómico injusto y de los
conflictos bélicos que no buscaron, que no crearon quienes hoy padecen el
doloroso desarraigo de su suelo patrio sino más bien muchos de aquellos que se
niegan a recibirlos.
Hago mías
las palabras de mi hermano el Arzobispo Jeronimos de Grecia: «Quien ve los ojos
de los niños que encontramos en los campos de refugiados es capaz de reconocer
de inmediato, en su totalidad, la “bancarrota” de la humanidad» (Discurso en el Campo
de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de abril de 2016) ¿Qué le
pasa al mundo de hoy que, cuando se produce la bancarrota de un banco de
inmediato aparecen sumas escandalosas para salvarlo, pero cuando se produce
esta bancarrota de la humanidad no hay casi ni una milésima parte para salvar a
esos hermanos que sufren tanto? Y así el Mediterráneo se ha convertido en un
cementerio, y no sólo el Mediterráneo… tantos cementerios junto a los muros,
muros manchados de sangre inocente. Durante los días de este encuentro, lo
decían en el vídeo: ¿Cuántos murieron en el Mediterráneo?
El miedo
endurece el corazón y se transforma en crueldad ciega que se niega a ver la
sangre, el dolor, el rostro del otro. Lo dijo mi hermano el Patriarca
Bartolomé: «Quien tiene miedo de vosotros no os ha mirado a los ojos. Quien
tiene miedo de vosotros no ha visto vuestros rostros. Quien tiene miedo no ve a
vuestros hijos. Olvida que la dignidad y la libertad trascienden el miedo y
trascienden la división. Olvida que la migración no es un problema de Oriente
Medio y del norte de África, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo» (Discurso en el Campo
de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de abril de 2016).
Es, en
verdad, un problema del mundo. Nadie debería verse obligado a huir de su
Patria. Pero el mal es doble cuando, frente a esas circunstancias terribles, el
migrante se ve arrojado a las garras de los traficantes de personas para cruzar
las fronteras y es triple si al llegar a la tierra donde creyó que iba a
encontrar un futuro mejor, se lo desprecia, se lo explota, incluso se lo
esclaviza. Esto se puede ver en cualquier rincón de cientos de ciudades. O
simplemente no se lo deja entrar.
Les pido
a ustedes que hagan todo lo que puedan. Nunca se olviden que Jesús, María y
José experimentaron también la condición dramática de los refugiados. Les pido
que ejerciten esa solidaridad tan especial que existe entre los que han
sufrido. Ustedes saben recuperar fábricas de la bancarrota, reciclar lo
que otros tiran, crear puestos de trabajo, labrar la tierra, construir
viviendas, integrar barrios segregados y reclamar sin descanso como esa viuda
del Evangelio que pide justicia insistentemente (cf. Lc
18,1-8). Tal vez con vuestro ejemplo y su insistencia, algunos Estados y
Organismos internacionales abran los ojos y adopten las medidas adecuadas para
acoger e integrar plenamente a todos los que, por una u otra circunstancia,
buscan refugio lejos de su hogar. Y también para enfrentar las causas
profundas por las que miles de hombres, mujeres y niños son expulsados cada día
de su tierra natal.
Dar el
ejemplo y reclamar es una forma de meterse en política y esto me lleva al
segundo eje que debatieron en su Encuentro: la relación entre pueblo y
democracia. Una relación que debería ser natural y fluida pero que corre el
peligro de desdibujarse hasta ser irreconocible. La brecha entre los pueblos y
nuestras formas actuales de democracia se agranda cada vez más como consecuencia
del enorme poder de los grupos económicos y mediáticos que parecieran
dominarlas. Los movimientos populares, lo sé, no son partidos políticos y
déjenme decirles que, en gran medida, en eso radica su riqueza, porque expresan
una forma distinta, dinámica y vital de participación social en la vida
pública. Pero no tengan miedo de meterse en las grandes discusiones, en
Política con mayúscula y cito de nuevo a Pablo VI: «La política ofrece un
camino serio y difícil―aunque no el único―para cumplir el deber grave que
cristianos y cristianas tienen de servir a los demás» (Lett. Ap. Octogesima adveniens,
14 de mayo 1971, 46). O esa frase que repito tantas veces, que siempre me
confundo, no sé si es de Pablo VI o de Pío XII: “La política es una de las
formas más altas de la caridad, del amor”.
Quisiera
señalar dos riesgos que giran en torno a la relación entre los movimientos
populares y la política: el riesgo de dejarse encorsetar y el riesgo de dejarse
corromper.
Primero, no dejarse encorsetar, porque algunos dicen: la cooperativa, el comedor, la
huerta agroecológica, el microemprendimiento, el diseño de los planes
asistenciales… hasta ahí está bien. Mientras se mantengan en el corsé de las
«políticas sociales», mientras no cuestionen la política económica o la
política con mayúscula, se los tolera. Esa idea de las políticas sociales
concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con
los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en
un proyecto que reunifique a los pueblos a veces me parece una especie de
volquete maquillado para contener el descarte del sistema. Cuando ustedes,
desde su arraigo a lo cercano, desde su realidad cotidiana, desde el barrio,
desde el paraje, desde la organización del trabajo comunitario, desde las
relaciones persona a persona, se atreven a cuestionar las «macrorelaciones»,
cuando chillan, uando gritan, cuando pretenden señalarle al poder un planteo
más integral, ahí ya no se lo tolera. No se lo tolera tanto porque se están
saliendo del corsé, se están metiendo en el terreno de las grandes decisiones
que algunos pretenden monopolizar en pequeñas castas. Así la democracia se
atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde
representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha
cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino.
Ustedes,
las organizaciones de los excluidos y tantas organizaciones de otros sectores
de la sociedad, están llamados a revitalizar, a refundar las democracias que
pasan por una verdadera crisis. No caigan en la tentación del corsé que los
reduce a actores secundarios, o peor, a meros administradores de la miseria
existente. En estos tiempos de parálisis, desorientación y propuestas
destructivas, la participación protagónica de los pueblos que buscan el bien
común puede vencer, con la ayuda de Dios, a los falsos profetas que explotan el
miedo y la desesperanza, que venden fórmulas mágicas de odio y crueldad o de un
bienestar egoísta y una seguridad ilusoria.
Sabemos
que «mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres,
renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación
financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se
resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La
inequidad es raíz de los males sociales» (Exhort. ap. postsin. Evangelii gaudium,
202). Por eso, lo dije y lo repito: «El futuro de la humanidad no está
únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las
elites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos, en su capacidad de
organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este
proceso de cambio» (Discurso en el
Segundo Encuentro mundial de los Movimientos Populares, Santa
Cruz de la Sierra, Bolivia, 9 de julio de 2015). La Iglesia, la Iglesia también
puede y debe, sin pretender el monopolio de la verdad, pronunciarse y actuar
especialmente frente a «situaciones donde se tocan las llagas y el sufrimiento
dramático, y en las cuales están implicados los valores, la ética, las ciencias
sociales y la fe» (Discurso a la Cumbre
de Jueces y Magistrados contra el Tráfico de Personas y el Crimen Organizado,
Vaticano, 3 de junio de 2016). Este era el primer riesgo: el riesgo del corsé,
y la invitación de meterse en la gran política.
El segundo riesgo, les decía, es dejarse corromper. Así como la política no es un asunto de los «políticos», la
corrupción no es un vicio exclusivo de la política. Hay corrupción en la
política, hay corrupción en las empresas, hay corrupción en los medios de
comunicación, hay corrupción en las iglesias y también hay corrupción en las
organizaciones sociales y los movimientos populares. Es justo decir que hay una
corrupción naturalizada en algunos ámbitos de la vida económica, en particular
la actividad financiera, y que tiene menos prensa que la corrupción
directamente ligada al ámbito político y social. Es justo decir que muchas
veces se manipulan los casos de corrupción con malas intenciones. Pero también
es justo aclarar que quienes han optado por una vida de servicio tienen una
obligación adicional que se suma a la honestidad con la que cualquier persona
debe actuar en la vida. La vara es más alta: hay que vivir la vocación de
servir con un fuerte sentido de la austeridad y la humildad. Esto vale para los
políticos pero también vale para los dirigentes sociales y para nosotros, los
pastores. Dije “austeridad”. Quisiera aclarar a qué me refiero con la palabra
austeridad. Puede ser una palabra equívoca. Austeridad moral, austeridad en el
modo de vivir, austeridad en cómo llevo adelante mi vida, mi familia.
Austeridad moral y humana. Porque en el campo más científico,
cientifi-económico si se quiere, o de las ciencias del mercado, austeridad es
sinónimo de ajuste. A esto no me refiero. No estoy hablando de eso.
A
cualquier persona que tenga demasiado apego por las cosas materiales o por el
espejo, a quien le gusta el dinero, los banquetes exuberantes, las mansiones
suntuosas, los trajes refinados, los autos de lujo, le aconsejaría que se fije
qué está pasando en su corazón y rece para que Dios lo libere de esas ataduras.
Pero, parafraseando al ex Presidente latinoamericano que está por acá, el que
tenga afición por todas esas cosas, por favor, no se meta en política, que no
se meta en una organización social o en un movimiento popular, porque va a
hacer mucho daño a sí mismo, al prójimo y va a manchar la noble causa que
enarbola. Tampoco que se meta en el seminario.
Frente a
la tentación de la corrupción, no hay mejor antídoto que la austeridad; esa
austeridad moral y personal. Y practicar la austeridad es, además, predicar con
el ejemplo. Les pido que no subestimen el valor del ejemplo porque tiene más
fuerza que mil palabras, que mil volantes, que mil likes, que mil retweets,
que mil videos de youtube. El ejemplo de una vida austera
al servicio del prójimo es la mejor forma de promover el bien común y el
proyecto-puente de las 3-T. Les pido a los dirigentes que no se cansen de
practicar esa austeridad moral, personal, y les pido a todos que exijan a los
dirigentes esa austeridad, la cual –por otra parte– los va a hacer muy felices.
Queridos hermanas y hermanos
La
corrupción, la soberbia, el exhibicionismo de los dirigentes aumenta el
descreimiento colectivo, la sensación de desamparo y retroalimenta el mecanismo
del miedo que sostiene este sistema inicuo.
Quisiera,
para finalizar, pedirles que sigan enfrentando el miedo con una vida de
servicio, solidaridad y humildad en favor de los pueblos y en especial de los
que más sufren. Se van a equivocar muchas veces, todos nos equivocamos, pero si
perseveramos en este camino, más temprano que tarde, vamos a ver los frutos. E
insisto, contra el terror, el mejor antídoto es el amor. El amor todo lo cura.
Algunos saben que después del Sínodo de la familia escribí un documento que
lleva por título Amoris Laetitia.
La alegría del amor. Un documento sobre el amor en la familia de cada uno, pero
también en esa otra familia que es el barrio, la comunidad, el pueblo, la
humanidad. Uno de ustedes me pidió distribuir un cuadernillo que contiene
un fragmento del capítulo cuarto de ese documento. Creo que se los van a
entregar a la salida. Va entonces con mi bendición. Allí hay algunos «consejos
útiles» para practicar el más importante de los mandamientos de Jesús.
En Amoris Laetitia
cito a un fallecido dirigente afroamericano, Martin Luther King, el cual volvía
a optar por el amor fraterno aun en medio de las peores persecuciones y
humillaciones. Quiero recordarlo hoy con ustedes, es decir: «Cuando te elevas
al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es
los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero
tratas de derrotar ese sistema […] Odio por odio sólo intensifica la existencia
del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te
devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se
llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien
debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es
la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal». Esto lo
dijo en 1957 (n. 118; Sermón en la iglesia Bautista de la Avenida Dexter,
Montgomery, Alabama, 17 de noviembre de 1957).
Les
agradezco nuevamente su trabajo y su presencia. Quiero pedirle a nuestro Padre
Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los defienda en
el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie y nos da
coraje para romper la cadena del odio: esa fuerza es la esperanza. Les pido por favor que
recen por mí y los que no pueden rezar, ya saben, piénsenme bien y mándenme
buena onda. Gracias.
Aula Pablo VI, sabado 5 de noviembre de 2016.
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