jueves, 16 de diciembre de 2021

EL MITO DE ACHICAR AL ESTADO.

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En América Latina, las derechas económicas han tenido éxito en convencer que los déficits presupuestarios deben solucionarse mediante la reducción del gasto público. Pero una economía social requiere incrementar los ingresos públicos, lo cual conlleva la necesidad de aumentar impuestos a los ricos y cobrar a los evasores. El estrangulamiento al Estado explica la imposibilidad de los gobiernos para atender reclamos urgentes y variados sobre rentas que permitan financiar medicinas, universidades, obras de infraestructura, actividades culturales, investigación, seguridad, etc. Si algo adicional han demostrado los “Panama Papers” (https://bit.ly/3dDuh45) así como los “Pandora Papers” (https://bit.ly/3IFQbBX) es que la región tiene unas elites económicas ricas, que controlan incluso el poder político y que son campeonas mundiales en esconder sus capitales en el exterior, eludir el pago de impuestos y, al mismo tiempo, quejarse y reclamar a los Estados que achiquen su tamaño, reduzcan o exoneren impuestos a sus clases empresariales y flexibilicen el trabajo para reducir “costos” que supuestamente impiden sus inversiones.

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EL MITO DE ACHICAR AL ESTADO.

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Juan Paz-y-Miño Cepeda, Historia y Presente

Jueves 16 de diciembre del 2021.

Existe una enorme diferencia de conceptualizaciones en América Latina sobre el papel del Estado en la economía, con respecto a lo que se formula y se sigue en los países del “primer mundo”.

Los EEUU, tanto como Canadá, así como los países de la Unión Europea, además Rusia, Japón, incluso los “tigres asiáticos” y, sin duda, China, tienen fuertes Estados, con enormes capacidades para controlar sus economías y varios para expandirlas e incursionar en las geoestrategias del mundo. Esos Estados poseen recursos gigantescos, varios sostienen ejércitos poderosos, realizan inversiones en obras públicas y servicios, financian la investigación científica y técnica, destinan dinero a la educación y a múltiples actividades de cultura (museos, cine, teatro, artes, etc), tienen medios de comunicación públicos, manejan empresas propias, algunos han llegado al espacio sideral.

A diferencia de los EEUU o Japón, con economías de libre empresa, los más importantes países europeos y el Canadá se distinguen por su economía social y entre los nórdicos de Europa se habla de “socialismo del siglo XXI”. En este tipo de economías se mantienen la seguridad social, la educación pública y la atención médica, como servicios universales y gratuitos, conquistados después de la II Guerra Mundial, cuando tomó auge el modelo de economía social de mercado con Estados de bienestar. En Europa, a fin de atender la recuperación económica a raíz de la pandemia del Coronavirus, se ha comenzado a hablar de “economía del nuevo bienestar”, con elevación de fondos presupuestarios, nuevas normas de protección a derechos laborales y conquistas sociales, incremento de salarios, ayudas a las empresas con diversos subsidios y también variados bonos para las familias, que implican enormes inversiones estatales. Hasta 2020, el gasto público en relación con el PIB era del 61.60% en Francia; y en los países europeos, en general, supera el 50%, en tanto en los EEUU es del 45.45%; pero es necesario el examen por países, a fin de advertir cuánta importancia dan a las inversiones en los servicios sociales antes señalados (https://bit.ly/3DJiNGE).

Los estudios académicos más serios sobre el rol del Estado en las economías mundiales coinciden en tres puntos clave: 1. Gracias a los Estados y no exclusivamente a las empresas privadas, los países del “primer mundo” lograron crecer y desarrollarse; 2. Sólo al llegar a cierto nivel de desarrollo, los Estados abrieron más campos al mercado libre y a las empresas privadas; 3. La desregulación estatal ha conducido, inevitablemente, al deterioro de los servicios públicos de carácter social (educación, medicina, seguridad social) y al desmejoramiento de las condiciones de vida y trabajo. En una “vieja” entrevista (2016), el economista coreano Ha-Joon Chang, especialista en economía del desarrollo, fue contundente en sostener que el simple crecimiento del PIB no implica mejoramiento social y que Corea, junto con los otros “tigres” asiáticos, no se desarrolló, como suele creerse, por el mercado libre y la empresa privada, sino gracias a la decisiva acción de los Estados (https://bit.ly/3DK01ix). También Mariana Mazzucato (ítalo-estadounidense) demostró, en El Estado emprendedor (2013), el papel de las inversiones públicas para la biotecnología, la inteligencia artificial o la telecomunicación, además de su rol regulador general; y en otra obra reciente: El valor de las cosas (2021), discute el mito de la exclusiva generación privada de valor. Y el norteamericano Joseph Stiglitz (Nobel de economía 2001), ha estudiado el papel del Estado en el desarrollo de los EEUU y cuestiona, en Capitalismo progresista (2020), cómo desde Ronald Reagan (1981-1989) esa nación dejó los logros del New Deal de la época de F.D. Roosevelt (1933-1945), perdiendo el camino hacia una economía social de bienestar, que afectó a los norteamericanos.




Existe una enorme diferencia de conceptualizaciones en América Latina sobre el papel del Estado en la economía, con respecto a lo que se formula y se sigue en los países del “primer mundo”. Sin embargo, la historia latinoamericana igualmente demuestra que solo cuando el Estado ha intervenido, regulado y promocionado la economía, se han producido adelantos, modernizaciones y mejoramientos en la calidad de vida y trabajo de la población. Durante el siglo XIX ese intervencionismo no es generalizado y el desarrollo dependió del sector privado, incapaz de producirlo porque estuvo constituido por una clase terrateniente oligárquica, comerciantes y banqueros especuladores, en condiciones precapitalistas. En el siglo XX el capitalismo es lento en la mayoría de países y despega desde mediados del siglo gracias a las políticas desarrollistas, que implicaron la promoción estatal de la industria y del empresariado moderno, que de otro modo no crecía. Una vez formada la burguesía contemporánea, durante las dos décadas finales del siglo y los inicios del nuevo milenio, bajo la era de la globalización, los condicionamientos del FMI y de la expansión de la ideología neoliberal, se lanzó al retiro y privatización de los Estados, un “modelo” que desestructuró antiguos logros sociales, afectó las condiciones de vida y trabajo y desfavoreció la industrialización. Ha-Joon Chang no ha dudado en señalar que Chile, convertido en el ejemplo exitoso del neoliberalismo latinoamericano, equivocó el camino, perjudicó su desarrollo y afectó a la sociedad. El primer ciclo de gobiernos progresistas durante los tres lustros iniciales del siglo XXI, que fue una reacción contra la hegemonía neoliberal, demostró, en cambio, el indudable mejoramiento social con la edificación de economías basadas en roles fundamentales del Estado, nuevamente golpeadas con la restauración de los modelos empresariales neoliberales en el último lustro, que hoy confrontan con cierta recuperación del camino social entre los gobiernos del segundo ciclo progresista. Esa confrontación se ilustra bien en Chile entre los dos candidatos que pasan al balotaje final del 19 de diciembre (2021): José Antonio Kast propone la economía neoliberal y Gabriel Boric una economía social de bienestar (https://bit.ly/3DO0Bvs).



La diferenciación conceptual sigue marcando la historia del presente.

En los países europeos que relanzan el nuevo bienestar, es prioridad la atención a la sociedad, mientras en la América Latina neoliberal se prioriza a las empresas. Entre los primeros, a nadie se le ocurre privatizar la educación, la atención médica universal o la seguridad social que atiende a todos, incluyendo a los empresarios. Sería inimaginable la exigencia de “achicamiento” de los Estados. El financiamiento proviene, sobre todo, de los altos impuestos; y si bien existen áreas privatizadas y concesionadas, además de gigantescas empresas privadas, los Estados no dejan de recibir fuertes regalías u otras ventajas. La presión fiscal (impuestos sobre rentas) no baja del 35% y en Dinamarca es del 47.4% (https://bit.ly/3oMuIz6). Desde luego, se vigila severamente la evasión. Italia cuenta con una Guardia di Finanza, escrupulosa fuerza policial-militar especializada en materia económica y financiera. Pero en América Latina es conocido que los ricos no quieren pagar impuestos. De acuerdo con la CEPAL, el 10% más rico posee el 71% de la riqueza y tributa solo el 5.4% de su renta (https://bbc.in/3IDtw9f), un promedio que esconde realidades como la de Ecuador, donde la evasión tributaria alcanza a 7.6 miles de millones de dólares, monto equivalente a los subsidios de combustibles entre 2015 y 2020 (https://bit.ly/30h4LOZ); 965 personas propietarias de Grupos Económicos (25 empresas en promedio) tienen ingresos superiores a 60 mil dólares mensuales (datos de 2019, https://bit.ly/3dGX9s5); y 214 de esos grupos apenas causaron impuestos equivalentes al 2.6% del total de sus ingresos (https://bit.ly/3DMzCRd).

En América Latina, las derechas económicas han tenido éxito en convencer que los déficits presupuestarios deben solucionarse mediante la reducción del gasto público. Pero una economía social requiere incrementar los ingresos públicos, lo cual conlleva la necesidad de aumentar impuestos a los ricos y cobrar a los evasores. El estrangulamiento al Estado explica la imposibilidad de los gobiernos para atender reclamos urgentes y variados sobre rentas que permitan financiar medicinas, universidades, obras de infraestructura, actividades culturales, investigación, seguridad, etc. Si algo adicional han demostrado los “Panama Papers” (https://bit.ly/3dDuh45) así como los “Pandora Papers” (https://bit.ly/3IFQbBX) es que la región tiene unas elites económicas ricas, que controlan incluso el poder político y que son campeonas mundiales en esconder sus capitales en el exterior, eludir el pago de impuestos y, al mismo tiempo, quejarse y reclamar a los Estados que achiquen su tamaño, reduzcan o exoneren impuestos a sus clases empresariales y flexibilicen el trabajo para reducir “costos” que supuestamente impiden sus inversiones.

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