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"La Mojana
sabrá pronto cuál de las dos visiones se impondrá en el gobierno de Gustavo Petro.
Está el lado que exige soluciones más rápidas
y necesita ver a los ingenieros militares frenar la inundación lo antes posible. Y está el lado que quisiera ver cambios
estructurales que no impliquen estar moviendo el río de un lado a otro sino
repensar el uso de los suelos y de las
aguas de toda la región. Cualquiera de los dos caminos,
en todo caso, quiere que un diluvio no destruya a todo un pueblo.
"Y mientras
tanto llueve sin parar en el país de Cien Años
de Soledad, aquella novela de García Márquez
en la que llovió cuatro años, once meses y dos días. Ante esa tormenta
Macondo quedó
en ruinas, la compañía bananera se fue del pueblo, las calles quedaron
empantanadas, los muebles de las
casas despedazados, y de los animales solo quedaron los esqueletos. La piel de
los habitantes se volvió verde y Aureliano Segundo pensó que en
Macondo todos “estaban esperando que
escampara para morirse”. Los habitantes de La Mojana esperan un mejor final. Porque hasta en Macondo, un día, también escampó.
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AMERICA.
COLOMBIA. MACONDO INUNDADO:
el
pueblo donde nunca deja de llover. Cambio Climático.
*****
Los pueblos de La Mojana, en el caribe colombiano,
son el epicentro de la emergencia invernal en Colombia y un reto de Petro para
enfrentar las inundaciones causadas por el cambio climático, es el verdadero
DESASTRE HUMANO.
Por Camila Osorio. Periodista.
El País. Desde Sucre martes 22 de
noviembre del 2022. Colombia
“Bienvenidos
al país de las aguas”, dice Isidro Álvarez,
ambientalista, profesor de bachillerato y guía
turístico, un hombre de 49 años que lleva toda
su vida viviendo en el pequeño municipio rural llamado
Sucre, del departamento de Sucre, que
algunos llaman “La Venecia del Caribe”. Álvarez
viste unas largas botas de caucho negras en el casco urbano donde las calles
están inundadas y al que solo se puede llegar en chalupa—un pequeño bote de motor.
“Si
llueve mucho en todo el país, nosotros somos los más frágiles, nos ‘enbuchamos’
todo el agua”, dice mientras camina con charcos hasta sus tobillos. Y este año
ha llovido mucho, más que en los últimos 40 años,
de acuerdo al presidente Gustavo Petro.
Sucre es uno de 11
municipios que conforman La Mojana, una zona
que se ha convertido en epicentro de atención para
atender las inundaciones derivadas de la temporada de
lluvias. En esa zona confluyen 3 grandes ríos del país—el Magdalena, el San
Jorge y el Cauca—y por eso siempre ha sido una zona de inundaciones. Pero estas se han vuelto más dramáticas, no solo por las lluvias
extremas, sino por el espacio
reducido que tienen los ríos para
fluir, una reducción causada por varias intervenciones humanas de más de un siglo. Hay dos visiones opuestas para
solucionar el problema de La Mojana, y
la de Álvarez es una de ellas.
“No debemos intentar gobernar el agua, debemos intentar armonizarnos con el agua”, dice este activista y cofundador de una fundación llamada Pata de Agua. No quiere más ingeniería de diques, muros, o lo que llama “tecnología gris”. Quiere buscar otras salidas, quizás más lentas para adaptarse al cambio climático, pero más respetuosas con el poderoso cauce de los ríos.
Los turistas
van todas las semanas a visitar a Álvarez porque
su pueblo también fue donde vivió el padre de Gabriel
García Márquez, un lugar que inspiró libros del Nobel como El
Coronel No Tiene quien le Escriba y La Mala Hora,
y donde Gabo conoció a su esposa, Mercedes Barcha. “Esta es la
Casa de Santiago Nassar”, dice Álvarez señalando la placa de una vieja estructura en el centro del pueblo, como si el protagonista
de Crónica de una Muerte Anunciada hubiera
salido del libro para intentar salvar
allí su vida (su verdadero nombre era Cayetano Gentile,
y fue asesinado por las mismas razones
que Nassar).
El municipio
hoy parece salido de la ficción, pero
no porque los personajes de Gabo
vivieran allí: los
niños van a la escuela con el agua
en las rodillas, las familias hacen mercado en canoa, los hombres construyen ‘tambos’
en sus casas (altas
estructuras de madera) para dormir
en un espacio seco cuando la casa se inunda.
Álvarez,
sentado
en un viejo bar que inspiró el cuento En Este
Pueblo No hay Ladrones, dice que una
zona como La Mojana siempre ha convivido con las
subidas y bajadas del agua: desde épocas precoloniales, cuando dominaban allí los Panzenúes, los indígenas crearon un sistema
hidráulico de canales y caños naturales que hoy se honra en Colombia dibujado en los billetes de
20.000 pesos. “Se dice que lo diseñaron
mirando la forma de las espinas de los pescados”, cuenta este profesor de voz pausada que se considera
miembro de una cultura anfibia.
Pero desde principios del siglo XX La Mojana construyó otros sistemas de ingeniería que tuvieron menos en cuenta el sube y baja de los ríos. Más bien se construyeron retando al agua a un duelo, dice Álvarez: muros de contención, diques, o centros poblados donde iban obviamente a inundarse los hogares. El profesor se sube entonces en una canoa roja hacia a dos barrios, casas construidas por el gobierno, al lado de una ciénaga, donde subió el agua hasta dos metros de alto en esta temporada de lluvias. “No se les ocurrió que este es el peor lugar para construir”, dice. Un perro rubio nada entre las aguas junto a la canoa, otro blanco lo observa ansioso batiendo su cola desde un balcón. Hay demasiada agua entre los dos para salir a jugar.
Desde que
nació, Álvarez ha vivido inundaciones en 1975,
1984, 1988, 1991, 1996, 2001 y 2010. “La del 2010 fue
la peor, es la única vez en la que recuerdo que la gente empezó a hablar de salir del pueblo a albergues, pensé que el pueblo se iba a
quedar solo”, cuenta. Pero por más agua que haya, él no está dispuesto
a reubicarse, como el gobierno Petro lo ha
propuesto.
Sucre ha resistido
la tempestad, pero el problema de fondo no ha desaparecido. La Mojana es un ejemplo de cómo las consecuencias del cambio climático, como las lluvias extremas,
se agravan por la forma como las sociedades
modernas han tratado a los ríos en
los que fluye esa lluvia. “El río no está loco, los locos somos nosotros que
tenemos al río alborotado”, dice Álvarez. Los culpables, para él, son varios
Primero está
la minería en el municipio de Caucasia, antes de llegar a la Mojana, que lanza toneladas de tierra, cianuro y mercurio al río Nechí, un afluente del río Cauca.
Todo termina en el fondo del río, dándole menos
espacio al agua para seguir su curso histórico. Luego está la ganadería, que a
través de la deforestación tumbó árboles para absorber el agua o crear barreras naturales. Y luego está la agricultura
extensiva, que también erosionó
suelos y contribuyó a la sedimentación en los ríos.
La situación se agravó en agosto del año pasado cuando el río Cauca, sin poder seguir su curso normal, se desbordó rompiendo una zona al sur de la Mojana llamada Cara e’ Gato e inundó los 11 municipios. “El río se estaba defendiendo, estaba buscando por donde salir”, dice Álvarez.
El gobierno
de Iván Duque arrancó entonces la construcción de un muro de contención para
cerrar Cara e’ Gato, la “tecnología gris”, que costaría unos
$1.4 billones de pesos y a la que no solo se ha opuesto Álvarez sino el nuevo
gobierno. “La peor manera de manejar el desastre climático es encarcelar los
ríos”, dijo entonces Petro,
cuando aún era senador.
“Hay
que desarrollar la cultura anfibia del Caribe pisoteada por la ganadería
extensiva”, añadió. En un debate en el Congreso, la Ministra de Medio
Ambiente, Susana Muhamad, reforzó esa
idea: “Buscar secar La Mojana es una
ingenuidad, lo que necesitamos es darle espacio al agua y que la gente tenga
donde vivir en lugares seguros”.
El argumento
central es que un muro no soluciona los problemas que tiene La Mojana y eventualmente, por la fuerza del río
Cauca, se puede romper y el drama continuará. Javier Pava, director de la Unidad Nacional
para la Gestión del Riesgo de Desastres, dijo a EL PAÍS que el gobierno quiere volver a revisar los
estudios para ese muro de contención y
también los de un proyecto CONPES (del
gobierno Duque, que tenía asignado
1.8 billones de pesos) para construir otras obras de infraestructura en el
margen izquierdo del río Cauca.
“Porque
yo construyo un muro y el día de mañana el río sigue creciendo, y entonces
tengo que subir el muro más alto, pero al final, se vuelve un tema de riesgo
para las poblaciones y no queremos construir una falsa seguridad”, dice Pava. Proteger los humedales de la zona, y el
cauce del río, añade, también debe ser una prioridad. Mientras encuentran una
solución estructural, el gobierno ha priorizado las ayudas
humanitarias, subsidios a agricultores, y
alianzas con ollas comunitarias para que los damnificados tengan comida.
Álvarez, mirando el
atardecer sobre los espejos de agua de la ciénaga,
reconoce que no es ingeniero y que no sabe bien cómo se podría construir un nuevo sistema hidráulico en el que el agua y los
ciudadanos puedan vivir en armonía como los Panzenúes hace miles
de año.
“Quizás hay que recuperar barreras verdes y azules (árboles o caños)”, dice. “Pero no muros. Nosotros ya le hemos tapado al río sus rutas naturales, tenemos que intentar otra cosa”.
La emergencia no tiene paciencia
“Si no hacemos algo ya, La Mojana va a
desaparecer, pueblos como Sucre van a desaparecer”,
dice alarmado Marco
Tulio Uribe, un empresario
ganadero, agricultor, y líder de un grupo que ha presionado al gobierno para que cierre, lo antes posible, Cara e’ Gato.
Uribe es ingeniero civil, heredero
de cuatro generaciones de agricultores
en la zona, y representa la visión opuesta a la de Álvarez.
“El gobierno anda diciendo
que no sirven los diques cuando, hombre, son
soluciones que se han implementado a lo largo y ancho del mundo”, añade.
Uribe habla dentro en su camioneta blanca,
más al sur de Sucre, en la única carretera en la
zona que conecta los municipios de Majagual y San Marcos, una vía donde cientos de campesinos jornaleros, que perdieron sus casas en las
inundaciones, han vivido por meses
en cambuches de plástico.
“Me fui de mi casa cuando el
agua me llegó por encima de la altura de las botas”, dice un jornalero de 78 años allí, José Miguel Arrieta, del
corregimiento de La Sierpe. Añade que la gente
se baña en los mismos sitios donde botan sus desechos, y un amigo le dice que
ha notado más niños con hongos en la piel por el
agua estancada. ¿Qué quieren? “Que el gobierno cierre Cara e’ Gato”, responden
los dos.
“El gobierno anda diciendo
que hay gente que no está de acuerdo con las obras y
eso es mentira; el gobierno anda diciendo que esta es una zona de
humedales que se ha secado, y eso también es mentira”, dice el empresario
Uribe, enfático, mientras el auto se detiene para observar enormes sacos blancos
que pesan toneladas y que, en un lugar llamado “el
Canal del Cura”, taparon una antigua ruta artificial del río Cauca. Una
solución de ingeniería que Uribe muestra como ejemplo de éxito.
Cuando se regresa a la historia de La
Mojana, este empresario no empieza por los Panzenués sino
por la llegada de Colón y los españoles al Caribe, que vieron en esta zona el
espacio ideal para transitar hacia al interior del país por los ríos.
Concuerda con que la minería de Caucasia, desde principios 1910, ha
estado tirando toneladas de sedimentos
que redujeron el flujo del Cauca.
“Claro que hay que aceptar
que el río ya no tiene la misma profundidad y que ha estado dejando acá cianuro y desechos industriales” dice mientras
contempla la rapidez con la que se mueve el río. A la
ganadería y a la agricultura extensiva de la región, en cambio, no las
considera una amenaza para la sostenibilidad de la zona.
“La gran preocupación nuestra es la desinformación que hay a alto nivel, como la Senadora Isabel Zuleta, supuestamente ambientalista, que dice que al río Cauca no hay que encerrarlo”, dice Uribe molesto. “Ella no dice que hay que reconstruirlo a su versión de 1910, por ejemplo, con programas de dragado”.
Uribe no entiende
la región como la de una cultura anfibia, como sí
lo hace Álvarez. “Esta zona, que sería la Alta
Mojana, no se inundaba así”, insiste. Ni la ve como una zona que privilegió a los
ganaderos por encima de los jornaleros, como dice el presidente Petro. Uribe maneja su
camioneta hacia la casa del ganadero Darinel Monterrosa,
un empresario de 54 años con una finca la mitad de la carretera. Este año Monterrosa no ha podido sembrar arroz, sandía, ni melón, y calcula que unas 68 de sus vacas han
muerto porque viven con el agua entre las patas.
Mientras habla, el cadáver de una de
esas vacas está siendo devorado por una decena de chulos.
“Yo
solía sacar 300 litros de leche al día, ahora solo estoy sacando unos 20; la
mayoría de mis animales están muertos”,
dice Monterrosa. Aún así, como otros
campesinos en la zona, no quiere
reubicarse, quiere que el gobierno cierre Cara e’ Gato.
Su amigo, Marco Tulio Uribe, como Álvarez,
dice que nadie en la zona está dispuesto
a moverse. “Hablan de mover a la gente pero, ¿entonces vamos a terminar
reubicando a toda Colombia por las lluvias y nos vamos a ir a vivir a Marte con
Elon Musk?”, dice enojado.
El miércoles
pasado los ganaderos y otros gremios agricultores estaban listos para ejecutar un paro, en tres
puntos de la Troncal del Caribe, y Uribe
calculaba que habían organizado a unas 3.000 personas para protestar. Ante la presión,
el gobierno buscó una reunión de última hora y, en menos de 24 horas,
llegaron a un tímido
pacto con el Comité del Paro. Las
partes acordaron que un grupo de
ingenieros militares estudiará la zona para, en un mes, dar una solución sobre Cara e’ Gato. También acordaron
que el gobierno
revisará el CONPES para repensar cómo proteger a la población de las
inundaciones. Antes de que se acabe
el año, los funcionarios deben ofrecer una
nueva hoja de ruta para proteger a los damnificados,
a los empresarios, y a los humedales.
“El
paro no se canceló, sino que se suspendió”, dice Uribe. “Yo creo que el gobierno
se dio cuenta que esto no era mamadera de gallo, que no pueden
tener esa actitud ante semejante tragedia, y ahora toca ver qué soluciones
traen para Cara e’ Gato y qué ajustes quieren
hacer al CONPES”.
La Mojana
sabrá pronto cuál de las dos visiones se impondrá en el gobierno de Gustavo Petro.
Está el lado que exige soluciones más rápidas
y necesita ver a los ingenieros militares frenar la inundación lo antes posible. Y está el lado que quisiera ver cambios
estructurales que no impliquen estar moviendo el río de un lado a otro sino
repensar el uso de los suelos y de las
aguas de toda la región. Cualquiera de los dos caminos,
en todo caso, quiere que un diluvio no destruya a todo un pueblo.
Y mientras
tanto llueve sin parar en el país de Cien Años
de Soledad, aquella novela de García Márquez
en la que llovió cuatro años, once meses y dos días. Ante esa tormenta
Macondo quedó
en ruinas, la compañía bananera se fue del pueblo, las calles quedaron
empantanadas, los muebles de las
casas despedazados, y de los animales solo quedaron los esqueletos. La piel de
los habitantes se volvió verde y Aureliano Segundo pensó que en
Macondo todos “estaban esperando que
escampara para morirse”. Los habitantes de La Mojana esperan un mejor final. Porque hasta en Macondo, un día, también escampó.
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