sábado, 26 de noviembre de 2022

AMERICA. COLOMBIA. MACONDO INUNDADO: el pueblo donde nunca deja de llover. Cambio Climático.

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"La Mojana sabrá pronto cuál de las dos visiones se impondrá en el gobierno de Gustavo Petro. Está el lado que exige soluciones más rápidas y necesita ver a los ingenieros militares frenar la inundación lo antes posible. Y está el lado que quisiera ver cambios estructurales que no impliquen estar moviendo el río de un lado a otro sino repensar el uso de los suelos y de las aguas de toda la región. Cualquiera de los dos caminos, en todo caso, quiere que un diluvio no destruya a todo un pueblo.

"Y mientras tanto llueve sin parar en el país de Cien Años de Soledad, aquella novela de García Márquez en la que llovió cuatro años, once meses y dos días. Ante esa tormenta Macondo quedó en ruinas, la compañía bananera se fue del pueblo, las calles quedaron empantanadas, los muebles de las casas despedazados, y de los animales solo quedaron los esqueletos. La piel de los habitantes se volvió verde y Aureliano Segundo pensó que en Macondo todos “estaban esperando que escampara para morirse”. Los habitantes de La Mojana esperan un mejor final. Porque hasta en Macondo, un día, también escampó.

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AMERICA. COLOMBIA. MACONDO INUNDADO:

el pueblo donde nunca deja de llover. Cambio Climático.

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Los pueblos de La Mojana, en el caribe colombiano, son el epicentro de la emergencia invernal en Colombia y un reto de Petro para enfrentar las inundaciones causadas por el cambio climático, es el verdadero DESASTRE HUMANO.

Por Camila Osorio. Periodista.

El País. Desde Sucre martes 22 de noviembre del 2022. Colombia

“Bienvenidos al país de las aguas”, dice Isidro Álvarez, ambientalista, profesor de bachillerato y guía turístico, un hombre de 49 años que lleva toda su vida viviendo en el pequeño municipio rural llamado Sucre, del departamento de Sucre, que algunos llaman “La Venecia del Caribe”. Álvarez viste unas largas botas de caucho negras en el casco urbano donde las calles están inundadas y al que solo se puede llegar en chalupa—un pequeño bote de motor.

“Si llueve mucho en todo el país, nosotros somos los más frágiles, nos ‘enbuchamos’ todo el agua”, dice mientras camina con charcos hasta sus tobillos. Y este año ha llovido mucho, más que en los últimos 40 años, de acuerdo al presidente Gustavo Petro.

Sucre es uno de 11 municipios que conforman La Mojana, una zona que se ha convertido en epicentro de atención para atender las inundaciones derivadas de la temporada de lluvias. En esa zona confluyen 3 grandes ríos del país—el Magdalena, el San Jorge y el Cauca—y por eso siempre ha sido una zona de inundaciones. Pero estas se han vuelto más dramáticas, no solo por las lluvias extremas, sino por el espacio reducido que tienen los ríos para fluir, una reducción causada por varias intervenciones humanas de más de un siglo. Hay dos visiones opuestas para solucionar el problema de La Mojana, y la de Álvarez es una de ellas.

“No debemos intentar gobernar el agua, debemos intentar armonizarnos con el agua”, dice este activista y cofundador de una fundación llamada Pata de Agua. No quiere más ingeniería de diques, muros, o lo que llama “tecnología gris”. Quiere buscar otras salidas, quizás más lentas para adaptarse al cambio climático, pero más respetuosas con el poderoso cauce de los ríos.



Los turistas van todas las semanas a visitar a Álvarez porque su pueblo también fue donde vivió el padre de Gabriel García Márquez, un lugar que inspiró libros del Nobel como El Coronel No Tiene quien le Escriba y La Mala Hora, y donde Gabo conoció a su esposa, Mercedes Barcha. “Esta es la Casa de Santiago Nassar”, dice Álvarez señalando la placa de una vieja estructura en el centro del pueblo, como si el protagonista de Crónica de una Muerte Anunciada hubiera salido del libro para intentar salvar allí su vida (su verdadero nombre era Cayetano Gentile, y fue asesinado por las mismas razones que Nassar).

El municipio hoy parece salido de la ficción, pero no porque los personajes de Gabo vivieran allí: los niños van a la escuela con el agua en las rodillas, las familias hacen mercado en canoa, los hombres construyen ‘tambos’ en sus casas (altas estructuras de madera) para dormir en un espacio seco cuando la casa se inunda.

Álvarez, sentado en un viejo bar que inspiró el cuento En Este Pueblo No hay Ladrones, dice que una zona como La Mojana siempre ha convivido con las subidas y bajadas del agua: desde épocas precoloniales, cuando dominaban allí los Panzenúes, los indígenas crearon un sistema hidráulico de canales y caños naturales que hoy se honra en Colombia dibujado en los billetes de 20.000 pesos. “Se dice que lo diseñaron mirando la forma de las espinas de los pescados”, cuenta este profesor de voz pausada que se considera miembro de una cultura anfibia.

Pero desde principios del siglo XX La Mojana construyó otros sistemas de ingeniería que tuvieron menos en cuenta el sube y baja de los ríos. Más bien se construyeron retando al agua a un duelo, dice Álvarez: muros de contención, diques, o centros poblados donde iban obviamente a inundarse los hogares. El profesor se sube entonces en una canoa roja hacia a dos barrios, casas construidas por el gobierno, al lado de una ciénaga, donde subió el agua hasta dos metros de alto en esta temporada de lluvias. “No se les ocurrió que este es el peor lugar para construir”, dice. Un perro rubio nada entre las aguas junto a la canoa, otro blanco lo observa ansioso batiendo su cola desde un balcón. Hay demasiada agua entre los dos para salir a jugar.



Desde que nació, Álvarez ha vivido inundaciones en 1975, 1984, 1988, 1991, 1996, 2001 y 2010. “La del 2010 fue la peor, es la única vez en la que recuerdo que la gente empezó a hablar de salir del pueblo a albergues, pensé que el pueblo se iba a quedar solo”, cuenta. Pero por más agua que haya, él no está dispuesto a reubicarse, como el gobierno Petro lo ha propuesto.

Sucre ha resistido la tempestad, pero el problema de fondo no ha desaparecido. La Mojana es un ejemplo de cómo las consecuencias del cambio climático, como las lluvias extremas, se agravan por la forma como las sociedades modernas han tratado a los ríos en los que fluye esa lluvia. “El río no está loco, los locos somos nosotros que tenemos al río alborotado”, dice Álvarez. Los culpables, para él, son varios

Primero está la minería en el municipio de Caucasia, antes de llegar a la Mojana, que lanza toneladas de tierra, cianuro y mercurio al río Nechí, un afluente del río Cauca. Todo termina en el fondo del río, dándole menos espacio al agua para seguir su curso histórico. Luego está la ganadería, que a través de la deforestación tumbó árboles para absorber el agua o crear barreras naturales. Y luego está la agricultura extensiva, que también erosionó suelos y contribuyó a la sedimentación en los ríos.

La situación se agravó en agosto del año pasado cuando el río Cauca, sin poder seguir su curso normal, se desbordó rompiendo una zona al sur de la Mojana llamada Cara e’ Gato e inundó los 11 municipios. “El río se estaba defendiendo, estaba buscando por donde salir”, dice Álvarez.



El gobierno de Iván Duque arrancó entonces la construcción de un muro de contención para cerrar Cara e’ Gato, la “tecnología gris”, que costaría unos $1.4 billones de pesos y a la que no solo se ha opuesto Álvarez sino el nuevo gobierno. “La peor manera de manejar el desastre climático es encarcelar los ríos”, dijo entonces Petro, cuando aún era senador.

“Hay que desarrollar la cultura anfibia del Caribe pisoteada por la ganadería extensiva”, añadió. En un debate en el Congreso, la Ministra de Medio Ambiente, Susana Muhamad, reforzó esa idea: “Buscar secar La Mojana es una ingenuidad, lo que necesitamos es darle espacio al agua y que la gente tenga donde vivir en lugares seguros”.

El argumento central es que un muro no soluciona los problemas que tiene La Mojana y eventualmente, por la fuerza del río Cauca, se puede romper y el drama continuará. Javier Pava, director de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, dijo a EL PAÍS que el gobierno quiere volver a revisar los estudios para ese muro de contención y también los de un proyecto CONPES (del gobierno Duque, que tenía asignado 1.8 billones de pesos) para construir otras obras de infraestructura en el margen izquierdo del río Cauca.

“Porque yo construyo un muro y el día de mañana el río sigue creciendo, y entonces tengo que subir el muro más alto, pero al final, se vuelve un tema de riesgo para las poblaciones y no queremos construir una falsa seguridad”, dice Pava. Proteger los humedales de la zona, y el cauce del río, añade, también debe ser una prioridad. Mientras encuentran una solución estructural, el gobierno ha priorizado las ayudas humanitarias, subsidios a agricultores, y alianzas con ollas comunitarias para que los damnificados tengan comida.

Álvarez, mirando el atardecer sobre los espejos de agua de la ciénaga, reconoce que no es ingeniero y que no sabe bien cómo se podría construir un nuevo sistema hidráulico en el que el agua y los ciudadanos puedan vivir en armonía como los Panzenúes hace miles de año.

“Quizás hay que recuperar barreras verdes y azules (árboles o caños)”, dice. “Pero no muros. Nosotros ya le hemos tapado al río sus rutas naturales, tenemos que intentar otra cosa”.



La emergencia no tiene paciencia

“Si no hacemos algo ya, La Mojana va a desaparecer, pueblos como Sucre van a desaparecer”, dice alarmado Marco Tulio Uribe, un empresario ganadero, agricultor, y líder de un grupo que ha presionado al gobierno para que cierre, lo antes posible, Cara e’ Gato. Uribe es ingeniero civil, heredero de cuatro generaciones de agricultores en la zona, y representa la visión opuesta a la de Álvarez.

“El gobierno anda diciendo que no sirven los diques cuando, hombre, son soluciones que se han implementado a lo largo y ancho del mundo”, añade.

Uribe habla dentro en su camioneta blanca, más al sur de Sucre, en la única carretera en la zona que conecta los municipios de Majagual y San Marcos, una vía donde cientos de campesinos jornaleros, que perdieron sus casas en las inundaciones, han vivido por meses en cambuches de plástico.

“Me fui de mi casa cuando el agua me llegó por encima de la altura de las botas”, dice un jornalero de 78 años allí, José Miguel Arrieta, del corregimiento de La Sierpe. Añade que la gente se baña en los mismos sitios donde botan sus desechos, y un amigo le dice que ha notado más niños con hongos en la piel por el agua estancada. ¿Qué quieren? “Que el gobierno cierre Cara e’ Gato”, responden los dos.

“El gobierno anda diciendo que hay gente que no está de acuerdo con las obras y eso es mentira; el gobierno anda diciendo que esta es una zona de humedales que se ha secado, y eso también es mentira”, dice el empresario Uribe, enfático, mientras el auto se detiene para observar enormes sacos blancos que pesan toneladas y que, en un lugar llamado “el Canal del Cura”, taparon una antigua ruta artificial del río Cauca. Una solución de ingeniería que Uribe muestra como ejemplo de éxito.

Cuando se regresa a la historia de La Mojana, este empresario no empieza por los Panzenués sino por la llegada de Colón y los españoles al Caribe, que vieron en esta zona el espacio ideal para transitar hacia al interior del país por los ríos. Concuerda con que la minería de Caucasia, desde principios 1910, ha estado tirando toneladas de sedimentos que redujeron el flujo del Cauca.

“Claro que hay que aceptar que el río ya no tiene la misma profundidad y que ha estado dejando acá cianuro y desechos industriales” dice mientras contempla la rapidez con la que se mueve el río. A la ganadería y a la agricultura extensiva de la región, en cambio, no las considera una amenaza para la sostenibilidad de la zona.

“La gran preocupación nuestra es la desinformación que hay a alto nivel, como la Senadora Isabel Zuleta, supuestamente ambientalista, que dice que al río Cauca no hay que encerrarlo”, dice Uribe molesto. “Ella no dice que hay que reconstruirlo a su versión de 1910, por ejemplo, con programas de dragado”.



Uribe no entiende la región como la de una cultura anfibia, como sí lo hace Álvarez. “Esta zona, que sería la Alta Mojana, no se inundaba así”, insiste. Ni la ve como una zona que privilegió a los ganaderos por encima de los jornaleros, como dice el presidente Petro. Uribe maneja su camioneta hacia la casa del ganadero Darinel Monterrosa, un empresario de 54 años con una finca la mitad de la carretera. Este año Monterrosa no ha podido sembrar arroz, sandía, ni melón, y calcula que unas 68 de sus vacas han muerto porque viven con el agua entre las patas. Mientras habla, el cadáver de una de esas vacas está siendo devorado por una decena de chulos.

“Yo solía sacar 300 litros de leche al día, ahora solo estoy sacando unos 20; la mayoría de mis animales están muertos”, dice Monterrosa. Aún así, como otros campesinos en la zona, no quiere reubicarse, quiere que el gobierno cierre Cara e’ Gato. Su amigo, Marco Tulio Uribe, como Álvarez, dice que nadie en la zona está dispuesto a moverse. “Hablan de mover a la gente pero, ¿entonces vamos a terminar reubicando a toda Colombia por las lluvias y nos vamos a ir a vivir a Marte con Elon Musk?”, dice enojado.

El miércoles pasado los ganaderos y otros gremios agricultores estaban listos para ejecutar un paro, en tres puntos de la Troncal del Caribe, y Uribe calculaba que habían organizado a unas 3.000 personas para protestar. Ante la presión, el gobierno buscó una reunión de última hora y, en menos de 24 horas, llegaron a un tímido pacto con el Comité del Paro. Las partes acordaron que un grupo de ingenieros militares estudiará la zona para, en un mes, dar una solución sobre Cara e’ Gato. También acordaron que el gobierno revisará el CONPES para repensar cómo proteger a la población de las inundaciones. Antes de que se acabe el año, los funcionarios deben ofrecer una nueva hoja de ruta para proteger a los damnificados, a los empresarios, y a los humedales.

“El paro no se canceló, sino que se suspendió”, dice Uribe. “Yo creo que el gobierno se dio cuenta que esto no era mamadera de gallo, que no pueden tener esa actitud ante semejante tragedia, y ahora toca ver qué soluciones traen para Cara e’ Gato y qué ajustes quieren hacer al CONPES”.

La Mojana sabrá pronto cuál de las dos visiones se impondrá en el gobierno de Gustavo Petro. Está el lado que exige soluciones más rápidas y necesita ver a los ingenieros militares frenar la inundación lo antes posible. Y está el lado que quisiera ver cambios estructurales que no impliquen estar moviendo el río de un lado a otro sino repensar el uso de los suelos y de las aguas de toda la región. Cualquiera de los dos caminos, en todo caso, quiere que un diluvio no destruya a todo un pueblo.

Y mientras tanto llueve sin parar en el país de Cien Años de Soledad, aquella novela de García Márquez en la que llovió cuatro años, once meses y dos días. Ante esa tormenta Macondo quedó en ruinas, la compañía bananera se fue del pueblo, las calles quedaron empantanadas, los muebles de las casas despedazados, y de los animales solo quedaron los esqueletos. La piel de los habitantes se volvió verde y Aureliano Segundo pensó que en Macondo todos “estaban esperando que escampara para morirse”. Los habitantes de La Mojana esperan un mejor final. Porque hasta en Macondo, un día, también escampó.

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