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"El
modelo de capitalismo salvaje,
eufemísticamente llamado “neoliberal”,
que se impuso a capa y espada en las
últimas décadas del pasado siglo (“No hay alternativa”, dijo la Dama
de hierro, la británica Margaret
Tatcher: o
capitalismo ¡o capitalismo!) trajo consigo el dominio absoluto del capital financiero sobre el proceso productivo. Hoy día son los capitales globales que se
mueven de un paraíso fiscal a otro sin ninguna
regulación los que marcan el ritmo del sistema. Si a eso se les opone la perspectiva de un nuevo polo de
poder como China y Rusia –con planteos que no trascienden el capitalismo, pero que abren una multipolaridad inexistente
en la actualidad, manejada autoritariamente
por Washington– se establece la posibilidad
de una guerra entre gigantes,
que podría ser atómica y devastadora
para la humanidad.
Por eso, ahí está Ucrania como campo de batalla, poniendo los muertos. Y en cualquier momento podría ser Taiwán.
"En su proceso de expansión ese capitalismo neoliberal, básicamente de cuño occidental (estadounidense y europeo) provoca una disputa por la tierra y los recursos naturales entre las grandes corporaciones que dominan esa expansión, por un lado, y comunidades y pueblos que obtienen de ella los bienes necesarios para su existencia, por otro. De ahí que esa contradicción capital-naturaleza se evidencia en la lucha de pueblos originarios que defienden sus territorios ancestrales contra empresas multinacionales extractivistas que invaden sin miramientos destruyendo todo a su paso (compañías petroleras, mineras, monocultivo extensivo destinado a biocombustibles robando tierras cultivadas con alimentos, desvío de ríos para empresas hidroeléctricas generadoras de electricidad). Solo para graficarlo: para la obtención de un galón de biocombustible (utilizado en los países capitalistas del Norte próspero), hecho a base de azúcar, maíz o palma aceitera, se necesitan 2.000 litros de agua (robada a los empobrecidos del Sur). Y para producir eso, se sacrifican tierras destinadas a generar alimentos, por lo que esa gente con hambre marchará hacia el Norte en forma desesperada, creándose así un círculo vicioso sin salida en los marcos del capitalismo".
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COP
27: SIGUE EL BLA, BLA, BLA.
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Por Marcelo Colussi | 18/11/2022 | Opinión
Fuentes: Rebelión
viernes 18 de noviembre del 2022.
¡No
hay cambio climático! Hay desastre ecológico causado
por el modelo capitalista
En estos días
se reúne en el lujoso balneario de Sharm el-Sheikh, junto al Mar Rojo, Egipto,
la vigésimo-séptima Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio
Climático de 2022, comúnmente conocida como COP 27. Seguramente saldrán de allí conclusiones y recomendaciones “políticamente correctas”, pero sin
resultado efectivo en la práctica. ¿Por qué? Porque quienes realmente dirigen el mundo
–que no son unos cuantos funcionarios muy bien pagados de
organismos internacionales– no tienen
intención de modificar el actual modelo de acumulación capitalista, y por
tanto de producción y consumo. O,
dicho de otro modo, no tienen la más
mínima intención de perder un centavo. Si para ello hay que sacrificar al planeta…, parece
que no hay
alternativas. Los remiendos
de estos cónclaves pueden ayudar,
quizá, a lavar conciencias, pero no
a impedir que esos capitales sigan lucrando
en forma desorbitante, sin importarles a qué costo. Explotan a la clase
trabajadora y al planeta Tierra: la primera es inagotable; el
segundo, no.
El problema
no está en un “cambio climático”,
presentado como un fenómeno natural,
sino en el
modelo económico-social vigente. No está de más recordar que ahora, en el 2022, se conmemoran
los 50 años de aparecido un informe que marcó una alarma para el capitalismo dominante: “Los límites del crecimiento”. El texto, realizado por un grupo de 17 científicos coordinados
por Donella Meadows, Dennis Meadows y
Jørgen Randers, fue el producto de
un encargo hecho por el Club de Roma al Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT,
por sus siglas en inglés). Las
conclusiones alarmaron, porque demostraban la inviabilidad del capitalismo a largo plazo, la imposibilidad de
continuar con un modelo de consumo tan
fabuloso que termina depredando al planeta que habitamos,
convirtiéndolo así en inhabitable. Ese informe, “escandaloso” para el establishment, trató de ser neutralizado. Las observaciones de los estudiosos
marcaban claramente que, de seguirse ese curso
desbocado de producción y consumo, en no más de un siglo la humanidad se encontraría en una situación catastrófica, probablemente
sin posibilidad de retorno.
El sistema, que siguió produciendo y consumiendo desaforadamente, fue encontrando soluciones parciales, parches, oxígeno para respirar un poco más, pero no tocó –ni parece que fuera a tocar– los cimientos mismos que son los verdaderos causantes del desastre ecológico que vivimos. Convenciones como la que ahora está teniendo lugar (¡es la número 27!) no van a las causas estructurales. Como dijo un dirigente comunitario de Centroamérica en relación a la cooperación internacional –comparación válida, salvando las distancias, con estas cumbres–: “rasca donde no pica”. Tal como se ha dicho: son paños de agua fría, “soluciones tibias para problemas candentes”.
No hay ningún
“cambio climático”. En estos momentos
se ha popularizado esa expresión
para referirse a lo que está sucediendo
con nuestro
planeta y sus tremendas modificaciones ecológicas. Esa manera de mencionar lo que está en juego es un distractor y artero eufemismo para no decir claramente lo que hay que
decir. No hay
“cambio” del clima, como si eso fuera simplemente una modificación natural, espontánea,
de factores meteorológicos, como si
se tratase del paso de una era geológica
a otra. Hay, en
todo caso, una situación que recuerda lo
que pasó hace 65 millones de años con
la caída de un meteorito en lo que
hoy es Chicxulub,
península de Yucatán, México, provocando la desaparición del 75% de toda forma viva
(animal y vegetal) de aquel
entonces, incluidos los dinosaurios que utilizamos en forma de petróleo: ¡hay una espectacular transformación repentina
de la ecología! En aquella época, producto de un incidente
natural; en la actualidad,
producto de un modo
de producción, de un modelo de sociedad que a todas luces se muestra inviable,
insostenible.
La creciente
falta de agua dulce que vivimos, la degradación
de los suelos, los químicos tóxicos
que inundan el planeta, la desertificación que no cesa, el calentamiento global con consecuencias fatales como el derretimiento de los hielos polares y
los glaciares, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, las inconmensurables montañas de basura plástica, mucha de la cual va a parar a los océanos, los desechos atómicos con los que no se sabe qué hacer, todo lo
anterior constituye un problema de magnitud global del que nadie puede escapar, y
que no implica un “cambio climático” natural –los eufemismos intentan rebajar la magnitud de los hechos– sino que muestra
el desastre humano en juego.
En estos
momentos toda la población planetaria es víctima
de una profunda catástrofe social y política que evidencia con crudeza los límites
del modo de producción capitalista. El
afán de lucro
empresarial, que prefiere, por
ejemplo, talar un bosque completo porque es negocio, aunque ello
traiga desertificación y falta de agua,
ha llevado a esta situación catastrófica.
Los verdaderos responsables de todo
esto no somos nosotras y nosotros, las personas comunes de carne y
hueso, los ciudadanos de a pie que
no tomamos las decisiones que marcan la marcha de la historia, y consumimos
lo que las empresas nos dictan, bombardeo publicitario mediante.
Si las grandes mayorías populares de todas partes del planeta, dada la globalización y uniformidad en gustos y usos que se han venido imponiendo, utilizan sin parar artículos plásticos, baterías desechables para la interminable parafernalia de instrumentos electrónicos que pululan por allí, si se la lleva a un consumo irracional promovido a partir de esa viperina estrategia que es la obsolescencia programada (fabricar productos para que se deterioren rápidamente y haya que cambiarlos comprando otros similares), la responsabilidad del desastre en juego no es una cuestión personal, por “malos” ciudadanos que no saben cuidar su planeta, su casa común.
La invocación
a “ser cuidadosos” con el medio ambiente que se ha venido imponiendo en estos últimos años, hace sentir como responsables de la
catástrofe ecológica al consumidor común; de ahí el mandato obligado, casi creando sentimiento de culpa, de no ser “criminales”
con la naturaleza, cerrar
bien los grifos, reciclar la basura,
utilizar bolsas de arpillera y no plásticas para hacer las compras
de alimentos, usar la bicicleta toda
vez que sea posible en vez de vehículos
con motores de combustión interna, y un largo etcétera. La causa real estriba en un modelo de producción y consumo totalmente insostenibles,
que se ha impuesto y contra el que reacciones
puramente personales (“¡Yo no tomo Coca-Cola!”) no inciden en lo absoluto. Todas esas conductas de responsabilidad ciudadana son loables,
y ahí está Greta
Thunberg –ahora un poco “pasada de moda”– como ícono mediático de ese pretendido salvamento del planeta. Lo
que debe remarcarse es que esas
acciones, encomiables en sí mismas, contribuyen en muy poca medida a evitar la polución, no más de un 1%. Si
el agua potable se agota es
porque 1)
la industria consume alrededor del 90% de toda
su disponibilidad global, y no por el consumo
hogareño, y 2)
porque hay una inequitativa distribución en su acceso con un derroche
ignominioso por parte de algunos
(un ciudadano estadounidense consume
un promedio de 100
o más litros diarios) mientras hay una escasez
bochornosa en otros (un litro diario en un habitante del África sub-sahariana).
En realidad,
lo que sucede es que existe una creciente presión del capital sobre los bienes
y recursos naturales para su mercantilización
a fin de incrementar la producción
capitalista y mantener su “crecimiento económico” (el
de las empresas, obviamente). A lo
largo del siglo
XX, pero sobre todo en las últimas
décadas, esta tendencia ha ido en
aumento. Con la expansión del capitalismo en su
fase neoliberal a partir de finales de la década de los 70 del siglo pasado y su expansión por todo el orbe,
los recursos
naturales han sido sometidos a una
mayor presión por las grandes
corporaciones transnacionales. La búsqueda desenfrenada de fuentes energéticas y minerales estratégicos para las industrias de punta (en muchos casos: la militar) marcan esa
tendencia. Si hasta hoy las guerras eran
por el petróleo, ahora podrían ser
por el agua, o por esos elementos
estratégicos como el coltán, o
las llamadas “tierras
raras”: los 17 elementos de la tabla periódica
que poseen propiedades magnéticas,
luminiscentes y electroquímicas
únicas, indispensables para las actuales
tecnologías de punta: escandio, itrio más los 15 elementos del grupo de los lantánidos (lantano, cerio, praseodimio, neodimio,
etc.)
Esa
desenfrenada búsqueda del capitalismo actual tiene efectos desastrosos sobre el
medio ambiente: agudización sin par en las transformaciones del clima (grandes lluvias o grandes sequías, super huracanes
cada vez más violentos, temperaturas extremas), lo que provoca fenómenos naturales cuya magnitud resulta en desastres sociales y económicos. El hiper-consumismo que impone el sistema capitalista no se arregla
buscando paliativos superficiales,
como el reciclar, el separar la basura o la generación
de una supuesta “conciencia verde”,
no usando pajillas para tomar una gaseosa, por ejemplo. El problema de fondo, la contradicción original que está
produciendo todo esto es la voracidad del capital, que destruye
todo en aras de su propio beneficio
sin reparar en daños futuros, pasando por encima de las grandes mayorías populares.
El modelo de capitalismo salvaje, eufemísticamente llamado “neoliberal”, que se impuso a capa y espada en las últimas décadas del pasado siglo (“No hay alternativa”, dijo la Dama de hierro, la británica Margaret Tatcher: o capitalismo ¡o capitalismo!) trajo consigo el dominio absoluto del capital financiero sobre el proceso productivo. Hoy día son los capitales globales que se mueven de un paraíso fiscal a otro sin ninguna regulación los que marcan el ritmo del sistema. Si a eso se les opone la perspectiva de un nuevo polo de poder como China y Rusia –con planteos que no trascienden el capitalismo, pero que abren una multipolaridad inexistente en la actualidad, manejada autoritariamente por Washington– se establece la posibilidad de una guerra entre gigantes, que podría ser atómica y devastadora para la humanidad. Por eso, ahí está Ucrania como campo de batalla, poniendo los muertos. Y en cualquier momento podría ser Taiwán.
En su proceso
de expansión ese capitalismo neoliberal,
básicamente de cuño occidental (estadounidense y europeo) provoca una disputa por la tierra y los recursos naturales entre las grandes
corporaciones que dominan esa
expansión, por un lado, y comunidades y pueblos que
obtienen de ella los bienes necesarios para su existencia, por
otro. De ahí que esa contradicción capital-naturaleza se evidencia en la lucha de pueblos originarios que defienden
sus territorios ancestrales contra
empresas multinacionales extractivistas que invaden sin miramientos destruyendo todo a su paso (compañías petroleras, mineras,
monocultivo extensivo destinado a biocombustibles robando tierras cultivadas
con alimentos, desvío de ríos para empresas
hidroeléctricas generadoras de electricidad).
Solo para graficarlo: para la obtención de un galón de biocombustible (utilizado en los países capitalistas del Norte próspero),
hecho a base de azúcar, maíz o palma
aceitera, se necesitan 2.000 litros
de agua
(robada a los empobrecidos del Sur).
Y para producir eso, se sacrifican tierras destinadas a generar alimentos,
por lo que esa gente con hambre marchará hacia el Norte en forma desesperada,
creándose así un círculo vicioso sin
salida en los marcos del capitalismo.
No nos
confundamos ni caigamos en un mea culpa que no nos lleva a ninguna solución real: el mentado “cambio climático” es
un desastre causado por la voracidad capitalista que no se detiene
en su desenfrenada búsqueda de ganancia.
Salvar osos
panda de su extinción puede ser muy
bonito, pero cuidado: ¡que los árboles no nos
impidan ver el bosque! Esperemos que la COP 27 sirva de
algo; pero es muy probable que no sea así.
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