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"Lo
cierto es que todas estas administraciones logran cambios
interesantes, pero sin afectar el basamento del sistema: la propiedad privada de los grandes capitales, nacionales
e internacionales, no se tocó. Incluso los planteos neoliberales de
achicamiento del Estado y ataque furioso contra
la clase asalariada (contratos basura mediante)
no se alteró en lo sustancial. A veces, seamos honestos
al decirlo, esos avances populares fueron
creando una actitud clientelar, oportunista en
ocasiones. Por supuesto, esos procesos son un paso adelante en relación a las
anteriores dictaduras militares, pero nunca se
abandonaron los planteos fondomonetaristas de base. ¿Qué es preferible para el
campo popular en Brasil, por ejemplo: un
Bolsonaro fascista o un Lula popular? O en
Colombia: ¿un Petro con un talante izquierdista
o un conservador recalcitrante como Iván Duque? Con el beneficio de la duda,
mejor un gobierno de un “progre” como Boric en Chile que un neo-pinochetista como Piñera, o
una Xiomara Castro en Honduras que un gobierno
manejado por narcos. Tener un “buen” presidente,
quizá honesto y transparente (Pepe Mujica en
Uruguay, López Obrador en México) es una buena
noticia. Pero ¡cuidado!: ese no es el cambio que
necesitan las grandes mayorías populares, siempre excluidas, marginadas,
golpeadas. “Socialismo” no es un regalo del
gobierno, un plan asistencialista, una medida demagógica. Socialismo es poder popular real y efectivo y un Estado que dirige la economía con un criterio post-capitalista,
con expropiaciones, con reforma agraria, con una profunda política anti-racismo y anti-patriarcado.
La experiencia muestra, con dolor, que esos proyectos “tibios”,
encomiables en su intento, si no se profundizan, terminan siendo
derribados. Y el capitalismo continúa. ¿Por qué Cuba se
mantiene pese a todas las agresiones? ¡Porque es socialista! (“Hay
200 millones de niños de la calle en el mundo. Ninguno está en Cuba”, dijo Fidel Castro. ¡No olvidarlo! Cuba, único país del
Tercer Mundo que pudo producir una vacuna anti-Covid-19 propia)".
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LATINOAMÉRICA
Y LAS NUEVAS IZQUIERDAS.
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Por Marcelo
Colussi |2/11/2022 | América Latina y Caribe.
Fuentes: Rebelión
miércoles 2 de noviembre del 2022.
Algunos
años atrás en América Latina se daba un fenómeno que parecía prometer grandes
cambios político-sociales: en prácticamente todos los países, desde México hasta la Patagonia,
había un calor contestatario que abarcaba distintas dimensiones, con movimientos revolucionarios armados con fuerte base
social que buscaban la revolución socialista. Se
vivía un clima de “progreso social”, de
confrontación o, si se quiere -según un discurso conservador de derecha- “un momento de rebeldía generalizada”. La Revolución Cubana de
1959 y el heroísmo inspirador del Che Guevara con su mística guerrillera,
constituían un faro para las grandes masas populares, o más aún, para grupos
que se erigían en vanguardias militantes,
intentando conducir el descontento de esas protestas. En ese clima, diversos movimientos populares, sindicales,
campesinos, juveniles, barriales, incluso católicos de la Teología de la
Liberación, buscaban nuevos derroteros post
capitalistas. Había una fuerte postura anti-sistema.
Luego de Cuba vino la revolución
nicaragüense, mientras que Centroamérica ardía con guerras
revolucionarias, y en distintos países de la región se respiraba un clima de
cambio. Un fenómeno similar se vivía en otras latitudes
del planeta, con la liberación del yugo colonial en el África, los socialismos árabes
que iban expandiéndose, un inspirador Mayo
Francés en 1968 y la Revolución Cultural en
China, que significaba el rechazo de las pesadas rémoras de la
antigüedad. Parecía que el socialismo estaba
cerca. Se pedían varios Vietnam para incendiar
el mundo, desembarazándose de las cadenas imperialistas. Entonces llegó la
represión monstruosa de la derecha.
Las
clases dominantes de cada país, a través de sus ejércitos y con el
apoyo de Washington, dominador indiscutible en
la región latinoamericana, para las décadas de los 70/80
del siglo pasado emprendieron fuertes campañas
contrarrevolucionarias para acallar ese espíritu transformador que
flotaba en toda la zona. La represión fue
tremenda, sin dejar un solo espacio de los territorios sin convulsionar. La Doctrina de Seguridad Nacional, centrada en el combate
a muerte del “enemigo interno”, fue el elemento
dominante en esa estrategia contrainsurgente, con militares latinoamericanos
preparados por Washington en su tristemente
célebre Escuela de las Américas. Después de la
última revolución socialista en territorio de
Latinoamérica, la Sandinista de Nicaragua en 1979,
la derecha continental ajustó las tuercas. Las montañas inconmensurables de
cadáveres y los ríos de sangre que se registraron, atemorizaron largamente. Las torturas y las cárceles
clandestinas no eran caprichos de militares psicópatas, ávidos de
sangre: eran parte de una muy estudiada política de contención del comunismo. Pedagogía del terror, se la llamó. En otras
palabras: una estrategia para que nada cambiara en la arquitectura
social: los ricos con sus propiedades y sus lujos, los ejércitos
defendiéndolos, la Iglesia católica bendiciendo
la situación, y las grandes mayorías populares trabajado para mantener los
esplendores de los primeros. Que nada cambie: si para eso fue necesario algún “exceso” en la represión, dios lo sabría perdonar.
Esos procesos represivos, más o menos similares en todo el continente guiados por los manuales de operación estadounidenses, marcaron la historia: la organización popular que buscaba cambios fue desactivándose. Las izquierdas quedaron muy dañadas, diezmadas, desarticuladas, y aunque las protestas sociales continuaron -porque las causas que las generan no desaparecen- no se tuvo ya más la posibilidad de colapsar a ningún gobierno, como fue el último caso con la dictadura somocista en Nicaragua. La prueba está que hoy las movilizaciones continúan, pero falta la posibilidad de transformarlas en un proceso de cambio revolucionario. Lo recientemente acontecido en Chile con la no-aprobación de la nueva constitución lo deja ver: podemos protestar, mucho incluso, pero no hay fuerza para cambiar las cosas en sus cimientos. La pedagogía del terror hizo bien su trabajo, complementada por el incesante bombardeo mediático anticomunista que inunda todo. “No queremos otra Venezuela”, es el latiguillo interminable. Las colas de venezolanas y venezolanos que salen del país (por cierto: bloqueado, atacado) son la “demostración” palmaria del fracaso de esos planteos “castro-comunistas”.
En ese mar de
desmovilización iniciado en las últimas décadas del siglo
XX, ya en el siglo XXI llegaron una serie
de propuestas progresistas, siempre en el marco de la institucionalidad
capitalista, en buena medida inspiradas por la figura
emblemática de Hugo Chávez, que después
de años volvió a hablar de “socialismo”, desempolvando
un término que parecía ya defenestrado para siempre. Sin dudas, el proceso venezolano despertó esperanzas: ¿volvían las revoluciones?
Así, en
prácticamente todos los países de la zona, a su tiempo asistimos a estos procesos de centro-izquierda, o izquierda moderada. Arrancando con la Revolución Bolivariana en Venezuela,
en los primeros años del presente siglo todos los países latinoamericanos
tuvieron un repunte económico vendiendo sus productos primarios (alimentos y
minerales) a China, cuya prosperidad iba
crecientemente en aumento. Esa bonanza económica permitió a todos esos
gobiernos progresistas (Kirchner/Fernández en
Argentina, Lula/Dilma Roussef en Brasil, Correa en Ecuador, Evo Morales
en Bolivia, Chávez/Maduro en Venezuela)
poder conceder una buena cantidad de mejoras a sus poblaciones.
Sin ser medidas de corte marxista en sentido
estricto, hubo beneficios en los pueblos históricamente empobrecidos y excluidos. La gente dejó de sentirse cosa y
pasó a ser, en buena medida, protagonista de su vida.
Lo cierto es que todas estas administraciones logran cambios interesantes, pero sin afectar el basamento del sistema: la propiedad privada de los grandes capitales, nacionales e internacionales, no se tocó. Incluso los planteos neoliberales de achicamiento del Estado y ataque furioso contra la clase asalariada (contratos basura mediante) no se alteró en lo sustancial. A veces, seamos honestos al decirlo, esos avances populares fueron creando una actitud clientelar, oportunista en ocasiones. Por supuesto, esos procesos son un paso adelante en relación a las anteriores dictaduras militares, pero nunca se abandonaron los planteos fondomonetaristas de base. ¿Qué es preferible para el campo popular en Brasil, por ejemplo: un Bolsonaro fascista o un Lula popular? O en Colombia: ¿un Petro con un talante izquierdista o un conservador recalcitrante como Iván Duque? Con el beneficio de la duda, mejor un gobierno de un “progre” como Boric en Chile que un neo-pinochetista como Piñera, o una Xiomara Castro en Honduras que un gobierno manejado por narcos. Tener un “buen” presidente, quizá honesto y transparente (Pepe Mujica en Uruguay, López Obrador en México) es una buena noticia. Pero ¡cuidado!: ese no es el cambio que necesitan las grandes mayorías populares, siempre excluidas, marginadas, golpeadas. “Socialismo” no es un regalo del gobierno, un plan asistencialista, una medida demagógica. Socialismo es poder popular real y efectivo y un Estado que dirige la economía con un criterio post-capitalista, con expropiaciones, con reforma agraria, con una profunda política anti-racismo y anti-patriarcado. La experiencia muestra, con dolor, que esos proyectos “tibios”, encomiables en su intento, si no se profundizan, terminan siendo derribados. Y el capitalismo continúa. ¿Por qué Cuba se mantiene pese a todas las agresiones? ¡Porque es socialista! (“Hay 200 millones de niños de la calle en el mundo. Ninguno está en Cuba”, dijo Fidel Castro. ¡No olvidarlo! Cuba, único país del Tercer Mundo que pudo producir una vacuna anti-Covid-19 propia).
En relación a
los procesos tibios, vale recordar lo dicho por la revolucionario
polaco-alemana Rosa Luxemburgo:
“No
se puede mantener el “justo medio” en ninguna
revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora
avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae
arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su
caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de
camino, arrojándolos al abismo”.
“En
mi país no hay lucha de clases”, o “Vamos a impulsar un capitalismo
serio”, son algunas de las consignas dadas en su momento
por algunos de estos mandatarios progresistas. ¿Nos
quedamos con eso, o se podrá ir más allá?
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