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"BRASIL UN NUEVO COMIENZO.- Las
grandes manifestaciones populares de protesta en Brasil demolieron en la práctica una
premisa cultivada por la derecha, y asumida también por diversas formaciones de
izquierda, comenzando por el PT y siguiendo por sus aliados. Si se garantizaba
“pan y circo”, el pueblo –desorganizado, despolitizado, desmoralizado–
aceptaría mansamente que la alianza entre las viejas y las nuevas oligarquías
prosiguieran gobernando el país sin mayores sobresaltos. La continuidad y eficacia del programa Bolsa Familia aseguraba el pan,
y la Copa del Mundo y su preludio, la Copa Confederaciones, y luego los Juegos
Olímpicos, aportarían el circo necesario para consolidar la pasividad política
de los brasileños. Esta visión, no sólo equivocada sino profundamente
reaccionaria (y casi siempre racista), quedó hecha añicos esta semana, lo que
revela la corta memoria histórica de la
clase dominante y sus representantes, a los que se les olvidaron las
grandes movilizaciones populares exigiendo la elección directa del presidente a
comienzos de los ochenta; las que precipitaron la renuncia de Collor de Mello
en 1992; y la ola ascendente de luchas populares que hicieron posible el
triunfo de Lula en el 2002. Del olvido brota la sorpresa, que enmudeció a una
dirigencia política de discurso fácil y efectista, que no podía comprender –y
mucho menos contener– el tsunami político que irrumpía nada menos que en los
fastos futboleros de la Copa Confederaciones. Fue notable la falta de respuesta gubernamental, desde las intendencias
municipales hasta los gobiernos estaduales y el propio
gobierno federal".
Opinólogos y analistas adscriptos al
gobierno insisten ahora en colocar bajo la lupa estas manifestaciones, señalando su carácter
caótico, su falta de liderazgo, la ausencia de un proyecto político de
recambio. Harían mejor en dirigir su mirada hacia los déficit de la gestión
gubernativa en todos sus niveles, desde el municipio hasta Brasilia. Plantear
que todo esto tiene que ver con el aumento de 20 centavos de real en el
transporte público de San Pablo es lo mismo que, salvando las distancias,
suponer que la Revolución
Francesa se produjo porque algunas panaderías de la zona de la
Bastilla habían aumentado en unos centavos el precio del pan. Confunden el
detonante con las causas profundas de la rebelión popular, que dicen relacionar
con la enorme deuda social de la democracia brasileña, apenas atenuada en los
últimos años del gobierno de Lula.
Temas tales como la pésima situación de los servicios de salud pública; el
sesgo clasista del acceso a la educación; la corrupción gubernamental (un
indicador: la presidenta Dilma Rousseff
ha echado a varios ministros por esta causa); la ferocidad represiva impropia
de un Estado que se reclama como democrático; y la arrogancia tecnocrática de
los gobernantes, en todos sus niveles, ante las demandas populares. ¿Cómo
exigirles claridad ideológica y política a los manifestantes (hasta hace poco
llamados “¡vándalos!”) cuando tal cosa brilla por su ausencia en el partido
gobernante?, se preguntaba días atrás el
analista Carlos Eduardo Martins. Y seguía: ¿qué pasó con la reforma
agraria, congelada por la alianza con el agro-negocio?; ¿por qué no se escuchan
los reclamos de los pueblos originarios?; ¿qué se está haciendo ante la bomba
de tiempo de la deuda pública, para cuyo pago se sacrifican las políticas
sociales que deberían ser la seña de identidad de un Estado realmente
democrático? Martins afirma con
razón que mal podría el pueblo brasileño deslumbrarse ante los 20.000 millones
de reales del programa Bolsa Familia cuando el pago de sólo los intereses de la
deuda pública asciende 240.000 millones de reales. No se trata de disminuir la
importancia del primero, sino de poner fin a la sangría originada por una deuda
pública –ilegítima hasta la médula– que ha hecho de los banqueros y
especuladores financieros los principales beneficiarios de la democracia
brasileña o, más precisamente, de la
plutocracia reinante en el Brasil.
Es imposible prever cual será el futuro de estas
manifestaciones, pero de algo estamos seguros. El “¡que se vayan todos!” de la Argentina del
2001-2002 no pudo constituirse como una alternativa de poder, pero
por lo menos señaló los límites que ningún gobierno podría volver a traspasar.
Más aún, como ocurrió con las grandes movilizaciones populares en Bolivia y Ecuador, demostró que sus
flaquezas y su inorganicidad, como las que hoy hay en Brasil, no les impedían
tumbar a gobernantes que sólo gobernaban para los ricos. Las masas que salieron
a la calle en más de cien ciudades brasileñas pueden tal vez no saber adónde
van, pero en su marcha pueden acabar con un gobierno que claramente eligió
ponerse al servicio del capital. Brasilia haría muy bien en mirar lo ocurrido
en los países vecinos y tomar nota de esta lección. Porque, tal vez, un nuevo
ciclo de ascenso de las luchas populares esté dando comienzo en el gigante
sudamericano. Si
así fuera, sería una gran noticia para la causa de la emancipación de nuestra
América. Dr. Atilio Boron.
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BRASIL CRUJE.
Las calles para entender la protesta
social en un país sin tradición de reclamo directo.
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Aunque Brasil cuente con
una sociedad civil variada y densa, al mismo tiempo no está acostumbrado al
reclamo directo y masivo en el espacio público. Una historia de pactos entre
elites, que son las que realmente gobiernan.
José Natanson.
Página /12 domingo 23 de
junio del 2013.
Las
masivas movilizaciones registradas en los últimos días en diferentes ciudades
brasileñas producen desconcierto y una inevitable perplejidad en el análisis,
que debe evitar las conclusiones fáciles y los paralelismos apresurados para
avanzar con cuidado.
Señalemos primero que
Brasil es un país que cuenta con una sociedad civil variada y densa, que
incluye desde expresiones territoriales potentes como el Movimiento sin Tierra
hasta una vasta red de organizaciones de carácter religioso, sindical o étnico,
muchas de ellas con una vitalidad cultural asombrosa, pero que al mismo tiempo
no está acostumbrado al reclamo directo y masivo en el espacio público. La
“política en las calles”, por usar la fórmula que el sociólogo Fernando
Calderón acuñó para Bolivia, pero que se aplica perfectamente a países como
Argentina o Venezuela, está ausente en Brasil (salvo, claro, en el carnaval,
esa ceremonia de inversión de roles –el rico se disfraza de pobre, el pobre
toma la ciudad que lo explota– en la que la catarsis del baile precede siempre
una vuelta a la dura normalidad).
Los motivos de este
rasgo idiosincrático brasileño habrá que buscarlos en una historia en la que el
pueblo movilizado –o el pueblo a secas– ocupa un lugar relativamente
secundario, y en la que las que los grandes cambios tendieron a procesarse a
través de acuerdos cupulares graduales, relativamente pacíficos y casi siempre
lentos. En contraste con las guerras sangrientas que marcaron la independencia
de la América española, Brasil se separó de Portugal por una decisión política
de Pedro I, el príncipe heredero, aceptada sin resistencia por su padre, y más
tarde, en 1889, se convirtió en república mediante una disposición no menos
administrativa (esto ha hecho que la historia brasileña sea una historia desprovista
de héroes: no hay allí ni un Bolívar ni un San Martín a los que venerar). Del
mismo modo, la versión brasileña del populismo, el varguismo, fue un movimiento
popular, redistributivo e incluyente, pero donde el componente movilizatorio
estaba notablemente atenuado (digamos: un peronismo sin 17 de octubre). Mucho
más tarde, la ebullición de los 60 creó un movimiento guerrillero entusiasta
pero disperso y sin fuerza, al menos en comparación con Argentina, Uruguay o
Chile, y luego la dictadura, aunque desde luego torturó y mató, no creó un
sistema de campos de concentración al estilo argentino ni desplegó, por
ejemplo, un plan sistemático de robo de niños. La recuperación de la democracia
se realizó también de manera serena y pacífica, “segura”, según la famosa
definición de Geisel, el general que la inició, a punto tal que, pese a los
reclamos de la población, el primer presidente democrático no fue elegido por
voto directo sino mediante el viejo sistema de colegio electoral creado por los
militares.
Lo que quiero decir con
esto es que la historia brasileña es en esencia una historia de pactos entre
elites, que son las que realmente gobiernan Brasil, como no sucede en ningún
otro país de la región salvo los de Centroamérica. Y esto se explica básicamente
por las características de una estructura social en la que la distancia entre
las clases es oceánica: Brasil fue, de hecho, el último país latinoamericano en
abolir la esclavitud (fue en 1888 y, una vez más, mediante una decisión
pactada, que evitó por ejemplo los 360 mil muertos de la guerra civil que
quince años antes acabó con el flagelo en Estados Unidos).
Los efectos de esta
tradición de cambios graduales son paradójicos: si por un lado le ha permitido
a Brasil evitar “pisos de sufrimiento” como los registrados en Argentina (las
luchas entre unitarios y federales, la dictadura, Malvinas, el 2001), por otro
lado limitó severamente la incidencia de la población en las decisiones
nacionales. La significativa ausencia en Brasil de una Plaza de Mayo, ese centro
simbólico de la política argentina al que la gente marcha cada tantos años para
festejar o voltear gobiernos, no responde tanto una cuestión urbanística como
de historia política. Y también, claro, a la decisión de Kubitschek de
trasladar la capital al medio de la selva, explicable por la estrategia
desarrollista de llevar la civilización al desierto pero también por la
intención de alejar el centro de las decisiones políticas de las masas que
habitan los grandes conglomerados urbanos (en este sentido es interesante
pensar qué hubiera pasado en la Argentina, por ejemplo en diciembre del 2001,
si se hubiera concretado el proyecto alfonsinista de capitalizar Viedma).
Pero no nos desviemos.
Mi argumento es que estos rasgos típicamente brasileños explican la sorpresa
que generan las movilizaciones tanto como la reacción de la clase política,
incluyendo a la derecha. En efecto, alcanza con revisar la prensa de estos
últimos días para comprobar que los sectores más conservadores no saben bien
qué hacer. Sucede que el reclamo, aunque está básicamente dirigido al gobierno
nacional, los involucra, en la medida en que también apunta a gobiernos
estaduales y municipales bajo control de los partidos opositores, y además
incluye una impugnación general contra la clase política al estilo del “qué se
vayan todos” argentino. La comparación, sin embargo, apenas funciona. En
contraste con lo que sucede en Argentina, donde desde 17 de octubre hasta ahora
los dirigentes políticos están acostumbrados a valerse de la gente en las
calles para empujar sus objetivos, en Brasil la movilización social es un
recurso que se utiliza con mucho más cuidado, como si ante momentos de crisis
las elites prefirieran cerrarse sobre sí mismas (tal vez el único ejemplo
moderno sea el impeachment a Collor, pero las marchas lideradas por el PT
sucedían cuando el establishment ya le había soltado la mano). En este sentido,
comparar las movilizaciones brasileñas con los cacerolazos opositores
argentinos, como intentaron aquí algunos analistas un poco apurados, sería un
error: no hay allí, por decirlo de algún modo, una Patricia Bullrich dispuesta
a instrumentar la protesta a su favor.
La complejidad también
deriva del hecho de que, a diferencia de lo que sucede en países con
movimientos de “indignados” como España, en Brasil no gobierna la derecha sino
una presidenta de izquierda, continuidad de un ciclo que combinó tasas muy
moderadas de crecimiento (en los últimos diez años Brasil creció en promedio la
mitad que Argentina) con una serie de avances sociales impresionantes. El ciclo
del PT permitió que 35 millones de personas salieran de la pobreza, redujo la
desigualdad a su nivel más bajo desde los 60 y expandió una nueva clase media
baja que hoy conforman nada menos que 105 millones de brasileños y que ha
generado un desembarco plebeyo muy visible en espacios antes reservados a los
blancos, como universidades, restaurantes y aeropuertos. La presidenta, igual
que Lula, conserva una imagen pública excelente, incluso en los sectores medios
urbanos.
El análisis debe
entonces esquivar los caminos directos (no se trata, al menos hasta ahora, de
simples protestas de la clase media ni de una rebelión de los pobres contra el
gobierno) para recorrer trayectos más sinuosos, señalando por ejemplo la
conversión del PT de un partido de oposición en un partido de gestión. Hasta la
llegada de Lula al poder, en el 2003, el PT y las organizaciones que controla,
en particular la CUT, podían canalizar políticamente el malestar social: había
una opción de izquierda a la cual apoyar y que generaba expectativa en millones
de personas. Desde hace ya diez años que esa opción no existe, y no porque el
PT haya defraudado esas esperanzas sino porque, como consecuencia de sus
propios éxitos, no ha habido lugar para la emergencia de una oposición sólida
por izquierda.
Al mismo tiempo, el PT
produjo una renovación –siempre siguiendo la pauta gradual y pacífica– de las
elites gobernantes, que creó nuevas zonas de confort para dirigentes que hoy
viven un poco amodorrados en el calor burocrático de un Estado que siempre ha
sido muy generoso con quienes lo integran, en el gobierno pero también en las
empresas estatales, los directorios de las compañías privadas, los bancos, los
organismos descentralizados, los fondos de pensión controlados por los
sindicatos... Los históricos núcleos de resistencia anticonservadores –el
movimiento campesino, el sindicalismo combativo, las iglesias progresistas– hoy
forman parte del núcleo de poder o son sus aliados. Y en ese sentido, un
comentario adicional: la idea de Lula como un obrero que llegó al poder es una
construcción política sólo a medias verdadera. Lula, por supuesto, nació en una
familia pobrísima y trabajó como tornero mecánico tras emigrar a San Pablo,
como se cuenta con ternura en El hijo de Brasil, pero fue la mayor parte de su
vida un sindicalista, con todo lo que implica en términos de estilo de vida,
educación política y roce internacional. A juzgar por su gestión, no olvidó sus
orígenes ni sus valores, pero esto no convierte a su gobierno en un gobierno de
pobres y obreros. El suyo fue, y el de Dilma lo es todavía más, un gobierno de
sindicalistas y burócratas.
En el medio, además,
ocurrió algo notable. El PT, históricamente apoyado por los trabajadores de las
industrias modernas del sudeste y los sectores medios progresistas, cambió su
composición social hacia los sectores más pobres del nordeste beneficiados por
las políticas sociales como el Bolsa Familia. Este cambio, catalizado por las
denuncias de corrupción contra Lula del 2005, se vio claramente en los comicios
del año siguiente, donde el oficialismo perdió en San Pablo y ganó en Bahía. En
su notable libro Los sentidos del lulismo, André Singer define este tránsito
como el paso del petismo al lulismo, que es el encuentro, a mitad de mandato,
entre el líder y una fracción de clase, el subproletariado, que rompe con el
tradicional caudillismo popularconservador para situarse bajo su órbita. Se
trata, sin embargo, de un lazo frágil, reflejo de una inclusión que se da
esencialmente vía consumo y que no ha sido acompañada por un esfuerzo militante
equivalente de construcción comunitaria y territorial (como sí hizo, con todos
sus problemas, el chavismo).
Rebobinemos entonces
para concluir. Las crónicas desde Brasil cuentan que el movimiento de protesta
comenzó alrededor de un tema puntual y en apariencia menor, un pequeño aumento
del precio del transporte, y se fue ramificando en una serie de reclamos muy
diversos, que van desde la salud y la educación hasta la corrupción y el
despilfarro de recursos en la infraestructura del Mundial y la olimpíadas. Se
respira, dicen, un clima de rechazo general a los políticos (militantes del PT
y la CUT que querían sumarse a las protestas fueron agredidos), con un fuerte
protagonismo juvenil construido horizontalmente a través de las redes sociales.
Se trataría entonces de la versión brasileña de la tendencia a la
repolitización de las juventudes observada en los últimos años en países tan
distintos como Turquía y España, Chile y Túnez, Portugal y Estados Unidos.
Por si hiciera falta, un
elemento más para sumar a un análisis que debe avanzar un poco a tientas ante
la fluidez de una situación inédita y sobre la cual es imposible extraer
conclusiones limpias.
*
Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur www.eldiplo.org
Otro día de protestas en Brasil.
Marchas en varias Ciudades.
*****
Hubo
violencia en Minas Gerais y gestos pacíficos en Río. Los manifestantes esperan
refuerzos para hoy. El Movimiento Pase Libre. MPL. Es el gran protagonista?.
Página/12 domingo 23 de
junio del 2013.
San
Pablo, Salvador y Belo Horizonte fueron los principales escenarios de las
marchas de protesta que siguen sacudiendo a Brasil, mientras que la playa de
Río de Janeiro amaneció tapizada de pelotas de fútbol como “instalación” de
protesta contra los gastos en la Copa de Confederaciones que se realiza en
estos días y del Mundial del año que viene. Hubo choques entre manifestantes y
policías en la capital de Minas Gerais cuando las columnas se acercaban al
Estadio Minerao, donde México le ganaba a Japón por dos a uno. Los agentes
golpearon a los que protestaban y los atacaron con balas de goma y gases. Hubo
tres civiles muertos y cuatro policías fueron llevados al hospital, uno grave.
Lo mismo ocurrió en Salvador, Bahía, donde Brasil le ganó a Italia por cuatro a
cero. Ni siquiera la selección nacional frenó la marcha al estadio Arena Fonte
Nova, cerca del que hubo también duros enfrentamientos.
Los choques ocurrieron
pocas horas después de que la presidenta Dilma Rousseff convocara por cadena
nacional al diálogo a los dirigentes de las concentraciones que conmueven al
país y que causaron al menos dos muertos. La mandataria convocó anoche a un
“gran pacto” a gobernadores y líderes de las protestas sobre tres ejes: la
elaboración de un plan nacional de movilidad urbana que privilegie el
transporte colectivo, la asignación de la totalidad de las regalías petroleras
a la educación y la contratación de médicos extranjeros para ampliar la
atención del Sistema de Salud.
“Nos preocupa el hecho
de que Rousseff haya hablado de la violencia de los saqueadores, lo que es
justo, pero no mencionó con el mismo énfasis la necesidad de que las fuerzas
policiales no cometan abusos de poder; es sintomático que las manifestaciones
ocurren en plena Copa de las Confederaciones”, dijo Carlos Costa, fundador de
Rio de Paz, la ONG que colocó 500 pelotas en la playa carioca de Copacabana
como protesta.
“Este es el tipo de
discurso que hizo que el pueblo vaya a las calles; son palabras sueltas dichas
al viento, ella debería decir al público que oyó la voz de las calles y
adoptará las siguiente medida: reducir a 20 el número de ministerios
(actualmente son 39)”, dijo por su parte el senador Alvaro Dias, del opositor
Partido de la Socialdemocracia.
En pleno centro de las
críticas, la FIFA indicó ayer que no considera hasta ahora suspender la Copa
Confederaciones, según su vocero Pekka Odriozola. “En ningún momento la FIFA ha
considerado o discutido abandonar la Copa Confederaciones con las autoridades
locales”, dijo Odriozola en una rueda de prensa en el estadio Maracaná, luego
de que dos minibuses de la organización fueran atacados a pedradas el jueves
por manifestantes en Salvador. “Estamos monitoreando la situación con las
autoridades”.
La organización
internacional Reporteros sin Fronteras denunció ayer que veinte periodistas
fueron agredidos y varios heridos durante las manifestaciones de las últimas
dos semanas. “Aunque la mayor parte de esas agresiones, a veces acompañadas de
detenciones, hayan sido cometidas por policías militares, algunos manifestantes
también se han mostrado hostiles hacia los periodistas que cubrían las
protestas”, detalló la ONG.
El masivo movimiento de
protesta, que se apoyó y organizó en las redes sociales, también cuestiona el
modelo de medios que impera en Brasil, país con una muy alta concentración en
la propiedad y las licencias. Esta semana, el periodista Caco Barcellos de la
influyente televisora Globo –por lejos la mayor del país– fue cercado e
insultado por unos cien manifestantes en San Pablo. Los manifestantes lo
empujaron y le gritaron “manipulador”. En otros momentos, manifestantes
incendiaron una camioneta de la TV Record apostada al frente a la intendencia
paulista para transmitir la protesta del martes, y un automóvil de la
televisora SBT en Río de Janeiro. El informe de Reporteros sin Fronteras recoge
el caso de una reportera que recibió un chorro de vinagre en el rostro. Los
manifestantes usan vinagre para mitigar el efecto del gas lacrimógeno que utiliza
la policía. Pero, hasta ahora, los periodistas heridos fueron víctimas de la
represión policial.
En
otro desarrollo, el Movimiento Pase Libre, MPL, paraguas de las protestas, denunció
la presencia de “conservadores” en las marchas y ocasionales agresiones a
grupos que participaron. “Consideramos que grupos conservadores se infiltraron
en los actos para defender propuestas que no nos representan”, dijo Rafael
Siqueira, portavoz de Pase Libre. Siqueira habló de grupos que piden la
penalización del aborto o la reducción de la edad de responsabilidad penal, y
hasta de un grupo neonazi. En particular, Pase Libre se dijo alarmada por las
agresiones contra grupos que llevan banderas o carteles con consignas de
izquierda. Entre los grupos que denunciaron ataques está la Unión de Núcleos de
Educación para Negras/os y la Clase Trabajadora, Uneafro. Su vocera, Bruna Provazi, dijo que sus
militantes fueron atacados en San Pablo.
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