&&&&&
Desde que asumió Rousseff se ha producido
una desaceleración o incluso un estancamiento de las dos últimas narrativas. Y como en política no
hay vacío, el espacio que ellas fueron dejando comenzó a ser aprovechado por la
primera y más antigua narrativa, que
ganó vigor bajo el nuevo ropaje del desarrollo capitalista a toda costa y
las nuevas (y viejas) formas de corrupción. Las formas de democracia
participativa fueron cooptadas, neutralizadas en el dominio de las grandes
obras de infraestructura y
megaproyectos, y dejaron de motivar a las generaciones más jóvenes,
huérfanas de una vida familiar y comunitaria integradora, deslumbradas por el
nuevo consumismo u obsesionadas por su deseo. Las políticas de inclusión social se agotaron y dejaron de corresponderse
con las expectativas de quienes se sentían merecedores de más y mejores
condiciones. La calidad de la vida
urbana empeoró en nombre de los eventos de prestigio internacional que
absorbieron las inversiones que debían mejorar el transporte, la educación
y los servicios públicos en general. El racismo mostró su persistencia en el
tejido social y en las fuerzas policiales. Aumentaron los asesinatos de líderes
indígenas y campesinos, demonizados por el poder político como “obstáculos al desarrollo”, sólo porque
luchan por sus tierras y sus modos de vivir contra los agronegocios y los
megaproyectos mineros e hidroeléctricos (como la represa de Belo Monte, destinada a proporcionar
energía barata a la industria extractiva).
/////
EL PRECIO DEL PROGRESO.
*****
Boaventura de Sousa Santos *
Página /12 sábado
22 de junio del 2013.
Con la
elección de Dilma Rousseff como presidenta, Brasil quiso acelerar el paso para
convertirse en una potencia global. Muchas de las iniciativas en ese sentido
venían de antes, pero tuvieron un nuevo impulso: la conferencia de la ONU sobre
medioambiente, Río+20 (2012), el campeonato mundial de fútbol en 2014, los
Juegos Olímpicos en 2016, la lucha por un puesto permanente en el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas, el papel activo en el creciente protagonismo de
las “economías emergentes” (Brics: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), la
nominación de José Graziano da Silva para director general de la ONU para la
Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2012, y la de Roberto Azevedo para
director general de la Organización Mundial de Comercio, en 2013, una política
agresiva de explotación de los recursos naturales, tanto en Brasil como en África,
especialmente en Mozambique, el impulso de la gran agroindustria, sobre todo
para la producción de soja, agrocombustibles y ganado.
Beneficiado por una
buena imagen pública internacional, ganada por el presidente Lula da Silva y
sus políticas de inclusión social, este Brasil desarrollista se impuso al mundo
como una potencia de nuevo tipo, benévola e inclusiva. Por eso, no podía ser
mayor la sorpresa internacional ante las manifestaciones que en los últimos días
llevaron a las calles a cientos de miles de personas en las principales
ciudades del país. Mientras que frente a las recientes manifestaciones en
Turquía fue inmediata la lectura sobre las “dos Turquías”, en el caso de Brasil
fue más difícil reconocer la existencia de esas dos caras. Pero está a la vista
de todos. La dificultad para reconocerla reside en la propia naturaleza del
“otro Brasil”, un Brasil escurridizo a los análisis simplistas. Ese Brasil está
compuesto por tres narrativas y temporalidades.
La primera es la
narrativa de la exclusión social (es uno de los países más desiguales del
mundo), las oligarquías terratenientes, el caciquismo violento, las elites
políticas restringidas y racistas, una narrativa que se remonta a la época
colonial y que se ha reproducido en formas siempre cambiantes hasta hoy. La
segunda narrativa es la reivindicación de la democracia participativa, que se
remonta a los últimos 25 años y tuvo sus puntos más altos en el proceso
constituyente que condujo a la Constitución de 1988, los presupuestos
participativos en las políticas urbanas de cientos de municipios, la
destitución del presidente Collor de Mello en 1992, la creación de los consejos
de ciudadanos en las principales áreas de las políticas públicas, especialmente
en salud y educación, en los diferentes niveles de acción estatal (municipal,
estadual y federal). La tercera narrativa tiene apenas diez años de edad y se
relaciona con las vastas políticas de inclusión social adoptadas por el
presidente Lula desde 2003 y que llevaron a una significativa reducción de la
pobreza, la creación de una clase media con profunda inclinación consumista, el
reconocimiento de la discriminación racial contra la población afrodescendiente
e indígena, y las políticas de acción afirmativa y de ampliación del
reconocimiento de los territorios de los quilombos (asentamientos
afrobrasileños) y de los indígenas.
Desde que asumió
Rousseff se ha producido una desaceleración o incluso un estancamiento de las
dos últimas narrativas. Y como en política no hay vacío, el espacio que ellas
fueron dejando comenzó a ser aprovechado por la primera y más antigua
narrativa, que ganó vigor bajo el nuevo ropaje del desarrollo capitalista a
toda costa y las nuevas (y viejas) formas de corrupción. Las formas de
democracia participativa fueron cooptadas, neutralizadas en el dominio de las
grandes obras de infraestructura y megaproyectos, y dejaron de motivar a las
generaciones más jóvenes, huérfanas de una vida familiar y comunitaria
integradora, deslumbradas por el nuevo consumismo u obsesionadas por su deseo.
Las políticas de inclusión social se agotaron y dejaron de corresponderse con
las expectativas de quienes se sentían merecedores de más y mejores
condiciones. La calidad de la vida urbana empeoró en nombre de los eventos de
prestigio internacional que absorbieron las inversiones que debían mejorar el
transporte, la educación y los servicios públicos en general. El racismo mostró
su persistencia en el tejido social y en las fuerzas policiales. Aumentaron los
asesinatos de líderes indígenas y campesinos, demonizados por el poder político
como “obstáculos al desarrollo”, sólo porque luchan por sus tierras y sus modos
de vivir contra los agronegocios y los megaproyectos mineros e hidroeléctricos
(como la represa de Belo Monte, destinada a proporcionar energía barata a la
industria extractiva).
La presidenta Dilma fue
el termómetro de este cambio insidioso. Asumió una actitud de abierta
hostilidad hacia los movimientos sociales y los pueblos indígenas, un cambio drástico
en comparación con su antecesor. Luchó contra la corrupción, pero dejó para los
socios políticos más conservadores la agenda que consideró menos importante.
Así fue como la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados,
históricamente comprometida con los derechos de las minorías, fue entregada a
un pastor evangélico homofóbico que promueve un proyecto legislativo conocido
como “la cura gay”.
Las manifestaciones
revelan que, lejos de haber sido el país el que ha despertado del
adormecimiento, fue la presidenta quien despertó. Con los ojos puestos en la
experiencia internacional y también en las elecciones presidenciales de 2014,
la presidenta Dilma advirtió que las respuestas represivas sólo agudizan los
conflictos y aíslan a los gobiernos. En el mismo sentido, los gobernantes de
nueve ciudades capitales ya decidieron bajar el precio del transporte. Es sólo
un comienzo. Para ser consistente, es necesario que las dos narrativas (la
democracia participativa y la inclusión social intercultural) retomen el
dinamismo que alguna vez tuvieron. Si así fuera, Brasil le estará demostrando
al mundo que sólo vale la pena pagar el precio del progreso profundizando la
democracia, redistribuyendo la riqueza generada y reconociendo las diferencias
culturales y
políticas de aquellos para los que el progreso sin dignidad es retroceso.
*****
CAMBIOS
RADICALES PIDE LA JUVENTUD EN BRASIL.
*****
Jueves 27 de junio del 2013.
Marco
A. Gandásegui (h) (especial para ARGENPRESS.info)
El
levantamiento de la juventud urbana brasileña sorprendió a los ideólogos del
neoliberalismo y a los medios de comunicación que responden a sus intereses. Lo
cierto es que nadie esperaba que en el Brasil actual ocurriera un movimiento
social tan abarcador que movilizara a un millón de personas en protesta por las
políticas impopulares del gobierno.
Como
consecuencia, la presidente Dilma Rousseff se reunió con representantes de los
jóvenes y aceptó la necesidad de efectuar un plebiscito para iniciar una reforma
política. La reforma política tendría como objetivo erradicar la corrupción del
sistema político y promover la democracia participativa. Sin embargo, la
presidente no mencionó medidas para atender los males heredados del
neoliberalismo. La reacción oficial en torno a la propuesta sobre la “tarifa
cero” en el sector transporte y las reformas en el sector salud fue considerada
insuficiente por los representantes de los jóvenes insurrectos.
Las movilizaciones demostraron que América latina no es la región donde puede campear el neoliberalismo sin oposición. Las políticas neoliberales han causado enorme daño y el despojo que empobrece a las comunidades del continente ha creado un fuerte resentimiento que no puede superarse con meras buenas intenciones. El descontento popular en el país suramericano tiene sus raíces en las tasas de desigualdad más altas del mundo.
Las movilizaciones demostraron que América latina no es la región donde puede campear el neoliberalismo sin oposición. Las políticas neoliberales han causado enorme daño y el despojo que empobrece a las comunidades del continente ha creado un fuerte resentimiento que no puede superarse con meras buenas intenciones. El descontento popular en el país suramericano tiene sus raíces en las tasas de desigualdad más altas del mundo.
Los
medios no esperaban el estallido del descontento en Brasil porque durante diez
años las cifras presentaban un cuadro idílico del país penta-campeón mundial de
fútbol. Según el Banco Mundial y la ONU, en los últimos diez años “la pobreza
se ha reducido y 30 millones de brasileños han ingresado a la clase media. Más
del 50 por ciento de los brasileños forman parte de la clase media en comparación
al 38 por ciento de hace una década”.
Los
‘expertos’ agregaban que “en los últimos cinco años el ingreso del 10 por
ciento del sector más pobre ha subido. Simultáneamente, fueron creados 18
millones de puestos de trabajo. Aproximadamente, 11 millones de familias están
inscritos en el programa estatal “Bolsa familia” El salario mínimo fue
aumentado este año a 330 dólares al mes”.
Según
estos informes que distorsionan la realidad, los brasileños no deberían estar
protestando. Los neoliberales insisten en que deberían estar festejando. El
problema es que las cifras del Banco Mundial y de la ONU no reflejan la
realidad. Son meras máscaras que fueron denunciadas precisamente por Luiz
Inácio “Lula” da Silva y el PT durante las últimas 2 décadas del siglo XX. Son
los mismos números que manipulaba el expresidente Fernando H. Cardoso, quien
fue derrotado por Lula en las elecciones de 2002.
Según
varios observadores, la protesta desencadenada por el alza del transporte se
combinó con la pésima situación de los servicios de salud pública, el sesgo
clasista y racista del acceso a la educación, la corrupción gubernamental (que
obligó a Dilma a destituir a varios ministros) y la arrogancia tecnocrática de
los gobernantes que ignoran las peticiones del pueblo: Mejorar la previsión
social, impulsar la reforma agraria y atender los reclamos de los pueblos
originarios ante la construcción de grandes represas.
Dilma
tiene el poder para poner fin al descontento, pero dice que hay intereses
oligárquicos que no la dejan gobernar. Si no actúa con energía puede poner en
peligro su presidencia y al PT: Tiene que dar un giro para alejarse de las
políticas neoliberales. El PT y su dirección tiene que cumplir con la promesa
reiterada por Lula una y otra vez antes de llegar a la Presidencia: “Poner fin
a la política neoliberal y de despojo”.
Primero, introducir políticas
públicas que generen empleos formales, multipliquen la productividad de los
trabajadores y capture las enormes ganancias que son transferidas al exterior
por las empresas trasnacionales. Las subvenciones introducidas hace 10 años
respondían a una política de emergencia y Lula lo convirtió en un programa
permanente.
En segundo lugar,
movilizar al país – juventud, mujeres, obreros, campesinos y capas medias –
para erradicar la corrupción y consolidar los programas de salud, educación y
vivienda, entre otros. El pueblo brasileño tiene muchos recursos internos y un
mundo para conquistar. Está exportando anualmente cerca de 100 mil millones de
dólares (minerales y productos agrícolas) sin mucho valor agregado que debe
invertir en desarrollo ‘incluyente’.
La alianza interclasista pregonada por Lula durante sus campañas presidenciales no incluía a los rentistas y latifundistas campeones de las políticas neoliberales. Sin embargo, cogobernar con los neoliberales ha resultado ser desestabilizador y peligroso para Brasil. Esta política tiende a excluir a las mayorías que generan reacciones populares.
La alianza interclasista pregonada por Lula durante sus campañas presidenciales no incluía a los rentistas y latifundistas campeones de las políticas neoliberales. Sin embargo, cogobernar con los neoliberales ha resultado ser desestabilizador y peligroso para Brasil. Esta política tiende a excluir a las mayorías que generan reacciones populares.
Según el
sociólogo brasileño Emir Sader, lo más importante de la presente coyuntura es
“la introducción del significado político de la juventud y sus condiciones
concretas de vida y de expectativas en el Brasil del siglo XXI”. El
planteamiento de Emir se proyecta con igual fuerza hacia el resto de la región
latinoamericana.
Brasil tiene que transformar el boom de las exportaciones agro-mineras - ‘reprimarización’ - en una táctica temporal y no en una estrategia para el desarrollo. Aún no es tarde. Dilma tiene que asumir su papel. Tiene todo en sus manos. A los enemigos del pueblo brasileño, a los neoliberales, los puede derrotar en todos los campos. Sólo así puede iniciarse la construcción de la nueva sociedad que reivindica el PT.
Brasil tiene que transformar el boom de las exportaciones agro-mineras - ‘reprimarización’ - en una táctica temporal y no en una estrategia para el desarrollo. Aún no es tarde. Dilma tiene que asumir su papel. Tiene todo en sus manos. A los enemigos del pueblo brasileño, a los neoliberales, los puede derrotar en todos los campos. Sólo así puede iniciarse la construcción de la nueva sociedad que reivindica el PT.
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario