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EDUARDO GUDYNAS. Has
analizado en profundidad el modelo extractivista y sus limitaciones. ¿Podrías hacer un breve diagnóstico de este modelo y explicar las
razones por las que necesitamos trascenderlo? O dicho de otra forma, de no
revisar el modelo, ¿hacia dónde vamos? – Nosotros usamos el concepto de extractivismo
en un sentido acotado y que responde en cierta medida a una herencia histórica.
Recordemos que en las últimas décadas se habla de “industrias extractivas” al referirse especialmente a la minería.
Allí está nuestro punto de partida y desde allí definimos el extractivismo como una extracción de grandes volúmenes de
recursos naturales con altos impactos sociales y ambientales y que están
esencialmente orientados a los mercados globales. Bajo esta concepción, no
todas las extracciones de recursos naturales son una forma de “extractivismo”,
sino que abordamos un conjunto específico, tanto por su volumen como por su
orientación exportadora. Bajo esta idea son extractivistas no solo muchas
explotaciones mineras y petroleras, sino también otras actividades de alto impacto y globalizadas, como los monocultivos de soja o la cría de
camarones, e incluso bajo ciertas condiciones lo puede ser el turismo. Esta
particular manera de entender las cosas se explica debido a que ese tipo de
actividades depende esencialmente de los mercados
globales. La masiva extracción de recursos no sirve necesariamente a las
demandas o consumo de los latinoamericanos, sino que se envían a otros
continentes. Bajo esta particular mirada, el extractivismo es un componente más
de la globalización contemporánea. América Latina
sufre un extractivismo que se intensifica, que se amplía a nuevas regiones,
por ejemplo, penetrando más profundamente en el continente y, por lo tanto, se
multiplican los efectos negativos, tanto
sociales como ambientales. Es un estilo evidentemente insustentable. Si se sigue este
camino nos encontraremos que algunos recursos se agotarán, quedarán los efectos
ambientales a lo largo de varias generaciones y los pretendidos beneficios
económicos se disiparán rápidamente. Por lo tanto, cualquier discusión sobre modelos al
desarrollo debe debatir simultáneamente las alternativas al extractivismo.
Turismo sustentable y sostenible.
***
El extractivismo
–esto es, el expolio de recursos naturales– está posibilitando un rápido
crecimiento económico en América Latina. Este
modelo no es nuevo en el continente, pero sí lo es el hecho de que también ha
sido adoptado por los gobiernos de izquierda latinoamericanos, que legitiman
esta vía a través de la financiación de programas sociales, lo que los ancla en
una economía de enclave. ¿Qué oportunidades están perdiendo estos gobiernos con
tal curso de acción? – Es cierto. A diferencia
de Europa, especialmente en América del Sur se vive una bonanza económica
evidente. El país que menos ha crecido en el último año es Brasil, y los demás presentan cifras elevadas. Las exportaciones
siguen subiendo, el ingreso de inversiones es muy intenso e incluso hay países
como Uruguay, que registran pleno
empleo o incluso déficits para algunos rubros. No hay crisis, por lo menos, en
el sentido europeo, como manifestación de una debacle económica y financiera
que arrastra el empleo y obliga a programas ortodoxos de ajuste. Un componente
importante para explicar esta situación es el alto precio de las materias
primas y la demanda global sostenida, y ello alimenta el extractivismo. Algunos países, como Colombia, se han
mantenido en un extractivismo clásico, donde el protagonismo está en las
grandes empresas internacionales. Otros países, en este caso los de la nueva izquierda o
progresismo, están ensayando un mayor control estatal sobre algunos
sectores extractivos, incluyendo una mayor captación de renta o dejándolo en
manos de sus propias empresas nacionales. Pero la cuestión clave es que
mantienen esencialmente el mismo modo de una intensa extracción de recursos
naturales para exportarlos. Es muy claro
que ese curso de acciones está generando creciente disconformidad ciudadana,
incluso protestas en algunas zonas y en ciertos países. Entonces, la base
política de esos gobiernos se desgasta. Pero también pierden la oportunidad de
aprovechar esta buena coyuntura para reducir su extractivismo, rebajar su
dependencia de la globalización y usar los enormes recursos financieros ahora
disponibles para embarcarse en otras opciones de desarrollo.
/////
Maristella Svampa,
socióloga y ensayista argentina y una de las principales referentes del
colectivo de intelectuales Plataforma 2012, acaba de publicar una novela de
ficción cuya trama está localizada en un territorio significativo. Lejos de ser
una lectura optimista y for export del enclave patagónico, "Donde están
enterrados nuestros muertos" es una puerta de entrada interesante para
conocer qué tensiones políticas y deudas sociales se anidan al sur de Buenos
Aires.
*****
“CONSENSO DE LOS COMMODITIES” y lenguajes
de valoración en América Latina.
*****
Lunes
13 de mayo del 2013. (ARGENPRESS.info).
Maristella
Svampa.- Socióloga.
(REVISTA NUEVA SOCIEDAD)
El
«Consenso de los Commodities» subraya el ingreso de América Latina en un nuevo
orden económico y político-ideológico, sostenido por el boom de los precios
internacionales de las materias primas y los bienes de consumo demandados cada
vez más por los países centrales y las potencias emergentes. Este orden va
consolidando un estilo de desarrollo neoextractivista que genera ventajas
comparativas, visibles en el crecimiento económico, al tiempo que produce
nuevas asimetrías y conflictos sociales, económicos, ambientales y
político-culturales. Tal conflictividad marca la apertura de un nuevo ciclo de
luchas, centrado en la defensa del territorio y del ambiente, así como en la
discusión sobre los modelos de desarrollo y las fronteras mismas de la
democracia.
Introducción
En el último decenio, América Latina realizó el pasaje del Consenso de Washington, asentado sobre la valorización financiera, al «Consenso de los Commodities», basado en la exportación de bienes primarios en gran escala.
En el último decenio, América Latina realizó el pasaje del Consenso de Washington, asentado sobre la valorización financiera, al «Consenso de los Commodities», basado en la exportación de bienes primarios en gran escala.
En
este artículo utilizamos
el concepto de commodities en un sentido amplio, como «productos
indiferenciados cuyos precios se fijan internacionalmente», o como «productos
de fabricación, disponibilidad y demanda mundial, que tienen un rango de
precios internacional y no requieren tecnología avanzada para su fabricación y
procesamiento». Ambas definiciones incluyen desde materias primas a granel
hasta productos semielaborados o industriales. Para el caso de América Latina,
la demanda de commodities está concentrada en productos alimentarios, como el
maíz, la soja y el trigo, así como en hidrocarburos (gas y petróleo), metales y
minerales (cobre, oro, plata, estaño, bauxita, zinc, entre otros).
Así,
si bien es cierto que la explotación y exportación de materias primas no son
actividades nuevas en América Latina, resulta claro que en los últimos años del
siglo xx, en un contexto de cambio del modelo de acumulación, se ha intensificado
notoriamente la expansión de megaproyectos tendientes al control, la extracción
y la exportación de bienes naturales, sin mayor valor agregado. Por ende, lo
que de modo general aquí denominamos «Consenso de los Commodities» subraya el
ingreso en un nuevo orden, a la vez económico y político-ideológico, sostenido
por el boom de los precios internacionales de las materias primas y los bienes
de consumo cada vez más demandados por los países centrales y las potencias
emergentes, lo cual genera indudables ventajas comparativas visibles en el
crecimiento económico y el aumento de las reservas monetarias, al tiempo que
produce nuevas asimetrías y profundas desigualdades en las sociedades
latinoamericanas.
En
términos de consecuencias, el «Consenso de los Commodities» es un proceso
complejo y vertiginoso que debe ser leído desde una perspectiva múltiple, a la
vez económica y social, política e ideológica, cultural y ambiental. En razón
de ello, para ilustrar esta problemática proponemos al lector una presentación
en tres partes. En primer lugar, avanzaremos en una conceptualización de lo que
entendemos por «Consenso de los Commodities» y las formas que asume el actual
estilo de desarrollo neoextractivista. En segundo lugar, proponemos un
recorrido breve por lo que hemos denominado el «giro ecoterritorial», como
expresión de los nuevos lenguajes de valoración que atraviesan las luchas
socioambientales en el continente. En fin, cerraremos con una referencia a los
desafíos que hoy afronta gran parte de las organizaciones sociales y del
pensamiento crítico latinoamericano.
"Medio ambiente, energía y Economía verde", se introdujo en el 2009 como una nueva línea de acción del Programa de Clústeres y Competitividad Territorial en la Región Central de Santa Fe. Argentina.
***
Hacia una conceptualización de la nueva fase.
En
primer lugar, desde el punto de vista económico y social, la demanda de
commodities ha originado un importante proceso de reprimarización de las economías
latinoamericanas, al acentuar la reorientación de estas hacia actividades
primarias extractivas o maquilas, con escaso valor agregado. Esta dinámica
regresiva se ve agravada por el ingreso de potencias emergentes, como es el
caso de China, país que de modo acelerado se va imponiendo como un socio
desigual en lo que respecta al intercambio comercial con la región. Asimismo,
este proceso de reprimarización viene también acompañado por una tendencia a la
pérdida de soberanía alimentaria, hecho ligado a la exportación de alimentos en
gran escala cuyo destino es el consumo animal o, de modo creciente, la
producción de biocombustibles, lo cual comprende desde la soja hasta los
cultivos de palma o los fertilizantes.
En
segundo lugar, desde el punto de vista de la lógica de acumulación, el nuevo
«Consenso de los Commodities» conlleva la profundización de la dinámica de
desposesión o despojo de tierras, recursos y territorios y produce nuevas y
peligrosas formas de dependencia y dominación. Entre los elementos comunes de
esta dinámica podemos destacar la gran escala de los emprendimientos, la
tendencia a la monoproducción o la escasa diversificación económica y una
lógica de ocupación de los territorios claramente destructiva. En efecto, en
función de una mirada productivista y eficientista del desarrollo, se alienta
la descalificación de otras lógicas de valorización de los territorios, los
cuales son considerados como socialmente vaciables, o lisa y llanamente como
«áreas de sacrificio», en aras del progreso selectivo.
No
es casual que una parte importante de la literatura crítica de América Latina
considere que el resultado de estos procesos es la consolidación de un estilo
de desarrollo neoextractivista, que puede ser definido como aquel patrón de
acumulación basado en la sobreexplotación de recursos naturales, en gran parte
no renovables, así como en la expansión de las fronteras hacia territorios
antes considerados como «improductivos». El neoextractivismo instala una
dinámica vertical que irrumpe en los territorios y a su paso va
desestructurando economías regionales, destruyendo biodiversidad y
profundizando de modo peligroso el proceso de acaparamiento de tierras, al
expulsar o desplazar a comunidades rurales, campesinas o indígenas, y
violentando procesos de decisión ciudadana.
Así
caracterizado, el neoextractivismo desarrollista contempla actividades consideradas
tradicionalmente tales, cómo (minería y explotación de hidrocarburos) y
aquellas ligadas al nuevo sistema agroalimentario, como los agronegocios o la
producción de biocombustibles. Incluye también aquellos proyectos de
infraestructura previstos por la Iniciativa para la Integración de la
Infraestructura Regional Suramericana (iirsa), programa consensuado por varios
gobiernos latinoamericanos en el año 2000 en materia de transporte (hidrovías,
puertos, corredores bioceánicos, entre otros), energía (grandes represas
hidroeléctricas) y comunicaciones, cuyo objetivo estratégico es facilitar la
extracción y exportación de las materias primas hacia sus puertos de destino.
La
escala de los emprendimientos nos advierte también sobre la gran envergadura de
las inversiones (se trata de actividades capital-intensivas y no
trabajo-intensivas), así como sobre el carácter de los actores involucrados y
la concentración económica (grandes corporaciones transnacionales). En razón de
ello y de modo similar al pasado, este tipo de emprendimientos tiende a
consolidar enclaves de exportación asociados a una lógica neocolonial, que
generan escasos encadenamientos productivos endógenos, operan una fuerte
fragmentación social y regional y van configurando espacios socioproductivos
dependientes del mercado internacional. Así, la megaminería a cielo abierto, la
expansión de la frontera petrolera y energética (que incluye también la
explotación de gas no convencional o shale gas, con la tan cuestionada
metodología del fracking), la construcción de grandes represas hidroeléctricas,
la expansión de la frontera pesquera y forestal, en fin, la generalización del
modelo de agronegocios (soja y biocombustibles), constituyen las figuras
emblemáticas del neoextractivismo desarrollista.
Por
otro lado, la misma expresión «Consenso de los Commodities» conlleva una carga
no solo económica sino también político-ideológica, pues alude a la idea de que
existiría un acuerdo –tácito, aunque, con el paso de los años, cada vez más
explícito– acerca del carácter irrevocable o irresistible de la actual dinámica
extractivista, dada la conjunción entre la creciente demanda global de bienes
primarios y las riquezas existentes, potenciada por la visión «eldoradista » de
una América Latina como lugar por excelencia de abundantes recursos naturales.
Esta conjunción, que en economía adopta el nombre tradicional de «ventajas
comparativas», ha ido cimentando las bases de una ilusión desarrollista que
recorre, más allá de las diferencias y los matices, el conjunto de los países
latinoamericanos.
De
este modo, nos interesa subrayar que, más allá de las diferencias entre los
regímenes políticos hoy existentes, el «consenso» sobre el carácter
irresistible de la inflexión extractivista terminaría por funcionar como un
umbral u horizonte histórico-comprensivo respecto de la producción de
alternativas y suturaría así la posibilidad misma de un debate. La aceptación
–tácita o explícita– de tal «consenso» contribuye a instalar un nuevo
escepticismo o ideología de la resignación que refuerza, en el límite, la
«sensatez y razonabilidad » de un capitalismo progresista, al imponer la idea
de que no existirían otras alternativas al actual estilo de desarrollo
extractivista. En consecuencia, todo discurso crítico u oposición radical
terminaría por instalarse en el campo de la antimodernidad o la negación del
progreso, o simplemente en el de la irracionalidad y el fundamentalismo
ecologista.
Sin
embargo, la actual etapa puede leerse tanto en términos de rupturas como de
continuidades en relación con el anterior periodo del Consenso de Washington.
Ruptura, pues existen elementos importantes de diferenciación respecto de los años
90. Recordemos que el Consenso de Washington colocó en el centro de la agenda
la valorización financiera y conllevó una política de ajustes y
privatizaciones, lo cual terminó por redefinir el Estado como un agente
metarregulador.
Asimismo,
operó una suerte de homogeneización política en la región, marcada por la
identificación o fuerte cercanía con las recetas del neoliberalismo. A
diferencia de ello, en la actualidad, el «Consenso de los Commodities » coloca
en el centro la implementación masiva de proyectos extractivos orientados a la
exportación y establece así un espacio de mayor flexibilidad en cuanto al rol
del Estado. Esto permite el despliegue y la coexistencia entre gobiernos
progresistas, que han cuestionado el consenso neoliberal en su versión
ortodoxa, y aquellos otros gobiernos que continúan profundizando una matriz
política conservadora en el marco del neoliberalismo.
Pero
también hay continuidades, ya que existen claras líneas de filiación entre los
90 y la actualidad, que remiten a diferentes planos. Por un lado, una de las
continuidades se vincula al mantenimiento de las bases normativas y jurídicas
que permitieron la actual expansión del modelo extractivista, al garantizar
«seguridad jurídica» a los capitales y una alta rentabilidad empresarial.
Asimismo,
aun en los casos en que el Estado adopta un rol activo (a través de las
expropiaciones), durante la etapa de los commodities las nuevas normativas
tienden a confirmar la asociación con los capitales transnacionales.
En
un plano general, la confirmación de América Latina como una «economía
adaptativa» respecto de los diferentes ciclos de acumulación y, por ende, la
aceptación del lugar que la región ocupa en la división global del trabajo
constituyen uno de los núcleos duros que atraviesan sin solución de continuidad
el Consenso de Washington y el «Consenso de los Commodities», más allá de que
los gobiernos progresistas enfaticen una retórica industrialista y
emancipatoria que reivindica la autonomía económica y la soberanía nacional, y
de que postulen la construcción de un espacio político latinoamericano. En
nombre de las «ventajas comparativas» o de la pura subordinación al orden
geopolítico mundial, según los casos, los gobiernos progresistas, así como
aquellos más conservadores, tienden a aceptar como «destino» el nuevo «Consenso
de los Commodities», que históricamente ha reservado a América Latina el rol de
exportador de naturaleza, minimizando las enormes consecuencias ambientales,
los efectos socioeconómicos (los nuevos marcos de la dependencia y la
consolidación de enclaves de exportación) y su traducción política
(disciplinamiento y formas de coerción sobre la población).
Por último, pese a la tendencia a querer erigirse en «discurso único», el «Consenso de los Commodities» aparece atravesado por una serie de ambivalencias, contradicciones y paradojas, ligadas de manera abierta a la enorme y creciente conflictividad socio-ambiental que la dinámica extractivista genera, así como también a los múltiples cruces existentes entre dinámica neoliberal, concepción del desarrollo, izquierdas y progresismo populista. En efecto, tradicionalmente, en América Latina, gran parte de las izquierdas y del progresismo populista suelen sostener una visión productivista del desarrollo, que privilegia una lectura en términos de conflicto entre capital y trabajo, y tiende a minimizar o coloca escasa atención en las nuevas luchas sociales concentradas en la defensa del territorio y los bienes comunes. En este marco político-ideológico tan cegado por la visión productivista y tan refractario a los principios del paradigma ambiental, la actual dinámica de desposesión se convierte en un punto ciego, no conceptualizable. Como consecuencia de ello, las problemáticas socio-ambientales son consideradas como una preocupación secundaria o lisa y llanamente sacrificable, en vistas de los graves problemas de pobreza y exclusión de las sociedades latinoamericanas.
Por último, pese a la tendencia a querer erigirse en «discurso único», el «Consenso de los Commodities» aparece atravesado por una serie de ambivalencias, contradicciones y paradojas, ligadas de manera abierta a la enorme y creciente conflictividad socio-ambiental que la dinámica extractivista genera, así como también a los múltiples cruces existentes entre dinámica neoliberal, concepción del desarrollo, izquierdas y progresismo populista. En efecto, tradicionalmente, en América Latina, gran parte de las izquierdas y del progresismo populista suelen sostener una visión productivista del desarrollo, que privilegia una lectura en términos de conflicto entre capital y trabajo, y tiende a minimizar o coloca escasa atención en las nuevas luchas sociales concentradas en la defensa del territorio y los bienes comunes. En este marco político-ideológico tan cegado por la visión productivista y tan refractario a los principios del paradigma ambiental, la actual dinámica de desposesión se convierte en un punto ciego, no conceptualizable. Como consecuencia de ello, las problemáticas socio-ambientales son consideradas como una preocupación secundaria o lisa y llanamente sacrificable, en vistas de los graves problemas de pobreza y exclusión de las sociedades latinoamericanas.
En
la visión progresista, el «Consenso de los Commodities» aparece asociado a la
acción del Estado como productor y regulador, así como a una batería de
políticas sociales dirigidas a los sectores más vulnerables, cuya base misma es
la renta extractivista (petróleo, gas y minería). Ciertamente, no es posible
desdeñar la recuperación de ciertas herramientas y capacidades institucionales
por parte del Estado, que ha vuelto a erigirse en un actor económico relevante
y, en ciertos casos, en un agente de redistribución. Sin embargo, en el marco
de las teorías de la gobernanza mundial, que tienen por base la consolidación
de una nueva institucionalidad a partir de marcos supranacionales o
metarreguladores, la tendencia no es precisamente a que el Estado nacional
devenga un «megaactor», o a que su intervención garantice cambios de fondo. Al
contrario, la hipótesis de máxima apunta al retorno de un Estado moderadamente
regulador, capaz de instalarse en un espacio de geometría variable, esto es, en
un esquema multiactoral (de complejización de la sociedad civil, ilustrada por
movimientos sociales, ong y otros actores), pero en estrecha asociación con los
capitales privados multinacionales, cuyo peso en las economías nacionales es
cada vez mayor. Ello coloca límites claros a la acción del Estado nacional, y
un umbral inexorable a la propia demanda de democratización de las decisiones
colectivas por parte de las comunidades y poblaciones afectadas por los grandes
proyectos extractivos.
Tampoco
hay que olvidar que el retorno del Estado en sus funciones redistributivas se
afianza sobre un tejido social muy vulnerable, lo que fue acentuado por las
transformaciones de los años neoliberales, y que las actuales políticas
sociales se presentan en muchos casos en continuidad –abierta o solapada– con
aquellas políticas compensatorias difundidas en los años 90 mediante las
recetas del Banco Mundial (bm). En este contexto, y mal que le pese, el
neodesarrollismo progresista comparte con el neodesarrollismo liberal tópicos y
marcos comunes, aun si busca establecer notorias diferencias en cuanto a las
esferas de democratización.
Los
escenarios latinoamericanos más paradójicos del «Consenso de los Commodities »
son los que presentan Bolivia y Ecuador. El tema no es menor, dado que ha sido
en estos países donde, en el marco de fuertes procesos participativos, se han
ido pergeñando nuevos conceptos-horizonte como los de descolonización, Estado
plurinacional, autonomías, «buen vivir» y derechos de la naturaleza. Sin
embargo, y más allá de la exaltación de la visión de los pueblos originarios en
relación con la naturaleza (el «buen vivir»), inscripta en el plano
constitucional, en el transcurrir del nuevo siglo y con la consolidación de
estos regímenes, otras cuestiones fueron tomando centralidad, vinculadas a la
profundización de un neodesarrollismo extractivista.
Sea
en el lenguaje crudo de la desposesión (neodesarrollismo liberal) o en aquel
que apunta al control del excedente por parte del Estado (neodesarrollismo
progresista), el actual estilo de desarrollo se apoya sobre un paradigma
extractivista, se nutre de la idea de «oportunidades económicas» o «ventajas
comparativas» proporcionadas por el «Consenso de los Commodities», y despliega
ciertos imaginarios sociales (sobre la naturaleza y el desarrollo) que
desbordan las fronteras político-ideológicas que los años 90 habían erigido.
Así, por encima de las diferencias que es posible establecer en términos
político-ideológicos y de los matices que podamos hallar, tales posiciones
reflejan la tendencia a consolidar un modelo de apropiación y explotación de
los bienes comunes que avanza sobre las poblaciones con una lógica vertical
(desde arriba hacia abajo), colocando en un gran tembladeral los avances
producidos en el campo de la democracia participativa e inaugurando un nuevo
ciclo de criminalización y violación de los derechos humanos.
En
suma, fuera de toda linealidad, desde esta perspectiva múltiple, el «Consenso
de los Commodities» va configurando un espacio de geometría variable en el cual
es posible operar una suerte de movimiento dialéctico, que sintetiza las
continuidades y rupturas en un nuevo escenario que legítimamente puede
caracterizarse como posneoliberal, sin que esto signifique empero la salida del
neoliberalismo.
Con la familia en la finca agro-ecológica. Reflexiones de un hombre enamorado de su tierra, su agua y su familia.
***
Territorio y lenguajes de valoración.
Una
de las consecuencias de la actual inflexión extractivista ha sido la explosión
de conflictos socio-ambientales que tienen por protagonistas a organizaciones
indígenas y campesinas, así como de nuevas formas de movilización y
participación ciudadana, centradas en la defensa de los bienes naturales, la
biodiversidad y el ambiente.`
Entendemos
por conflictos socio-ambientales aquellos ligados al acceso y control de los
bienes naturales y el territorio, que suponen, por parte de los actores
enfrentados, intereses y valores divergentes en torno de ellos, en un contexto
de gran asimetría de poder. Estos conflictos expresan diferentes concepciones
sobre el territorio, la naturaleza y el ambiente, al tiempo que van
estableciendo una disputa acerca de lo que se entiende por desarrollo y, de
manera más general, por democracia. Ciertamente, en la medida en que los
múltiples megaproyectos tienden a reconfigurar el territorio en su globalidad,
no solo se ponen en jaque las formas económicas y sociales existentes, sino
también el alcance mismo de la democracia, pues esos proyectos se imponen sin
el consenso de las poblaciones y generan así fuertes divisiones en la sociedad
y una espiral de criminalización y represión de las resistencias.
En
este contexto, la explosión de conflictos socioambientales ha tenido como
correlato aquello que Enrique Leff
llamara la «ambientalización de las luchas indígenas y campesinas y la
emergencia de un pensamiento ambiental latinoamericano». En este entramado
también se insertan los nuevos movimientos socio-ambientales, rurales y urbanos
(en pequeñas y medianas localidades), de carácter policlasista, caracterizados
por un formato asambleario y una importante demanda de autonomía. Asimismo,
juegan un rol no menor ciertas ong ambientalistas –sobre todo, pequeñas
organizaciones, muchas de las cuales combinan la política de lobby con una
lógica de movimiento social– y diferentes colectivos culturales, en los cuales
abundan intelectuales y expertos, mujeres y jóvenes, que no solo acompañan la
acción de organizaciones y movimientos sociales, sino que en muchas ocasiones
forman parte de ellos. Esto significa que estos actores deben ser considerados
menos como «aliados externos» y mucho más como actores con peso propio en el
interior del nuevo entramado organizacional.
En
este contexto, lo más novedoso es la articulación entre actores diferentes
(movimientos indígenas-campesinos, movimientos socioambientales, ong
ambientalistas, redes de intelectuales y expertos, colectivos culturales), que
se traduce en un diálogo de saberes y disciplinas que conduce a la emergencia
de un saber experto independiente de los discursos dominantes y a la
valorización de saberes locales, muchos de ellos de raíz campesina-indígena.
Estos lenguajes de valoración acerca de la territorialidad han ido impulsando
la sanción de leyes y normativas, incluso de marcos jurídicos que apuntan a la
construcción de una nueva institucionalidad ambiental, en oposición a las
actuales políticas públicas de corte extractivista.
En
términos generales, y por encima de las marcas específicas (que dependen, en
mucho, de los escenarios locales y nacionales), la dinámica de las luchas
socio-ambientales en América Latina da lugar a lo que hemos denominado «giro
ecoterritorial», esto es, un lenguaje común que ilustra el cruce innovador
entre matriz indígena-comunitaria, defensa del territorio y discurso
ambientalista: bienes comunes, soberanía alimentaria, justicia ambiental y
«buen vivir» son algunos de los tópicos que expresan este cruce productivo
entre matrices diferentes. En este sentido, es posible hablar de la
construcción de marcos comunes de la acción colectiva, que funcionan no solo
como esquemas de interpretación alternativos, sino como productores de una
subjetividad colectiva.
Así,
a contrapelo de la visión dominante, los bienes naturales no son comprendidos
como commodities, esto es, como pura mercancía, pero tampoco exclusivamente
como recursos naturales estratégicos, como apunta a circunscribir el
neodesarrollismo progresista. Por encima de las diferencias, uno y otro
lenguaje imponen una concepción utilitarista que implica el desconocimiento de
otros atributos y valoraciones –que no pueden representarse mediante un precio
de mercado, aunque algunos lo tengan–. En contraposición a esta visión, la
noción de bienes comunes alude a la necesidad de mantener fuera del mercado aquellos
bienes que, por su carácter de patrimonio natural, social o cultural,
pertenecen al ámbito de la comunidad y poseen un valor que rebasa cualquier
precio.
Resulta
imposible hacer una lista de las redes autoorganizativas, nacionales y
regionales de carácter ambiental que hoy existen en América Latina. A título de
ejemplo, podemos mencionar la Confederación Nacional de Comunidades Afectadas
por la Minería (Conacami), nacida en 1999 en Perú; la Unión de Asambleas
Ciudadanas (uac) surgida en Argentina en 2006, que congrega organizaciones de
base que cuestionan la megaminería, el modelo de agronegocios y, de manera más
reciente, el fracking; la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales (anaa) de
México, creada en 2008 contra la megaminería, las represas hidroeléctricas, la
urbanización salvaje y las megagranjas industriales. Entre las redes
transnacionales podemos citar la Coordinadora Andina de Organizaciones
Indígenas (caoi), que desde 2006 agrupa organizaciones de Perú, Bolivia,
Colombia y Chile y aboga por la creación de un Tribunal de Delitos Ambientales.
Por último, son varios los observatorios consagrados a estos temas, entre
ellos, el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (olca), creado
en 1991 y con sede en Chile, y el Observatorio de Conflictos Mineros de América
Latina (Ocmal), fundado en 1997 y que articula más de 40 organizaciones, entre
las cuales se halla Acción Ecológica de Ecuador.
Entre
todas las actividades extractivas, la más cuestionada hoy en América Latina es
la minería metalífera a gran escala. En efecto, en la actualidad no hay país
latinoamericano con proyectos de minería a gran escala que no tenga conflictos
sociales que enfrenten a las empresas mineras y el gobierno contra las
comunidades: México, varios países centroamericanos (Guatemala, El Salvador,
Honduras, Costa Rica, Panamá), Ecuador, Perú, Colombia, Brasil, Argentina y
Chile. Según el Ocmal, existen actualmente 184 conflictos activos, cinco de
ellos transfronterizos, que involucran a 253 comunidades afectadas a lo largo
de toda la región. Este contexto de conflictividad contribuye directa o
indirectamente a la judicialización de las luchas socio-ambientales y a la
violación de derechos que, en no pocos casos, como en Perú, Panamá y México, ha
culminado en asesinatos de activistas.
En
suma, lo que definimos como giro ecoterritorial apunta a la expansión de las
fronteras del derecho al tiempo que expresa una disputa societal en torno de lo
que se entiende o debe entenderse por «verdadero desarrollo» o «desarrollo
alternativo», «sustentabilidad débil o fuerte». Al mismo tiempo, coloca en
debate conceptos tales como los de soberanía, democracia y derechos humanos: en
efecto, sea en un lenguaje de defensa del territorio y los bienes comunes, de
los derechos humanos, de los derechos colectivos de los pueblos originarios, de
los derechos de la naturaleza o del «buen vivir», la demanda de las poblaciones
se inscribe en el horizonte de una democracia radical, que incluye la
democratización de las decisiones colectivas y, más aún, del derecho de los
pueblos a decir «no» frente a proyectos que afectan fuertemente las condiciones
de vida de los sectores más vulnerables y comprometen el porvenir de las
futuras generaciones.
Organizaciones sociales de indígenas y campesinos reanudan la lucha en Panamá, ante incumplimiento de promesas del gobierno. Y en homenaje a la lucha de las etnias ngäbe buglé, Provincia Chiriquí, oeste de Panamá. La lucha hoy es continental.
***
Los desafíos para las organizaciones y el pensamiento crítico.
El
actual proceso de construcción de territorialidad tiene lugar en un espacio
complejo, en el cual se entrecruzan lógicas de acción y racionalidades
portadoras de valoraciones diferentes. De modo esquemático, puede afirmarse que
existen diferentes lógicas de territorialidad, según nos refiramos a los
grandes actores económicos (corporaciones, elites económicas), a los Estados
(en sus diversos niveles) o a los diferentes actores sociales organizados o
intervinientes en el conflicto. Las lógicas territoriales de las corporaciones
y las elites económicas se enmarcan en un paradigma economicista, el de la
producción de commodities, que señala la importancia de transformar los
espacios donde se encuentran los bienes naturales en territorios eficientes y
productivos. Por su parte, la lógica estatal, en sus diversos niveles, suele
insertarse en un espacio de geometría variable, que apunta a articular una
visión de los bienes naturales como commodities y, al mismo tiempo, como
recursos naturales estratégicos (una visión ligada al control estatal de la
renta extractivista), eludiendo toda consideración que incluya, como proponen
movimientos sociales, organizaciones indígenas e intelectuales críticos, una
perspectiva en términos de bienes comunes.
Dicho
esto, es necesario reconocer la existencia de diferentes obstáculos, vinculados
a las dificultades propias de los movimientos y espacios de resistencia,
atravesados a veces por demandas contradictorias, así como por la persistencia
de determinados imaginarios sociales en torno del desarrollo. Así, una de las
dificultades aparece reflejada en la persistencia de una mirada «eldoradista»
sobre los bienes naturales, que se encuentra extendida incluso en comunidades
indígenas y determinadas organizaciones sociales18.
Otro de los problemas existentes es la desconexión entre las redes y organizaciones que luchan contra el extractivismo, más ligadas al ámbito rural y a las pequeñas localidades, y los sindicatos urbanos, que representan a importantes sectores de la sociedad y que en varios países (México, Argentina, Brasil, entre otros) tienen un fuerte protagonismo social. La falta de puentes entre estos movimientos es casi total, y ello reenvía también a la presencia de un fuerte imaginario desarrollista en los trabajadores de las grandes ciudades, generalmente ajenos a las problemáticas ambientales de las pequeñas y medianas localidades. En todo caso, la lejanía respecto de los grandes nodos urbanos ha contribuido a reforzar las fronteras entre campo y ciudad, entre la sierra, la selva y la costa, como en Perú y Colombia; o entre las pequeñas localidades y las grandes ciudades, como en Argentina, en la medida en que estos megaproyectos (mineras, agronegocios, represas, fracking, entre otros) solo afectan de manera indirecta a las ciudades. Esto se ve reforzado por los procesos de fragmentación territorial, producto de la implementación de proyectos extractivistas y de la consolidación de enclaves de exportación.
En este escenario, el avance del extractivismo es muy vertiginoso, y en no pocos casos las luchas se insertan en un espacio de tendencias contradictorias, que ilustran la complementariedad entre izquierdas tradicionales, lenguaje progresista y modelo extractivista. Pese a ello, la colisión entre, por un lado, gobiernos latinoamericanos y, por el otro, movimientos y redes socio-ambientales contestatarios en torno a la política extractiva no ha cesado de acentuarse. Asimismo, la criminalización y la sucesión de graves hechos de represión se han incrementado notoriamente y ya recorren un amplio arco de países, desde México y Centroamérica hasta Perú, Colombia, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Chile y Argentina. En este marco de fuerte conflictividad, la disputa por el modelo de desarrollo deviene entonces en el verdadero punto de bifurcación de la época actual.
Otro de los problemas existentes es la desconexión entre las redes y organizaciones que luchan contra el extractivismo, más ligadas al ámbito rural y a las pequeñas localidades, y los sindicatos urbanos, que representan a importantes sectores de la sociedad y que en varios países (México, Argentina, Brasil, entre otros) tienen un fuerte protagonismo social. La falta de puentes entre estos movimientos es casi total, y ello reenvía también a la presencia de un fuerte imaginario desarrollista en los trabajadores de las grandes ciudades, generalmente ajenos a las problemáticas ambientales de las pequeñas y medianas localidades. En todo caso, la lejanía respecto de los grandes nodos urbanos ha contribuido a reforzar las fronteras entre campo y ciudad, entre la sierra, la selva y la costa, como en Perú y Colombia; o entre las pequeñas localidades y las grandes ciudades, como en Argentina, en la medida en que estos megaproyectos (mineras, agronegocios, represas, fracking, entre otros) solo afectan de manera indirecta a las ciudades. Esto se ve reforzado por los procesos de fragmentación territorial, producto de la implementación de proyectos extractivistas y de la consolidación de enclaves de exportación.
En este escenario, el avance del extractivismo es muy vertiginoso, y en no pocos casos las luchas se insertan en un espacio de tendencias contradictorias, que ilustran la complementariedad entre izquierdas tradicionales, lenguaje progresista y modelo extractivista. Pese a ello, la colisión entre, por un lado, gobiernos latinoamericanos y, por el otro, movimientos y redes socio-ambientales contestatarios en torno a la política extractiva no ha cesado de acentuarse. Asimismo, la criminalización y la sucesión de graves hechos de represión se han incrementado notoriamente y ya recorren un amplio arco de países, desde México y Centroamérica hasta Perú, Colombia, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Chile y Argentina. En este marco de fuerte conflictividad, la disputa por el modelo de desarrollo deviene entonces en el verdadero punto de bifurcación de la época actual.
Por
otro lado, no es menos cierto que el «Consenso de los Commodities» abrió una
brecha, una herida profunda en el pensamiento crítico latinoamericano, que en
la década de 1990 mostraba rasgos mucho más aglutinantes frente al carácter
monopólico del neoliberalismo como usina ideológica. Así, el presente
latinoamericano refleja diversas tendencias políticas e intelectuales, entre
aquellos posicionamientos que proponen un capitalismo «sensato y razonable», capaz
de aunar extractivismo y progresismo, y posicionamientos críticos que
cuestionan abiertamente el modelo de desarrollo extractivista hegemónico.
En
un contexto de retorno del concepto de desarrollo como gran relato, y en
sintonía con los cuestionamientos propios de las corrientes indigenistas, el
campo del pensamiento crítico ha retomado la noción de «post-desarrollo» (elaborada
por Arturo Escobar), así como elementos propios de una concepción «fuerte» de
la sustentabilidad. En esta línea, la perspectiva del post-desarrollo ha venido
promoviendo valoraciones de la naturaleza que provienen de otros registros y
cosmovisiones (pueblos originarios, perspectiva ambientalista, ecocomunitaria,
ecofeminista, decoloniales, movimientos ecoterritoriales, entre otros). Así, el
pensamiento post-desarrollista se asienta hoy sobre tres ejes-desafíos
fundamentales: el primero, el de pensar y establecer una agenda de transición
hacia el post-extractivismo. En razón de ello, en varios países de América
Latina ha comenzado a debatirse sobre las alternativas al extractivismo y la
necesidad de elaborar hipótesis de transición, desde una matriz de escenarios
de intervención multidimensional.
Una de las propuestas más interesantes y
exhaustivas ha sido elaborada por el Centro Latinoamericano de Ecología Social
(claes), bajo la dirección del uruguayo Eduardo Gudynas, y plantea que la
transición requiere de un conjunto de políticas públicas que permitan pensar de
manera diferente la articulación entre cuestión ambiental y cuestión social.
Asimismo,
Gudynas considera que un conjunto de «alternativas» dentro del desarrollo
convencional sería insuficiente frente al extractivismo, con lo cual es
necesario pensar y elaborar «alternativas al desarrollo». Por último, subraya
que se trata de una discusión que debe ser encarada en términos regionales y en
un horizonte estratégico de cambio, en el orden de aquello que los pueblos
originarios han denominado «buen vivir». En un interesante ejercicio para el
caso peruano, los economistas Pedro Francke y Vicente Sotelo demostraron la
viabilidad de una transición al post-extractivismo a través de la conjunción de
dos medidas: reforma tributaria (mayores impuestos a las actividades
extractivas o impuestos a las sobreganancias mineras) para lograr una mayor
recaudación fiscal, y una moratoria minera-petrolera-gasífera, respecto de los
proyectos iniciados entre 2007 y 2011.
El
segundo eje se refiere a la necesidad de indagar a escala local y regional en
las experiencias exitosas de alterdesarrollo. En efecto, es sabido que, en el
campo de la economía social, comunitaria y solidaria latinoamericana existe
todo un abanico de posibilidades y experiencias que es necesario explorar. Pero
ello implica una previa y necesaria tarea de valoración de esas otras
economías, así como una planificación estratégica que apunte a potenciar las
economías locales alternativas (agroecología, economía social, entre otras),
que recorren de modo disperso el continente. Por último, también exige contar
con mayor protagonismo popular, así como una mayor intervención del Estado (por
fuera de todo objetivo o pretensión de tutela política).
El
tercer gran desafío es avanzar en una idea de transformación que diseñe un
«horizonte de deseabilidad», en términos de estilos y calidad de vida. Gran
parte de la pregnancia de la noción de desarrollo se debe al hecho de que los
patrones de consumo asociados al modelo hegemónico permean al conjunto de la
población. Nos referimos a imaginarios culturales que se nutren tanto de la
idea convencional de progreso como de aquello que debe ser entendido como
«calidad de vida». Más claro: hoy, la definición de qué es una «vida mejor»
aparece asociada a la demanda por la «democratización» del consumo, antes que a
la necesidad de llevar a cabo un cambio cultural respecto del consumo y la
relación con el ambiente, en función de una teoría diferente de las necesidades
sociales.
En
fin, son numerosos los desafíos, paradojas y ambivalencias que hoy afronta el
pensamiento post-desarrollista, vinculado tanto al proceso de ambientalización
de las luchas sociales como, de manera más precisa, a las vertientes más
radicales del pensamiento crítico. No obstante, la discusión sobre el
postextractivismo se ha abierto, y muy probablemente este sea uno de los grandes
debates no solo
en el pensamiento latinoamericano del siglo XXI, sino también para el conjunto
de nuestras sociedades.
*****
Nota de la autora:
este artículo retoma varias ideas planteadas en el libro compilado por Gabriela
Massuh: Renunciar al bien común. Extractivismo y (pos)desarrollo en América
Latina (Mardulce, Buenos Aires, 2012) y en un texto publicado en la revista del
Observatorio Social de América Latina («Consenso de los Commodities, giro
ecoterritorial y pensamiento crítico latinoamericano» en osal No 32, 9/2012).
Para la expresión «Consenso de los Commodities», me he inspirado libremente en
el título de un editorial de la revista Crisis de julio de 2011,
*****
1 comentario:
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