PROFESOR JOSEPH E. STIGLITZ Y LA PUBLICACIÓN DE SU LIBRO: “EL
MALESTAR EN LA GLOBALIZACIÓN”. QUE CAMBIÓ EN TIEMPOS DE LA CRISIS FINAL DE LA “GLOBALIZACIÓN
DE ÉLITE”.- En 1993 abandoné la vida académica para trabajar en el Consejo de
Asesores Económicos del presidente Clinton. Tras años de investigación
y docencia, ésa fue mi primera irrupción apreciable en la elaboración de
medidas políticas y, más precisamente, en la política. De ahí pasé en 1997 al Banco Mundial, donde fui economista jefe y
vicepresidente senior durante casi tres años, hasta enero de 2000. No pude
haber escogido un momento más fascinante para entrar en política. Estuve en la
Casa Blanca cuando Rusia emprendió la transición desde el comunismo; y en el
Banco Mundial durante la crisis financiera que estalló en el Este asiático en
1997 y llegó a envolver al mundo entero. Siempre
me había interesado el desarrollo económico, pero lo que vi entonces cambió
radicalmente mi visión tanto de la globalización como del desarrollo.
Escribo este libro porque en el Banco Mundial comprobé de primera mano el
efecto devastador que la globalización puede tener sobre los países en desarrollo,
y especialmente sobre los pobres en esos países.
Creo que la globalización —la supresión
de las barreras al libre comercio y la mayor integración de las economías
nacionales— puede ser una fuerza benéfica y su potencial es el
enriquecimiento de todos, particularmente los pobres; pero también creo que
para que esto suceda es necesario
replantearse profundamente el modo en el que la globalización ha sido
gestionada, incluyendo los acuerdos comerciales internacionales que tan
importante papel han desempeñado en la eliminación de dichas barreras y las
políticas impuestas a los países en desarrollo en el transcurso de la
globalización. En tanto que profesor, he
pasado mucho tiempo investigando y reflexionando sobre las cuestiones
económicas y sociales con las que tuve que lidiar durante mis siete años en Washington. Creo que es importante
abordar los problemas desapasionadamente, dejar la ideología a un lado y
observar los hechos antes de concluir cuál es el mejor camino. Por desgracia,
pero no con sorpresa, comprobé en la
Casa Blanca —primero como miembro y después como presidente del Consejo de
Asesores Económicos (un panel de tres expertos nombrados por el Presidente para
prestar asesoramiento económico al Ejecutivo norteamericano)— y en el Banco Mundial que a menudo se
tomaban decisiones en función de criterios ideológicos y políticos. Como
resultado se persistía en malas medidas, que no resolvían los problemas pero
que encajaban con los intereses o creencias de las personas que mandaban.
El intelectual francés Pierre Bourdieu ha
escrito acerca de la necesidad de que los políticos se comporten más como
estudiosos y entren en debates científicos basados en datos y
hechos concretos. Lamentablemente, con frecuencia sucede lo contrario, cuando
los académicos que formulan recomendaciones sobre medidas de Gobierno se politizan
y empiezan a torcer la realidad para ajustarla a las ideas de las autoridades. Si mi carrera académica no me preparó para
todo lo que encontré en Washington D. C., al menos me preparó
profesionalmente. Antes de llegar a la Casa Blanca había dividido mi tiempo de
trabajo e investigación entre la economía matemática abstracta (ayudé a
desarrollar una rama de la ciencia económica que recibió desde entonces el
nombre de economía de la información), y otros temas más aplicados, como la
economía del sector público, el desarrollo y la política monetaria. Pasé más de
veinticinco años escribiendo sobre asuntos como las quiebras, el gobierno de
las corporaciones y la apertura y acceso a la información (lo que los
economistas llaman «transparencia»); fueron puntos cruciales ante la crisis
financiera global de 1997. También
participé durante casi veinte años en discusiones sobre la transición desde las
economías comunistas hacia el mercado. Mi experiencia sobre cómo manejar
dichos procesos comenzó en 1980, cuando los analicé por primera vez con las autoridades de China, que daba sus
primeros pasos en dirección a una economía de mercado. He sido un ferviente
partidario de las políticas graduales de los chinos, que han demostrado su
acierto en las últimas dos décadas, y he criticado con energía algunas de las
estrategias de reformas extremas como las «terapias de choque» que han fracasado tan rotundamente en Rusia
y algunos otros países de la antigua Unión
Soviética.
Mi participación en asuntos vinculados al
desarrollo es anterior. Se remonta a cuando estuve en Kenia como profesor
(1969-1971), pocos años después de su independencia en 1963.
Parte de mi labor teórica más relevante fue inspirada por lo que allí vi. Sabía que los desafíos de Kenia eran
arduos pero confiaba en que sería posible hacer algo para mejorar las vidas de
los miles de millones de personas que, como los keniatas, viven en la extrema
pobreza. La economía puede parecer una
disciplina árida y esotérica, pero de hecho las buenas políticas económicas
pueden cambiar la vida de esos pobres. Pienso
que los Gobiernos deben y pueden adoptar políticas que contribuyan al
crecimiento de los países y que también procuren que dicho crecimiento se
distribuya de modo equitativo. Por tocar sólo un tema, creo en las
privatizaciones (digamos, vender monopolios públicos a empresas privadas) pero
sólo si logran que las compañías sean más eficientes y reducen los precios a
los consumidores. Esto es más probable
que ocurra si los mercados son competitivos, lo que es una de las razones
por las que apoyo vigorosas políticas de competencia. Tanto en el Banco Mundial
como en la Casa Blanca existía una
estrecha relación entre las políticas que yo recomendaba en mi obra económica
previa, fundamentalmente teórica, asociada en buena parte con las imperfecciones
del mercado: por qué los mercados no operan a la perfección, en la forma en que
suponen los modelos simplistas que presumen competencia e información
perfectas. También aporté a la política
mi análisis de la economía de la información, en particular las asimetrías,
como las diferencias en la información entre trabajador y empleador,
prestamista y prestatario, asegurador y asegurado. Tales asimetrías son generalizadas en todas las
economías. Continúa……..
/////
Dr. Joseph E. Stiglitz. Continúa trabajando en sus investigaciones científicas en relación a la Globalización y las consecuencias económico-sociales, como por ejemplo en el escenario global "El Precio de la Desigualdad", "El Club de la Miseria", hoy mundializadas, presentes hoy en el mismo escenario del sistema mundo, el aparente "nuevo" escenario, de la "Globalización del malestar".
***
LA GLOBALIZACIÓN DEL MALESTAR.
Las
reacciones negativas a la evolución de la economía mundial han llegado a los
países desarrollados.
*****
Joseph. E.
Stiglitz.
Premio Nobel de
Economía. 2001.
Proyect Syndicate.
2017.
El País
domingo 24 de diciembre del 2017.
Hace 15 años publiqué El malestar en la globalización, un libro que trata de explicar por qué había tanto
descontento con la globalización en los países en desarrollo. Sencillamente,
muchos creían que, en general, el sistema estaba "amañado" en su
contra, y apuntaban contra los acuerdos globales de comercio en particular por
ser especialmente injustos.
Ahora el malestar con la
globalización ha estimulado una ola de populismo en Estados Unidos y otras
economías avanzadas, liderada por políticos que afirman que el sistema es
injusto para sus países. En Estados Unidos, el presidente, Donald Trump, insiste en que los negociadores comerciales fueron
engañados por los mexicanos y los chinos.
¿Cómo algo que, supuestamente,
debería beneficiarnos a todos —tanto en los países en desarrollo como en los
desarrollados— puede ser vilipendiado por todo el mundo? ¿Cómo es posible que
un acuerdo sea injusto para todos los firmantes?
Por supuesto, para
los países en desarrollo las afirmaciones de Trump —y Trump— son un
chiste. Estados Unidos básicamente redactó las reglas y creó las
instituciones de la globalización. En algunas de estas instituciones —por
ejemplo, el Fondo Monetario Internacional— EE UU todavía tiene poder de veto,
pese a su papel disminuido en la economía global ( un papel que Trump parece estar decidido a disminuir aún más).
Para alguien como yo, que ha
observado de cerca las negociaciones comerciales durante más de un cuarto de
siglo, está claro que los negociadores comerciales estadounidenses consiguieron
la mayor parte de lo que querían. El problema radicó en qué es lo que ellos
querían. Su agenda fue establecida a puerta cerrada y redactada por y para
grandes empresas multinacionales, a expensas de los trabajadores y ciudadanos
comunes en todo el mundo.
De hecho, a menudo parece que los
trabajadores, quienes han visto sus salarios caer y sus puestos de trabajo
desaparecer, solamente son considerados como un daño colateral: víctimas
inocentes pero inevitables en la marcha inexorable del progreso económico. Sin
embargo, hay otra interpretación de lo que ha sucedido: uno de los objetivos de
la globalización era debilitar el poder de negociación de los trabajadores. Lo
que las corporaciones querían era mano de obra más barata, a toda costa.
Esta interpretación ayuda
a explicar algunos aspectos desconcertantes de los acuerdos comerciales. Por
ejemplo, ¿por qué en los países avanzados cedieron una de sus mayores ventajas,
el Estado de derecho? De hecho, las disposiciones incluidas en la mayoría de
los acuerdos comerciales recientes otorgan a los inversores extranjeros más
derechos de los que se otorgan a esos mismos inversores en Estados Unidos. Por
ejemplo, en caso de que el Gobierno adopte una regulación que perjudique los
resultados finales de sus balances contables, recibirán una compensación, sin
importar cuán deseable sea la regulación o cuán grande sea el daño causado por
la corporación en ausencia de dicha regulación.
Hay
tres respuestas al malestar globalizado con la globalización.
La primera — llamémosla la estrategia Las
Vegas— es redoblar
el empeño en mantener la forma en que se ha venido gestionando durante el
último cuarto de siglo. Esta "solución", como todas las apuestas en políticas
demostradamente fallidas (las mismas que, por ejemplo, dicen que hacer más
ricos a los ricos nos beneficia a todos), se basa en la esperanza de que la
globalización será exitosa en el futuro, de alguna manera.
La segunda respuesta es el trumpismo: aislarse
de la globalización,
guardando la esperanza de que, de alguna manera se logrará recuperar un mundo
ya pasado. Pero el proteccionismo no
funcionará. Mundialmente, los empleos industriales están disminuyendo,
simplemente porque el crecimiento de la productividad ha superado el
crecimiento de la demanda.
Incluso
si las industrias volvieran, los puestos de trabajo no lo harán. La tecnología, incluidos los
robots, se traduce en que los pocos puestos de trabajo que se creen requerirán
de mayores habilidades y se ubicarán en lugares diferentes a los que ocupaban
los puestos de trabajo que se perdieron. Al igual que el enfoque de redoblar la
apuesta, esta solución está condenada al fracaso, ya que incrementará aún más
el malestar que sienten los que se quedan atrás.
Trump
fracasará incluso en su proclamado objetivo de reducir el déficit comercial, que está determinado por la
disparidad entre el ahorro interno y la inversión. Ahora que los republicanos se han salido con la suya y han promulgado un recorte de impuestos
para los multimillonarios el ahorro nacional caerá y el déficit
comercial aumentará, debido a la revaluación del dólar. (El déficit fiscal y el
comercial normalmente se desplazan tan a la par, que se los llama los déficits
"gemelos"). A Trump puede
no gustarle, pero como él va poco a poco dándose cuenta, no lo podrá controlar
pese a ser la persona que ocupa la posición más poderosa en el mundo.
Hay un tercer enfoque: protección social sin
proteccionismo, el
tipo de enfoque que tomaron los pequeños países nórdicos. Ellos sabían que, por
su cualidad de países pequeños, sus economías tendrían que permanecer abiertas.
Pero también sabían que eso expondría a los trabajadores a riesgos. Por lo
tanto, tenían que tener un contrato social que ayudara a los trabajadores a
pasar de sus puestos de trabajo anteriores a nuevos puestos, y que al mismo
tiempo proporcionara algo de ayuda en el ínterin.
Los
países nórdicos son sociedades profundamente democráticas, por lo que sabían que, a menos que
la mayoría de los trabajadores consideraran que la globalización los
beneficiaba, no sería sostenible. Y los ricos en estos países reconocieron que
si la globalización iba a funcionar como debería, habría suficientes beneficios
para todos.
El
capitalismo estadounidense en los últimos años ha estado marcado por una
avaricia desenfrenada, como confirmó ampliamente la crisis financiera del año
2008. Pero,
tal como han demostrado algunos países, una economía de mercado puede adoptar
formas que atenúen los excesos tanto del capitalismo como de la globalización,
y que proporcionen un crecimiento más sostenible y mejores niveles de vida para
la mayoría de los ciudadanos.
Podemos
aprender de los éxitos mencionados qué se debe hacer, de la misma manera que podemos
aprender de los errores del pasado qué no se debe hacer. Como se ha puesto de
manifiesto, si no gestionamos la globalización de manera que beneficie a todos,
se corre el riesgo de que las reacciones negativas —que provienen de los nuevos malestares en el
norte y los viejos malestares en el sur— se intensifiquen.
*****
Traducción
del inglés: Rocío
L. Barrientos.
Joseph E. Stiglitz es premio Nobel de Economía. Su libro más reciente es 'Globalization and its Discontents Revisited: Anti-Globalization in the Era of Trump'.
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