LOS ORÍGENES DE LA DESIGUALDAD.- En 1754, hace más de 250 años, y
veintidós años antes que Adam Smith publicara La riqueza de las naciones,
la Academia de Dijon lanzó una osada pregunta y ofreció un premio para quien se
atreviera a responderla: ¿Cuál es el origen de la
desigualdad entre los hombres? ¿Es acaso la
consecuencia de una ley natural? El filósofo francés Jean Jacques Rousseau
se interesó por el tema y en respuesta escribió su obra Sobre el origen de la desigualdad entre los
hombres. En ella,
Rousseau sostiene que la desigualdad social y política no es natural, que
no deriva de una voluntad divina y que tampoco es una consecuencia de la
desigualdad natural entre los hombres. Por
el contrario, su origen es el resultado de la propiedad privada y de los abusos
de aquellos que se apropian para sí de la riqueza del mundo y de los beneficios
privados que derivan de esa apropiación. Ya en esa época, buscar respuestas a
la desigualdad social era un tema central para las ciencias sociales. Y eso que
en aquel tiempo la desigualdad social era mucho más reducida.
Es un siglo más tarde, con el creciente proceso de
industrialización, que comienza a crearse una diferencia importante en los niveles de
ingreso, cuya relación, a nivel de ingreso medio entre los países “pobres” y los países “ricos” llegó, a principios del
siglo XX una proporción de 1 a 4, para pasar a principios de este siglo a una
proporción de 1 a 30. Ahora sabemos que hay más de 3 mil millones de pobres en el mundo (casi el 50% de la población) y que la mitad de ellos vive en la miseria.
La medición de la desigualdad social nunca fue un tema prioritario a lo largo
de todo el siglo XX. Ni el Banco Mundial
ni el Fondo Monetario Internacional, ni la ONU ni la FAO mostraron interés
en el tema. Este fenómeno, sin embargo, se ha acrecentado con la actual crisis
económica, dando cuenta que los más pobres y los más débiles son las
principales víctimas de estas crisis generadas por la codicia y el despilfarro
de unos pocos.
No hace mucho que sabemos que la distribución de la riqueza es aún
más desigual que la distribución de los ingresos. El 90% de la riqueza neta mundial
está concentrado en Estados Unidos,
Europa, Japón y Australia. Estados Unidos, con un 5% de la población
mundial consume el 50% de toda la
producción del mundo, mientras que India, con
el 15% de la población mundial consume el 1% de la producción mundial. La diferencia es de 150 veces!.
La brecha entre ricos y pobres se ha multiplicado en los últimos 30 años, justamente por seguir las recetas del FMI
y aceptar a ojos cerrados las premisas del modelo Neoliberal. Este sistema
tiene la particularidad de aumentar la brecha incluso al interior de los
propios países al generar nueva pobreza, y el caso más emblemático es
justamente Estados Unidos, cuya línea de
pobreza llega al 30% de la población. La actual crisis ha instalado
nuevamente este tema en el debate y una de las posibles soluciones keynesianas
que se apliquen para paliar la grave coyuntura es elevar en forma escalonada el
salario mínimo. Junto a esto habrá que destinar líneas de crédito especiales a
los seguros de desempleo pues una caída mayor en la demanda puede hacer que se cumpla la nueva profecía de Robert Shiller
de que la crisis puede correr por años. Artículo publicado n febrero del
2008.
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Los hombres más ricos del mundo, parte de la élite mundial del 1% que concentra el 99% de la riqueza mundial. Desigualdad que se manifiesta en lo económico, social, laboral, salud, género, cultura, político y en general está profundamente presente en la propia estructura del sistema capitalista y su modelo del neoliberalismo salvaje y del desastre.
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APUNTES SOBRE LA
DESIGUALDAD: GÉNERO, CLASE Y ESTRUCTURA SALARIAL.
Cuaderno de postcrisis (4)
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Albert Recio Andreu.
Mientras Tanto.
Rebelión lunes 5 de febrero del 2018.
I
El aumento
de las desigualdades vuelve a estar en el centro del debate social, aunque, por
desgracia, parece más un tema para llenar las tertulias mediáticas que un
argumento fuerte de las políticas socioeconómicas. El grueso de las políticas
que promueven los grandes organismos internacionales están en el centro de la
creación de desigualdades. Sin la
elaboración de propuestas alternativas y la generación de amplios movimientos
sociopolíticos, es difícil que vayan a producirse cambios profundos en este
campo. Más bien hay pistas de que las cosas aún pueden ir a peor.
Cuando analizamos los debates actuales sobre el
tema, surgen al menos tres campos en que se ha puesto de manifiesto: el de la desigualdad global entre clases
sociales, el de las desigualdades entre los asalariados y el de las
desigualdades de género. Deberíamos añadir, además, las desigualdades entre países. Por razones de espacio me voy a limitar a comentar
los tres primeros temas y me centraré sólo en un aspecto de la desigualdad, el de la renta, aun
sabiendo que el campo de la desigualdad abarca otros muchos espacios.
II
El reciente
estudio de OXFAM sobre la desigualdad es concluyente sobre el aumento de la
desigualdad global. Según esta organización, el 1% más rico de la
población mundial ha captado el 82% del crecimiento de la renta en los últimos
años, mientras que el 50% más pobre no ha visto aumentada la suya; los salarios
globales sólo han crecido un 2% (y de sobra es conocido que la población más
pobre se encuentra entre los no asalariados de la economía informal y la
población agraria). Cualquier estudio sobre las rentas adolece de algún margen
de error, pero la contundencia de las cifras deja fuera de duda que nos
encontramos en una situación extrema de aumento de las desigualdades. Otros
estudios dan pistas complementarias, como el de la caída de la participación de
los salarios en la renta nacional en la mayor parte de los países desarrollados.
Aunque a escala mundial se constata que el crecimiento de China, y en menor
medida de la India, ha paliado algo la desigualdad global, lo que parece
indudable es que se ha producido un importante trasvase de renta en favor del
capital.
Los procesos
que han permitido generar esta nueva oleada de desigualdad son variados y no
pueden reducirse al mero drenaje fiscal. Se trata, como han explicado con
bastante detalle autores como Stiglitz o
Standing, de la combinación de una variada gama de transformaciones que han
provocado el aumento del poder capitalista y abierto las puertas a nuevos
mecanismos de obtención de rentas parasitarias. Las políticas macroeconómicas
neoliberales, las reformas laborales con la coartada de la flexibilidad, las
reformas fiscales, las privatizaciones, la reorganización empresarial, la
financiarización de la economía, la globalización sin regulación compensatoria
y el reforzamiento legal de los derechos de propiedad (especialmente sensible
en el caso de la vivienda) han configurado una estructura institucional en la
que los ricos, y sobre todo los muy ricos, tienen garantizada una enorme tajada
del pastel y poseen la capacidad de forzar que el resto de la población compita
por las migajas. Han configurado un nuevo modelo de capitalismo rentista que en
algunos aspectos parece recordar al viejo orden feudal. Revertir esta situación
exige cambios en muchos ámbitos de la organización y la regulación económicas.
No parece, en cambio, que la mera implantación de una nueva política redistributiva,
como podría ser la introducción de una renta de ciudadanía, pueda alterar por
sí misma una dinámica que precisamente se ha consolidado por la enorme densidad
de mecanismos complementarios.
III
La
distribución global de la renta entre capital y trabajo, entre pagos salariales (salarios y
contribuciones sociales) y rentas del
capital (beneficios empresariales, alquileres, intereses financieros),
determina una buena parte de la distribución total, sobre todo cuando se tiene
en cuenta que el mundo de los asalariados y los falsos autónomos reúne a la
inmensa mayoría de la población, mientras que el grueso de las rentas
capitalistas se concentran en manos de un reducido número de personas. Pero, a
pesar de ser ésta la razón principal de las desigualdades, en el seno de los
colectivos asalariados existen importantes diferencias de renta. Y también en
este caso hay evidencias de que éstas están creciendo.
En el caso
español, la encuesta anual de estructura salarial (de hecho,
la única fuente estadística creíble en materia salarial) muestra una evidencia
clara en este sentido. El índice de Gini, el indicador de la desigualdad global
de los salarios, indica un crecimiento significativo entre 2008 y 2015, pasando
del 32,2 al 34,3 (y coherente con los aumentos de la desigualdad medidos por la
Encuesta de Condiciones de Vida). Asimismo, se ha incrementado la diferencia
entre el 10% de los asalariados con sueldos más altos y el 10% con sueldos más
bajos (el índice 9/1), que ha pasado de 3,34 a 3,61 (o sea, un individuo medio
del grupo superior cobra 3,61 veces el salario de un individuo medio del grupo
inferior). Es posible incluso que este índice minimice las desigualdades y que
sería aún más significativa la comparación entre el 5% de cada extremo.
Hay también
pistas de qué ha producido este aumento de la desigualdad. Para
empezar, el crecimiento del empleo a
tiempo parcial, que desempeña un papel significativo a la hora de
determinar las rentas más bajas. En
segundo lugar, el campo ocupacional, que tiene dos impactos: el que podemos
llamar “efecto composición” (se
destruyen empleos en sectores de salarios más altos y se crean otros en
actividades peor pagadas) y el que podemos denominar “efecto sustitución”, que se produce cuando las empresas renuevan
las plantillas con personas que reciben un salario inferior al de aquellos a
los que vienen a reemplazar (algo que se consigue por vías muy diversas: los
nuevos no cobran antigüedad, entran con una categoría inferior, no se les
reconocen pagos complementarios, entran con contratos temporales que les llevan
a realizar horas extras sin cobrar; en el límite las empresas aplican —aunque
es ilegal— una doble escala salarial). Y
el tercer y crucial elemento es la reforma laboral, su impacto en la
negociación colectiva y en la propia aplicación de los convenios, el
aumento del poder empresarial. El impacto de la reforma laboral sobre los salarios ha confirmado lo que algunos economistas y sociólogos críticos
anticipamos desde el principio (véase, por ejemplo, J. Benach, G. Tarafa y A.
Recio, Sin trabajo, sin derechos, sin miedo, Icària Editorial, 2015):
que el debilitamiento de los derechos laborales iba a empeorar la situación de
las personas empleadas en los niveles más bajos de ingresos, porque se
encuentran en los sectores de más difícil sindicalización, porque su trabajo es
a menudo muy individualizado y porque es donde las empresas tienen más margen
de presión. Al analizar la evolución de los salarios puede observarse que
realmente ha sido en los sectores de menores ingresos salariales donde se ha
producido la mayor parte de la devaluación salarial. Curiosamente, en sectores
de servicios en los que menos importancia tiene la competencia internacional
(algo que no es exclusivo de España; es lo mismo que ocurrió en Alemania con la
reforma Hartz).
Reducir esta
desigualdad es lo que puede conseguirse con la reversión de la
reforma laboral, aunque las cosas nunca son de ida y vuelta y posiblemente haya
que elaborar un ambicioso proyecto de reconstrucción laboral.
IV
La tercera
cuestión es la de la brecha de género, quizá aquella de la que más se habla en los
últimos meses, gracias al esfuerzo de tantas mujeres que no están dispuestas a
mantener una situación injusta. Las desigualdades de género, específicamente
las del empleo asalariado, son tan obscenas que difícilmente pueden soslayarse.
Según la Encuesta de Estructura
Salarial, el salario medio de un hombre es un 23,1% superior al de una mujer. Por
lo que diré a continuación, creo que esta desigualdad global es un mejor
indicador de la desigualdad de género que los intentos de aislar un único
factor de discriminación laboral (que sólo considera discriminación la
diferencia de salarios que se produce entre individuos que tienen actividades,
una categoría profesional y un horario laboral similares) o la medición según
salario-hora.
Como ocurre en los otros casos, la brecha salarial
es la combinación de diferentes procesos que tienen un elemento en común: la presencia activa del patriarcado en el
mundo del empleo asalariado. Hay fundamentalmente cuatro mecanismos básicos
que generan esta desigualdad.
En primer
lugar, el empleo a tiempo parcial, pensado y promocionado como una forma
aceptable de conciliación de la vida laboral (lo cual presupone que son las
mujeres las que se encargan del trabajo doméstico) y que es una fuente de
generación de working poors. A menudo ni siquiera es una buena medida
para conciliar horarios, porque muchos de los empleos a tiempo parcial se
justifican para cubrir picos de actividad en horarios específicos (por ejemplo,
en el sector de la limpieza, un sector feminizado y donde prolifera el empleo a
tiempo parcial, predominan los horarios de trabajo a primera hora de la mañana
(de seis a diez) o al final de la tarde). El empleo a tiempo parcial explica
que numerosas personas no lleguen a percibir unos ingresos equivalentes al
salario mínimo anual.
En segundo
lugar, la sobrerrepresentación de las mujeres, especialmente de mujeres con
bajos niveles educativos, en los sectores de salarios más bajos: limpieza,
hostelería, comercio al detall, residencias de ancianos y asistencia
domiciliaria, servicios personales, actividades de ocio. Esta presencia se
advierte incluso en los sectores manufactureros de más bajos salarios, como el
del textil y la confección o el del calzado. La coartada oficial es que se
trata de sectores de baja productividad que no permiten pagar salarios más
altos. La cuestión de la productividad es más compleja; es difícil saber cómo
se mide, cómo se comparan actividades heterogéneas. Y más bien hay indicios de
que la cuestión es la inversa: que consideramos poco productivo lo que hace la
gente con menor poder social, que se asocia la productividad al hecho que estos
trabajos sean muy intensivos en mano de obra (también lo son actividades como
la enseñanza, pero las desarrolla gente “con estudios”) y en muchos casos
tengan relación con las labores domésticas. O sea que se paga poco porque es un
empleo de mujeres. Éste es un campo donde demasiado a menudo la izquierda,
tanto la tradicional como la feminista, asume con excesiva facilidad el punto
de vista de las élites. Pero el “suelo
pegajoso” (como me aclaró hace años la socióloga
Teresa Torns) es la realidad de muchas mujeres, y la forma de salir de él
pasa por un aumento sustancial del salario mínimo y, aún mejor, por una acción
sindical que eleve los salarios y genere reconocimiento.
En tercer
lugar, las desigualdades en la carrera laboral; la evidencia de que las mujeres están no
sólo infrarrepresentadas en los niveles más altos de la jerarquía profesional
sino que también tienden a ser minoría en los niveles más altos de aquellas
profesiones donde en conjunto son mayoría (como ocurre en la educación y la
sanidad). Aquí se combinan procesos de mera discriminación sexista en las
promociones, de reconocimiento desigual de la complejidad de las tareas (por
ejemplo, se da más valor al profesorado universitario que al de primaria, o a
los cirujanos que a los médicos de familia) y del difícil encaje entre el
empleo asalariado y la vida cotidiana. El problema es aquí la forma en que se
define el primero, cómo se entiende la carrera profesional y, aún más, cómo se
definen los empleos directivos. El capital (y una construcción de lo
profesional a la que no son ajenos ni el patriarcado ni la cultura
tecnocrática) ha desarrollado una definición de lo profesional que en parte se
aísla del resto de la vida social y tiende a ignorar tanto la necesidad de las
tareas domésticas como la participación en otras actividades sociales. Para
muchos empresarios y directivos, las mujeres son siempre sospechosas de no
participar de esta mística profesional y son excluidas, y para muchas mujeres
la aceptación acrítica del modelo es demasiado costosa y sus prácticas de
resistencia las excluyen de una carrera competitiva. El resultado es conocido:
el “techo de cristal” que limita a las mujeres educadas a los niveles
intermedios de la carrera profesional, generando una importante desigualdad
salarial respecto a sus iguales.
El último
elemento es la discriminación pura y simple. Durante años ésta ha estado
institucionalizada y se han aceptado salarios inferiores para las mujeres. Ahora que
la discriminación está formalmente prohibida, persiste bajo formas camufladas:
distinta evaluación de los puestos de trabajo, distinto reconocimiento de
primas salariales o pago de horas extra, etc. Es tanto el producto de la
cultura patriarcal que sigue impregnando al mundo empresarial como el resultado
de un hecho más general: la discriminación en materia de salarios (como la de
los precios de los productos) es una técnica habitual para aumentar los
beneficios de las empresas, y siempre se aplica recurriendo a los diferentes
niveles de poder social que tienen las personas. La situación de los
extranjeros en muchos países es parecida, y no es casualidad que en el nivel
más bajo de la escala salarial se encuentren las mujeres inmigradas en el
servicio doméstico, pues suman una combinación de puntos débiles sociales: son
mujeres, a menudo con problemas legales de residencia, realizan una actividad
feminizada, negocian individualmente con un patrón, no tienen capacidad de
acción colectiva…
V
Los tres
niveles de desigualdad son relevantes y están interrelacionados. Lo que ha
motivado esta nota es el renovado debate en las últimas semanas sobre la brecha
salarial en un contexto en el que se ignoran el resto de los procesos. Esto no
presupone que siempre tengamos que hablar de todo. La desigualdad de género
tiene por sí sola suficiente entidad para exigir una acción contundente. Pero
la lucha por la igualdad exige una perspectiva global y pensar en alternativas
más coherentes. Es difícil que se alcancen grandes avances en materia de
igualdad mientras persista un modelo organizativo tan jerárquico, mientras la
discriminación forme parte del arsenal de instrumentos del enriquecimiento
privado, mientras la organización productiva capitalista sea el núcleo
organizador de la vida social, mientras los derechos de los ricos se impongan a
los de la mayoría, mientras algunos trabajos merezcan un infrarreconocimiento y
otros, por el contrario, estén exageradamente valorados. No se puede pensar un
orden igualitario a trozos, y por ello la impugnación de las escandalosas desigualdades
actuales exige pensar globalmente en una organización social en la que hombres
y mujeres podamos desenvolvernos en niveles de igualdad aceptables.
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