“La magia de las influencias.- Ursula K. Le Guin siempre
incorporó lo que consideraba “las voces menos escuchadas”. Solía recordar que, en una firma de
libros, una chica le dijo: “¿Sabe por
qué me gusta Viaje a las estrellas? Porque plantea un mundo donde una
persona como yo podría vivir”. Casi desde el principio puso personajes de color en sus novelas. Es de color Genly Ai y también Ged-Gavilán, el joven hechicero de Un mago de Terramar (1968), la saga que se extendería en Las Tumbas de Atuán (1971), La costa más lejana (1972), Tehanu (1990) y En el otro viento (2001). En
Tehanu es donde se ve con claridad el salto que, ella reconocía, tuvo que
dar para escribir con perspectiva de género: la saga se repliega, el mago está
en casa deprimido y recuperándose, Tenar,
su pareja, la ex sacerdotisa de Atuán,
se ocupa de la casa y adopta a una niña
Therru, quemada por un dragón. Mientras, se debate sobre por qué a las
mujeres se les niega la posibilidad de ser magas cuando su magia es “más vieja que la luna”. Pero llegar
ahí, en fantasy y ciencia ficción, le llevó a Le Guin varios años. Terramar fue concebida para chicos: en 1968 no existía la categoría de Young Adult. “Me preguntaba cuán lejos
podía llegar”, decía en una reciente conferencia en la Universidad de Portland, “cuán
oscura podía ser. Porque el fantasy, otro género que suele ser despreciado,
también puede ser muy ético y profundo moralmente. El Señor de los anillos es básicamente una
pregunta sobre el poder”.
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Dra. Ursula K.Le Guin. La escritora que revolucionó a la Ciencia Ficción y el fantasy. Poeta, Cuentista, Novelista, Ensayista, autora de libros para chicos, jamás renegó de la Literatura de Imaginación- "Bienvenida las diferencias", explicaba en sus Conferencias.
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LA IMAGINACIÓN AL PODER.
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La semana
pasada murió en su casa de Portland, a los 88 años, Ursula K. Le Guin, la escritora que revolucionó a la ciencia
ficción y el fantasy. Poeta, cuentista, novelista, ensayista, autora de libros
para chicos, jamás renegó de la literatura de imaginación, al contrario: fue
una de sus defensoras más lúcidas, convencida de que los géneros tienen la
capacidad de cambiar nuestra subjetividad al imaginar realidades diferentes. Su
novela La mano izquierda de la oscuridad es un clásico contemporáneo que
introduce en la ciencia ficción la cuestión de género; la saga que inauguró con
Un mago de Terramar cambió la rígida estructura del fantasy y abrió la puerta
para la ficción juvenil actual. Radar la despide con un análisis de su obra, de
su inserción en el mundo masculino de la ciencia ficción y de su particular
relación con la literatura argentina.
Mariana Enríquez.
Página /12 domingo 4 de febrero del
2018.
No le gustaba que la llamaran una escritora “de ciencia ficción”. Decía
que, cuando le colgaban ese cartel, le salían tentáculos. Prefería ser nombrada
como lo que era: poeta, novelista, ensayista, cuentista. Pero siempre –siempre:
hasta el final de su vida pública que coincidió con el final de su vida– Ursula K. Le Guin hizo una defensa
cerrada, militante, a favor de los escritores de la imaginación. Por ejemplo.
En 2014, Le Guin recibió la medalla por Contribución Distinguida a las Letras
Americanas, galardón que otorga la fundación National Book Award. Es un premio
a la trayectoria muy importante. Ella tenía 84 años. Subió al podio después de
la introducción admirada de Neil Gaiman, bajó el micrófono hasta su altura
–siempre fue una mujer menuda, con su corte de pelo estilo taza y una sutil
androginia– y agradeció. Después, arremetió: “Lo acepto y comparto con los
escritores que fueron excluidos de la literatura por tanto tiempo, mis colegas
escritores de fantasía y ciencia ficción, escritores de la imaginación que por
los últimos 50 años vieron que los hermosos premios iban a las manos de los llamados ‘realistas’”.
Hay que verle la cara, la sonrisa ladeada, cuando dice “realistas”.
Y después:
“En
esta época vamos a necesitar autores que recuerden la libertad. Poetas,
visionarios, realistas de una realidad mayor, capaces de imaginar
alternativas”. Y después le dedicó algunas palabras rabiosas al estado actual
de la industria editorial, se enfurruñó con los escritores que aceptan “ser
vendidos como desodorantes y a quienes se les indica qué publicar y qué
escribir” y culminó con un llamado a la resistencia: “Vivimos en el
capitalismo. Su poder parece inescapable. También lo parecía el derecho divino
de los reyes. Todo puede ser cambiado por los seres humanos y ese cambio suele
empezar en nuestro arte, el de las palabras”. Y bajó con los papelitos del
discurso doblados. Una anciana de camisa colorida que no estaba dispuesta a
resignarse ni siquiera ahí, en el final de su larga y extraordinaria
carrera.
Ursula
K. Le Guin nació en California,
hija del antropólogo Alfred L. Kroeber y
Theodora Kroeber, la biógrafa de Ishi, el indígena americano que pasó sus
últimos días en exhibición en el museo de la Universidad de Berkeley. La suya fue una infancia y una juventud
privilegiadas, en muchos sentidos. A los 22 años tenía un Master en Literatura
Renacentista Francesa e Italiana en Columbia. Poco después se casó con el historiador Charles Le Guin,
con quien tuvo tres hijos y una vida doméstica con pocos sobresaltos (“mi esposo siempre entendió que yo quería
escribir y era un trabajo”, decía). De chica pasaba los veranos en una
hermosa casa del Valle de Napa que
era visitada por académicos, refugiados
europeos –eran los años 40– y por
varios indígenas amigos de su padre. “Mi padre los conoció cuando trabajaba con
ellos, mientras aprendía su lenguaje y sus costumbres”, contaba en una
entrevista para The Paris Review. “Uno de ellos, Juan Dolores, era un Papago,
o un O’odham, y era realmente amigo de la familia. A veces se quedaba con
nosotros durante meses, así que yo tenía este tío indígena. Tener a estas
personas de otras culturas alrededor fue un verdadero regalo”.
Con
los académicos
aprendía de ciencia, que leyó durante toda su vida y esas lecturas son las
responsables de su temprano ecologismo detallado en la novela corta El nombre
del mundo es bosque (1976). Con los exiliados aprendía lo que es ser un
extranjero, condición que informa a los protagonistas de casi todos sus
relatos. Sus padres no eran religiosos; ella tampoco lo fue aunque pronto
eligió al taoísmo como “una forma de ver el mundo”. Uno de sus
últimos trabajos de traducción fue el Tao
Te Ching de Lao Tzu: se dio el gusto de trabajar con un especialista en
chino antiguo y le devolvió al texto su ambigüedad porque, en el idioma
original, los pronombres no tienen género.
*****
Le
Guin relativizaba la influencia de su crianza en
su ficción (¿a quién le gusta que la complejidad de trabajo y vida sea
reducida de esa manera?) pero lo cierto es que los relatos del ciclo Hainish (en español se lo tradujo
como ciclo Ekumen, el nombre de la federación integrada por varios
mundos-planetas, diez libros entre novelas y cuentos) tienen un tratamiento de
texto antropológico. Cuando Ursula K. Le
Guin empezó a escribir, la ciencia ficción
estaba dominada por las ciencias duras. La diversidad que ella trajo no fue
sólo en las cuestiones de género o en la introducción de personajes de color
–también inédita– sino en la ampliación del campo de las ciencias: sus libros
son manuales de etnógrafo, su héroe era Charles
Darwin. Una novela como Los
Desposeídos (1974) su utopía anarquista –publicada originalmente con el
mucho más adecuado subtítulo de “una
utopía ambigua”–, es también una lucha entre ideales políticos de
organización social, o entre idealismo y pragmatismo y tiene páginas enteras
dedicadas a las limitaciones de la libertad humana en diferentes sistemas
posibles.
La
suya es una ciencia ficción que incluye a las ciencias sociales y también, claro, como ecologista, tiene una enorme
preocupación por la biología y la
botánica: no hay novelas con descripciones más extraordinarias de los
paisajes, de la flora, incluso de la geología, que las de los mundos
imaginarios de Le Guin.
La historia del futuro.
“A los autores de
ciencia ficción dura”, explicaba Le Guin en una entrevista de The
Paris Review, “no les interesa la sociología, la antropología, no son
ciencias para ellos, son cosas blandas. No les interesan los seres humanos, en
verdad. A mi sí. Cuando creo otro planeta, con una sociedad en él, trato de
meterme en las complejidades del mundo creado en vez de sólo referirme a algo
vago como un ‘imperio’ o cosas por el estilo”.
Los
mundos de Le Guin se
parecen bastante a la Tierra pero las diferencias suelen ser radicales. En
Werel (Planeta de Exilio, 1966), donde las estaciones son muy largas, se
aproxima un prolongado y potencialmente fatal invierno –referencia que tomó George R.R. Martin para su winter is coming en
Juego de Tronos–. En Los Desposeídos hay dos planetas gemelos: Urras es capitalista y derivados, Anarres está fundado en la utopía
anarquista de la pensadora política Odo.
Pero el mundo y la cultura que más impresionó a su época y a los lectores es el
planeta helado Gueden en La mano
izquierda de la oscuridad (1969). El escenario es absolutamente Le Guin y lo repetiría en varias
novelas: Genly Ai,
representante-embajador de la federación Ekumen,
llega en una misión para integrar el planeta Gueden, dividido en un reino con características feudales y un
cruel estado burocrático, a la sociedad galáctica. Es un etnógrafo
interestelar: su misión también es describir a estos pueblos. Genly es heterosexual y esto es un tema
no menor en Gueden donde los
habitantes son andróginos latentes: cuando entran en estado de kemmer, una especie de celo, se
reproducen, el resto del tiempo son bisexuales sin deseo. Esta sociedad con
integrantes de otro género ha eliminado, entre otras cosas, la guerra, pero no
la intriga ni la violencia. Le Guin,
además, siempre evita las grandes batallas épicas, que nunca usa en su
ficción.
Pero en todas las apasionantes
negociaciones políticas de La mano izquierda de la oscuridad hay un momento de
precipitación decisivo: el primer ministro Estraven
es condenado al exilio por traición, Genly
Ai conoce la religión Handarrata,
viaja a Orgoryen, el país vecino
dominado por una burocracia estalinista y cae preso en condiciones de una
extraordinaria crueldad. Del gulag es rescatado por Estraven y juntos vuelven a Karhide
a través de hielo y volcanes y un paisaje de desolación glacial. En ese viaje,
los dos personajes se hacen amigos. Y algo más: se conocen, se aceptan. Están a
punto de tener sexo. Lo que sienten el uno por el otro es profundísimo y
doloroso. Neil Gaiman dijo:
“Cuando leí el libro,
a los 12 años, en Inglaterra, me cambió la cabeza. ¿Un rey embarazado?
Creo que me hizo mejor escritor y mejor persona”. La mano izquierda de la
oscuridad hasta rompió las reticencias de Harold
Bloom, que incluyó la novela en su discutible canon. Le Guin dijo hace poco en una entrevista con The New Yorker: “Genly Ai no es un misógino, pero es un machista.
Ha aceptado y se identifica con la definición de las mujeres en su sociedad:
más débiles que los hombres, menos confiables, menos valientes. Física e
intelectualmente inferiores. Este prejuicio de género ha existido tanto tiempo
en tantas sociedades diferentes que no tuve dudas en llevarlo al futuro. En 1968 no creo que nadie pudiera
imaginar a un terrícola dándole la bienvenida a la situación de género de Gueden. Pensé después en que pude haber
mandado a una mujer y su reacción hubiese sido diferente. Pero en esa época la
ciencia ficción no era sobre las mujeres. Era sobre los hombres. Creí que era
un riesgo presentarle esta gente rara genéricamente a lectores mayormente varones.
Creí que odiarían la novela. Pero me equivoqué. Las que me criticaron durante
años fueron las feministas. Hubiesen
querido que fuese más valiente”.
En su introducción a las novelas del ciclo Hainish en la edición
de The Library of America, el
editor Brian Attebery explicaba que la ficción de Le Guin se basa en tres
ejes: el primero, un mundo perfectamente construido, análogo al de la
ficción histórica (“tiene mucho en común con, por ejemplo, Guerra y Paz de Tolstoi”). El
segundo eje es el protagonismo de un visionario o un adelantado: el anarquista Shevek en Los desposeídos, la
observadora Sutty en El relato (2000). Y
el tercero es lo que llama “un ojo
de la cerradura” desde el que se puede ver el cotidiano. La narrativa de Le Guin entra en la intimidad y los
personajes poderosos son vistos de entrecasa. En Los desposeídos, el momento de
mayor acción es durante una marcha y la posterior represión: transcurre en el
planeta Urras pero cualquier lector
se sentirá identificado con las balas de goma, los helicópteros, la huida, la
sensación de triunfo y de pánico. El viaje interplanetario, una guerra que
ocurre al mismo tiempo que la acción, la rebelión original de los anarquistas:
todo eso queda para la elipsis. Lo que leemos es a Shevek planeando su viaje revolucionario mientras consuela a su
hija mayor y trata de dormir a la menor. Por eso sus mundos y su gente son tan
cercanos: se los observa con curiosidad, se los conoce, dejan de ser extraños.
La magia de las influencias.
Ursula
K. Le Guin siempre
incorporó lo que consideraba “las voces
menos escuchadas”. Solía recordar que, en una firma de libros, una chica le
dijo: “¿Sabe por qué me gusta Viaje a
las estrellas? Porque plantea un mundo donde una persona como yo podría
vivir”. Casi desde el principio puso personajes de color en sus novelas. Es de color Genly Ai y también Ged-Gavilán,
el joven hechicero de Un mago de
Terramar (1968), la saga que se extendería en Las Tumbas de Atuán (1971), La
costa más lejana (1972), Tehanu
(1990) y En el otro viento (2001). En Tehanu es donde se ve con claridad
el salto que, ella reconocía, tuvo que dar para escribir con perspectiva de
género: la saga se repliega, el mago está en casa deprimido y recuperándose, Tenar, su pareja, la ex sacerdotisa de Atuán, se ocupa de la casa y adopta a
una niña Therru, quemada por un dragón. Mientras, se debate sobre por qué a las
mujeres se les niega la posibilidad de ser magas cuando su magia es “más vieja que la luna”. Pero llegar
ahí, en fantasy y ciencia ficción, le llevó a Le Guin varios años. Terramar fue concebida para chicos: en 1968 no existía la categoría de Young Adult. “Me preguntaba cuán lejos
podía llegar”, decía en una reciente conferencia en la Universidad de Portland,
“cuán
oscura podía ser. Porque el fantasy, otro género que suele ser despreciado,
también puede ser muy ético y profundo moralmente. El Señor de los anillos es
básicamente una pregunta sobre el poder”.
Un
mago de Terramar es
la premisa de Harry Potter. Casi de
manera literal. La escuela de magia donde estudia Ged. El joven mago que se hace de un enemigo muy cercano (en este
caso, su propia sombra). Ged también recibe una cicatriz de la Sombra, como
Harry es marcado por Voldemort. Ursula K. Le Guin, por supuesto, se dio cuenta. “No
creo que me haya robado”, dijo.
“Pero
pudo ser más agradecida con sus predecesores. Es perezoso no reconocer a
escritores que fueron a esos mismos temas antes. Recibió muchos elogios por su
originalidad. Ella tiene virtudes: la originalidad no es una de ellas”. Terramar le trajo otros dolores de
cabeza: Hayao Miyazaki quiso
adaptarla, Le Guin se negó –pensaba
que era un Disney japonés–, cuando volvieron a reunirse el trabajo fue a manos
del hijo de Miyazaki, Goro. “Me
prometió que iba a supervisarlo y me mintió. Me gusta visualmente pero detesto
el uso de la violencia para resolver conflictos. Y, por supuesto, Ged en la película es un hombre
blanco.”
Algo
parecido a lo de Harry Potter
ocurrió con Avatar (2009), la
película de James Cameron: se parece
terriblemente a El nombre del mundo es bosque. Cameron dice que su influencia
fue Pocahontas. Le Guin no le creyó.
Con la honestidad brutal de siempre –no hay que dejarse engañar por su taoísimo y su pacifismo y su fragilidad–
dijo: “Cuando se consigue una enorme
cantidad de dinero apropiándose de ideas y fuentes ajenas, entre ellas mi obra,
hay una sensación de violación. Y de desprecio por ese aprovechamiento”.
Pero el amor de sus fans fue siempre
incondicional. Entre los escritores, traspasó géneros como pocos. Michael Chabon escribió el día de su
muerte:
“No sé qué decir sobre
Ursula, el mejor escritor de su
generación”. David Mitchell, autor de Cloud Atlas, la consideraba un genio. Margaret Atwood escribió en el
obituario de The Guardian: “Al fin
sus novelas se encontraron con su tiempo”. Kij
Johnson y Jo Walton recibieron su apoyo y admiración mutua. Y Michael Cunninghman, el autor de Las
horas y Una casa en el fin del mundo la tenía entre sus heroínas y la
entrevistó hace algunos años para Electric
Literature. Ahí hablaron otra vez de la dicotomía realismo y literatura de
la imaginación, que Le Guin
mantendría hasta el final. Cunningham le
decía: “Siempre estoy tratando de que mis lectores y alumnos se metan en la
ficción de género y me sigue sorprendiendo el nivel de resistencia. Las palabras
‘no leo ciencia ficción’ siguen emanando de una sorprendente cantidad de bocas
bien educadas y eruditas”. Y Le Guin le
contestaba: “Me alegra que lo digas vos, un escritor que se hizo famoso con
la llamada ficción literaria. Claro que hay diferencias entre géneros. Vivan las diferencias. Pero el problema
es que los géneros fueron ignorados por completo y se consideró literatura
únicamente a la ficción realista al menos en las mentes de los hombres que
controlaban la crítica y la educación. El realismo es por supuesto un género
tremendo, capaz, maravilloso y ha dominado la ficción desde el siglo XIX. Pero
el dominio no es lo mismo que la superioridad. Las paredes están cayendo, sin
embargo. De a poco. Adoro que José
Saramago tome piezas de género para sus novelas. En este momento no se sabe
bien cómo llamar a esta ficción anfibia. No quiero que este momento tenga un
nombre. Es un momento revolucionario. Y,
como siempre, que viva la revolución”.
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