LA DIVERSIDAD SEXUAL.- En este ensayo podemos
apreciar que el propósito del autor, es aportar
elementos de reflexión teórica y política sobre
el concepto de diversidad sexual. El
concepto “diversidad sexual” es un concepto político que cuestiona el
orden sexual y de género dominante y condensa la aspiración de una
sociedad que no discrimine y que garantice el reconocimiento y la equidad para las diferentes variantes
de la existencia sexual, de género y eróticas.
El término “diversidad sexual” , es
un término político, como los
términos “gay”, “lesbiana”, “bisexual”,
“heterosexual”, “sexualidad normal”, “perversión”, “transgénero”, “joto”,
“marimacha”, “buga” y, al igual que estos, tiene implicaciones en la
manera en que se nombran y, en consecuencia se construyen, diferencias
sociales más o menos significativas, se configuran relaciones de poder y
posibilidades de resistencia. Desde el planteo teórico del sociólogo francés Pierre Bourdieu, podemos decir que el
término “diversidad sexual” participa en las luchas al nivel de la
representación de la existencia sexual de las personas y por el poder de
tener la representación socialmente considerada “legítima”, “única”,
“válida” (Bourdieu 1990).
“Tres
son los usos más problemáticos del término “diversidad sexual” que alcanzo
a distinguir:
1)- Su uso como eufemismo o forma decente” para
referirse públicamente a individuos o grupos estigmatizados con palabras
consideradas “vulgares”.
2) Su uso como término “sombrilla” para agrupar a
esos individuos o grupos estigmatizados por sus prácticas sexuales o su
identidad sexo-genérica .
3) Su uso para referirse a la “otredad” de la
trilogía de prestigio “macho-masculino-heterosexualidad”.
Este sistema involucra tres aspectos principales de
la existencia sexual: 1)
El binarismo sexual: define el concepto “género” se
le distingue del concepto “sexo”, se dice entonces que el “sexo” se
refiere a la dimensión biológica y el género a las expectativas de
comportamiento socialmente asignadas a los sexos. 2).- Sin embargo, el concepto “sexo” es también una construcción social, es
decir, es una categoría que nos permite “ordenar” la realidad de cierta
manera y eso tiene particulares efectos de distinción social y políticos. 3).- Es la parte “dura” del sistema de
representaciones, pues parte de
una supuesta evidencia biológica, corporal, material: el pene y la vagina. En
realidad la concepción de la oposición y complementariedad se deriva de un
ideologismo sexual patriarcal: *“Los
sexos” se definen por los genitales y “anuncian” que el fin de la práctica
sexual es la reproducción y por lo tanto es entre hombre y mujer.
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El concepto “diversidad sexual” es un concepto
político, que cuestiona el orden sexual y de género dominante y condensa la
aspiración de una sociedad que no discrimine y que garantice el reconocimiento
y la equidad para las diferentes variantes de la existencia sexual y de género.
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SEXO, IDEOLOGÍA,
EXCEPTICISMO Y NATURALEZA HUMANA.
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José María Agüera Lorente.
Rebelión jueves 8 de febrero del 2018.
“No he dado, oh Adán, ningún lugar determinado…La
naturaleza limitada de los demás está contenida en las leyes escritas por mí.
Pero tú determinarás, tú propia naturaleza sin ninguna barrera, según tú arbitrio
y al parecer de tú arbitrio la entregó”. (Pico della Mirandola).
Hay cuestiones respecto de las cuales resulta muy
difícil mantener la debida actitud escéptica para abordar su estudio. Por dos razones: la complejidad de la
cuestión y la implicación emocional que suscita. Cuando se dan ambas la
tentación de abrazar explicaciones simples que satisfagan nuestros prejuicios,
deseos y/o intereses se torna irresistible, lo que nos convierte en víctimas
propicias del sesgo de confirmación por el que sólo nos fijamos en los casos
que refuerzan nuestras creencias subjetivas y nos blindan cognitivamente frente
a las evidencias en contra. En todo lo relacionado con el sexo es así. La ideología puede echar robustas
raíces en el siempre polémico terreno de la sexualidad, abonado hasta decir
basta de todo tipo de fertilizantes potenciadores del debate estéril por
doctrinario como la afectividad, la moral y la política.
Cuando uno se dispone a reflexionar sobre temas de
esta estofa, tan fácilmente inflamable, conviene tener muy presentes las
palabras del eximio Sir Bertrand
Russell, que dejó escritas en su ensayo Las funciones de un maestro,
exhortándonos a elevarnos por encima de las controversias «a una región de
desapasionada investigación científica». Y no carecemos de pruebas que
demuestran que todo lo que se trata de aportar al conocimiento de ese fenómeno
en el que todos estamos tan humanamente implicados se ve inevitablemente
enredado en una inextricable madeja de controversias; que se lo digan si no a Sigmund Freud o a Alfred C. Kinsey sin
ir más lejos. Más recientemente padecimos en nuestro país las convulsiones
ideológicas que provocó el dichoso autobús del sexo de la asociación Hazte oír.
Defiendo el derecho de la mencionada asociación a expresar su opinión, así como
el deber de todos los que nos tenemos por partidarios del pensamiento científico y contrarios al adoctrinamiento ideológico
de combatir sus engañifas propagandísticas con argumentos armados de
conocimiento. No soy partidario, desde luego, de combatir la ideología con más
ideología, ni de reemplazar las verdades obtenidas mediante el honesto esfuerzo
de la rigurosa investigación por supuestas verdades doctrinales por muy bien
intencionadas que sean y muy respaldadas que estén por la ética de los grandes
valores del progresismo. Y es que conocimiento y escepticismo van de la mano
como explicaré.
David Hume, el filósofo
empirista escocés, se planteó hace casi tres siglos el problema de determinar
cuáles son las posibles formas de conocimiento humano en la sección cuarta de
la Investigación sobre el
entendimiento humano (1748). Inspirado en la distinción previa de Gottfried Wilhelm Leibniz entre
verdades de razón (las de las matemáticas y la lógica) y verdades de hecho (las
de la física, por ejemplo), el de Edimburgo
sostiene que todos los objetos de la razón y de la investigación humana pueden
ser divididos en dos grupos: relaciones de ideas y cuestiones de hecho.
Simplificando lo que se deriva de esta taxonomía epistemológica, digamos que
hay verdades evidentes universalmente pues lo contrario violaría el principio
de no contradicción, las contenidas en las proposiciones de las matemáticas,
cuyos objetos se conocen independientemente de lo que exista en cualquier parte
del universo; los objetos de investigación propios de las cuestiones de hecho,
sin embargo, se hallan siempre en la cuerda floja de la mera probabilidad, ya
que sobre ellos no cabe certeza; quiere decirse que su falsedad no se puede
demostrar recurriendo al principio de no contradicción, dado que lo contrario
de un hecho es, en principio, siempre posible.
En Los
problemas de la filosofía (1912), siguiendo la estela del escepticismo de Hume, Russell afirma categóricamente
que «la mayor parte de lo que pasa
ordinariamente por conocimiento es una opinión más o menos probable». Así
expresado, resulta un tanto desalentador; pero
inmediatamente tras un punto y aparte añade lo siguiente:
«Un conjunto de opiniones cada una de las cuales sea probable, si tienen
una coherencia mutua, llegan a ser más probables de lo que sería cada una
individualmente. Lo mismo se aplica a las hipótesis filosóficas generales. Con
frecuencia estas hipótesis pueden parecer muy dudosas en un caso particular,
mientras que, cuando consideramos el orden y la coherencia que introducen en
una masa de opiniones probables, llegan a ser casi ciertas».
Esta postura es congruente con la calidad
epistémica de las verdades de hecho señalada por Hume, y compatible con la incertidumbre estructural intrínseca a
muchos ámbitos de investigación científica. Porque hasta llegar a conclusiones definitivas el método científico
impone que se consideren las hipótesis alternativas pertinentes, y que la duda
no se halle ausente en la elaboración de aquéllas. Por eso, ocurre que a menudo
en el proceso de búsqueda de verdades se encuentra dudas. Esto resulta poco
satisfactorio en debates de gran significación en la opinión pública y, por ende,
con repercusiones de importancia en la toma de decisiones políticas. Ocurrió
hace años con el efecto del tabaco sobre las enfermedades pulmonares. Recuerdo
hace un par de décadas largas, cuando en las aulas universitarias se daba una
cierta laxitud respecto al hábito de fumar, tanto entre profesores como
estudiantes. Tomó su tiempo que el
trabajo científico acumulara el suficiente número de evidencias que, por
fin, dejara sin excusas a la industria tabaquera para oponerse a las
restricciones legales del consumo. Los efectos del uso de transgénicos o la
realidad y causación humana del calentamiento global son otros dos ejemplos que
se mueven en ese margen prudencial de las verdades probables y las
explicaciones verosímiles. Pero al reconocer que existe un cierto margen para
las dudas se deja espacio para aparentes contradicciones, lo que aprovechan
quienes tienen sus propias y, a menudo, interesadas certezas; ese resquicio
escéptico siempre obligado para la ciencia, lo tapa entonces el ímpetu
doctrinario de la ideología.
Creo que es lo que pasa con las cuestiones relacionadas con el sexo,
hoy por hoy muy politizadas e ideologizadas. Efectivamente no sabemos a ciencia
cierta por qué a pesar de las políticas educativas no sexistas y promotoras de
la igualdad, que tratan de promover el acceso a todo tipo de estudios sin
discriminación ninguna por razón de sexo, sin embargo se da la «paradoja noruega de la igualdad».
Partiendo del supuesto de que la educación
machista que las niñas padecen desde que nacen es la causa (única) de que
sea siempre una minoría de ellas la que escoge los estudios superiores del
ámbito de las tecnologías, el Nordik
Gender Institute, perteneciente al Consejo
Nórdico, tenía entre sus misiones la de hacer que los roles de género
desapareciesen de sus países y que las profesiones fuesen elegidas en iguales
porcentajes por hombres y mujeres. Como aquí en España, en los países
escandinavos sin embargo las mujeres tienden a ser mayoría aplastante en los
estudios relacionados con la salud y minoría en los tecnológicos.
Ni que decir tiene que el instituto de marras fracasó en su misión de ingeniería social, es decir, que las mujeres nórdicas no vieron
mejorada su inclinación hacia las carreras tradicionalmente masculinas; ¿por qué? Porque sus responsables
tomaron una hipótesis –Russell diría
una opinión más o menos probable– por evidencia, reduciendo así la explicación
causal de un fenómeno tan complejo como la elección por parte de las mujeres de
su profesión a la educación recibida, supuestamente sexista. En casos como este
se muestra con toda contundencia que el tiempo de la toma de decisiones
políticas no va a la par ni mucho menos con el tiempo que exige la búsqueda de
la verdad científica; lo que favorece la instauración de la verdad revelada
–sea de la índole que sea, ideológica, religiosa, pseudocientífica– en el seno
de una opinión pública siempre ayuna de respuestas claras y taxativas. Hace
diez años largos Rafael Argullol
denunciaba en un artículo titulado precisamente Contra la opinión pública la preocupación de un amigo
científico suyo (no lo nombraba) que investigaba la diferente actividad de los
cerebros masculino y femenino por que pudiera ser tachado de determinista o
sexista. Él mismo se preguntaba alarmado si no llegaría el día en que se
sometiese a votación la verdad científica.
La noción de
verdad compatible con el escepticismo que exige la investigación
rigurosa es esencialmente probabilística y provisional; y se robustece cuanto
mejor responde a lo real de acuerdo con el mayor número de criterios objetivos
manejables. Me temo que en el caso de las cuestiones sociales en general y las
relativas al sexo en particular no se respeta este principio envueltas como
están en la trifulca política y las turbias corrientes que dominan el piélago
de la opinión pública. Tampoco ayuda a su tratamiento científico una cierta
inercia posmoderna presente en el ámbito de las ciencias sociales que tiende a
hacer creer que las únicas causas de las conductas de las personas y de los
grupos en los que se hallan insertas son de índole exclusivamente cultural,
despreciando así las aportaciones de los trabajos científicos que inciden en
las variables naturales. Es algo que se puede apreciar de forma divertida
viendo el documental de 2015 titulado La
paradoja de la igualdad de género, en el que se constata esa dialéctica
de paradigmas entre los científicos que entienden que la clave de todo lo
humano está en la educación frente a los que entienden –el psicólogo Simon Baron-Cohen entre ellos– que hay
que considerar en su justa medida los factores filogenéticos y ontogenéticos.
Fue el
psicólogo norteamericano Steven Pinker el que denunció el modelo de la tabula rasa (blank slate
en inglés) en su libro de 2002 titulado en castellano La tabla rasa; la negación moderna de la naturaleza
humana. La aparición de la obra –de un inusitado éxito editorial, dicho sea
de paso– fue saludada por el filósofo español Jesús Mosterín con un artículo de prensa al que puso por título muy
gráficamente Un brindis por la
naturaleza humana. En él denuncia la idea según la cual «la especie humana carece de naturaleza, que
somos pura libertad e indeterminación y que venimos al mundo como una hoja en
blanco (tanquam tabula rasa)». Mosterín
considera esta idea una de esas «elucubraciones alucinadas» que han
contribuido a enturbiar y distorsionar nuestra autoconciencia. Siendo como es
una noción de inveterada tradición filosófica la encontramos en indiscutibles
autoridades de la genealogía del pensamiento occidental como el humanista del renacimiento italiano Pico della Mirandola, y
más cerca de nosotros en los conductistas y existencialistas, sin olvidar a
idealistas y marxistas. Noam Chomsky
fue la voz discordante en esa concepción antropológica de rancio abolengo al
mostrar hace medio siglo las insuficiencias teóricas del conductismo a la hora
de explicar el desarrollo del lenguaje infantil. Esta nueva propuesta
–verdaderamente rupturista en las ciencias sociales– es la que Pinker extendió hace quince años a todas las capacidades
humanas. Aquí tenemos un exponente incontestable de lo que decíamos más arriba,
en consonancia con el escepticismo presentado de la mano de Hume y Russell y
que exige toda investigación científica. Nuestros más recientes hallazgos en los
campos de la genómica y las neurociencias revelan una coherencia que refuerza
la importancia de la naturaleza del ser humano cuando se trata de explicar la
diversidad de sus conductas en todos los fenómenos sociales. No sería honesto
ignorarla.
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