ORIGEN DEL
NEOLIBERALISMO.- En abril de 1947 a las faldas del Mont Pèlerin, en los Alpes
Suizos, Friedrich von Hayek y Milton Friedman reunieron a un nutrido
grupo de intelectuales de derecha para
expresar su repudio al New Deal y el keynesianismo que en ese momento
dominaba el mundo económico.
El
objetivo de Hayek, Friedman y la
treintena de empresarios y políticos convocados, entre los que se contaba Karl Popper -quien acababa de publicar La Sociedad Abierta y sus Enemigos-, era sentar las bases
ideológicas para una reducción del
aparato estatal que con la revolución
del economista británico John Maynard Keynes había
cobrado un nuevo ímpetu en el liderazgo
del desempeño económico.
A Hayek le molestaba la presencia del keynesianismo por su posibilidad de llegar a establecer y legitimizar al socialismo, lo que
constituiría un verdadero camino de servidumbre para el mundo civilizado. Su crítica a la planificación del Estado era frontal: “no puede constituir una solución económica
adecuada debido a la complejidad de los cálculos económicos”. Para Hayek la planificación del estado “solo puede
conducir al caos o al estancamiento”. Esta vehemente reacción
teórica y política contra el intervencionismo de Estado y contra el Estado de
Bienestar Social, se conoce como el origen del Neoliberalismo, movimiento ideológico que crea y desarrolla –a través de
los think tanks- modelos de ataque a toda limitación impuesta por el Estado a los mecanismos del mercado.
EL
PROGRAMA DEL NEOLIBERALISMO.- La espera de casi treinta años a la sociedad de
Monte Peregrino de Hayek y Friedman valió la pena. En 1979 Margaret Thatcher, en Inglaterra,
se compromete públicamente a poner en práctica el programa neoliberal. En 1980 le sigue Ronald Reagan, en Estados
Unidos, y en 1982 el
democratacristiano Helmuth Kohl en Alemania Federal. Japón, Argentina, México
y otros países, adoptaron el modelo a mediados de los 80. ¿Cuáles fueron las
realizaciones de los gobiernos neoliberales? Los diferentes modelos siguieron el pie de la letra las recetas para restringir la oferta monetaria, elevar
las tasas de interés, reducir drásticamente los impuestos a los ingresos más
altos, abolir los controles a los flujos financieros (entrada y salida de
divisas), elevar fuertemente la tasa de
desempleo (para así aplastar las huelgas y quitar poder a los sindicatos),
imponer fuertes recortes a los gastos fiscales y, sobretodo, dieron inicio a un
amplio programa de privatizaciones
que se constituyó en el proyecto más sistemático y ambicioso de todos los
experimentos económicos.
Los resultados de la
aplicación irrestricta de estas medidas de la hegemonía neoliberal como
ideología están
llevando al mundo a una polarización en
términos de exclusión social. La elevación de la tasa de desempleo, conocida como un mecanismo natural y necesario
para el funcionamiento eficaz del modelo, constituye su victoria más
contundente. La demostración empírica de la trampa
que ha impuesto el neoliberalismo
está en la creciente y sistemática ampliación
de la brecha entre ricos y pobres. Primer RESULTADO de 40 años de
neoliberalismo, la vil, violenta, salvaje e inhumana DESIGUALDAD Económico-Social.
La ideología de mercado puede
arrojarse otro éxito: la globalización de la pobreza. Una quinta parte de la población mundial (1.200 millones de personas) sobreviven
con un dólar diario y 2.800 millones
de personas con poco más de dos dólares al día. Cada día mueren 30 mil niños de hambre y 800 millones de personas
padecen subalimentación crónica. Durante los últimos 40 años la diferencia
entre los 20 países más ricos y los 20
países más pobres se ha cuadriplicado. Los
mandamientos del egoísmo individualista pregonado por Hayek en las faldas del Monte Peregrino, han
rendido sus frutos para algunos, a costa de hambre, muerte y destrucción
humana.
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MARX Y EL NEOLIBERALISMO.
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Horacio
González.
Página/12
miércoles 4 de abril del 2018.
Todos los gobiernos del
neoliberalismo mundial se aprestan a festejar el bicentenario del nacimiento de
Marx, cuando ya lo creen “perro muerto”, según la expresión que
el mismo Marx les dedicara a los que
creían que disecándolo se iban a librar tan fácilmente de Hegel. Parafraseando al Manifiesto Comunista –si es por
aniversarios, son 170 años desde su
redacción–,
“todas las potencias
de la vieja Europa se han unido en una Santa Alianza para acorralar a ese
fantasma: el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales de Francia y los
polizontes de Alemania”.
¿Algo
ha cambiado? No
sabemos qué dirá el Papa, casi la
única figura subsistente de esas entidades históricas que menciona el
Manifiesto. No puede predecirse nada, pero seguramente Francisco –que no es marxista– tratará su diferencia con Marx sin embalsamarlo ni convertirlo en
un gracioso bitcoin académico. Pero
la Santa Alianza del Neoliberalismo tiene preparados sus
cosméticos, aquellos que el mismo Marx
condenara en El 18 Brumario como
teatralización de la historia, modo representacional repetitivo equivalente a
la infinita duplicación de la “comedia”,
vista aquí como enemiga del ser trágico de las cosas.
No obstante, esta “teatralización” de Marx corresponde a
un estado muy vívido del estudio de su obra, que tiene sin duda una vertiente museificadora y convencionalmente performática, que pretende desligarlo
de sus propias condiciones de producción y de la espesura de la época en que
escribió El Capital –la época de Balzac,
Flaubert, Baudelaire, Jack el Destripador y las locomotoras a vapor–, y
otra vertiente que rescata con finura retórica lo que desde el comienzo ya
estaba insinuado en Marx, la crítica de Hegel
pero la aceptación de sus Lecciones de
Estética, tejido último que explica muchos de los estilos de su
escritura.
Por otro lado, Shakespeare y el arte griego lo
motivaban en ambos casos a presentar como una incógnita –válida hasta hoy– el hecho de cómo las fuerzas productivas no operan ajenas a las resistencias que objetan
su racionalidad basadas en las herencias
del arte, de la lengua y los mitos. Franz
Mehring, en su formidable biografía de Marx
–escrita para su centenario, hace 100
años–, ya estudiaba el lenguaje de Marx
como un hecho interno esencial en su obra –por inspiración de Goethe y de Lessing, decía–, y afirmaba
que Marx escribió influido por “el juego de las olas en las profundidades
púrpuras del océano”.
No es un secreto que la lectura literal de Marx produce –como
cualquier lectura de esa índole–, un conjunto de problemas de transacción
histórica respecto al mundo cultural en que alguien escribe ante el estado que
se halla en ese momento la modulación tecnológica del capitalismo. Por decirlo
así, la historicidad del historicismo de
Marx es indudable, y hasta es por eso que el estructuralismo de los años 60 inventó la “lectura sintomática”. Al
mismo tiempo, la monumental Crítica de
la Razón Dialéctica de Sartre le quitaba abstracción a los fundamentos de Marx para dotarlos de una nueva
existencia en la escasez, “la necesidad
para la sociedad de elegir a sus muertos y a sus subalimentados”.
Ya hay entonces un Marx que se liga a la reflexión crítica
ante la existencia subalimentada como condición de emancipar lo humano. Más
recientemente, Derrida al dar a
conocer sus Espectros de Marx, ya
casi parece completo el ciclo de su relectura sobre la base de lo que sus
textos capitales insinuaban. Los grandes textos son los que permiten exponer el
ser invisible que cargan, alusivo al “estado
de la deuda” y el “trabajo de duelo”
que son las figuras exegéticas que hacen vibrar un texto en relación con lo que
lo encadena imperceptiblemente con otros textos pasados y futuros, que crean
una historia de la lectura paralela a la historia social. Por eso, un “gran texto” es siempre ése con el que
estamos en deuda –y la deuda se paga con el arte de la reinterpretación– y
aquel que siempre ponemos en peligro por el solo hecho de estar ante él con
intenciones hermenéuticas.
Esta
línea de lectura de Marx
no lo embalsama o lo pone en una lata de conserva neoliberal, con retiro
espiritual en Chapadmalal incluido,
sino que lo preserva como lectura viva,
interconectada rizomáticamente –si queremos emplear esta palabra–, con los
afluentes que vienen de Hegel
–obvio– pero también de Spinoza,
Rousseau o las discusiones sobre Demócrito
y Epicuro en torno a la naturaleza.
Otro problema es el ciclo que va desde las barricadas
europeas de 1848 a la caída de la
Unión Soviética.
No es posible ni
desanudar a Marx de esos
acontecimientos pues siempre fue leído, canonizado, dogmatizado o convertido en
motivo de certezas fijas refrendadas por instituciones oficiales –lo que era un
problema y a la vez una simplificación, pero de gran emotividad–, ni es posible
alegrarse que ese ciclo haya cesado por lo cual liberaría de prejuicios a los
autores de biografías cada vez más exhaustivas que diluyen a Marx en el siglo XIX como un estudio de caso. Como apologeta, al fin, de la revolución burguesa que
“ha creado maravillas
muy superiores a las pirámides egipcias, a los acueductos romanos y a las
catedrales góticas, y ha dirigido expediciones superiores a las Invasiones y a
las Cruzadas”.
No es que no haya
problemas interpretativos respecto de las nociones de tiempo histórico –lineal o circular– que están implícitos en Marx. No ceden los estudios sobre este
tema. Pero otra cosa propone la intelectualidad
neoliberal mundial, que arroja las obras de Marx “al desván de los trastos
viejos junto a la rueca y el hacha de bronce”, para ofrecérselas al
rigor desencantado de los especialistas. No obstante, como toda teoría de la
historia, la historia misma reacciona de diversas maneras sobre ella. ¿Cuándo no fue así?
Incluimos entre estas
reacciones el film de Alexander Klüge
sobre El Capital. Lo subtitula “noticias de la antigüedad” y, a pesar del
desafío que implica, esa antigüedad revierte sobre el núcleo de arcaísmo que
hay en cualquier relación actual, sea de un texto con su lector, sea de un actor
con su obra de teatro, sea de un símbolo cualquiera con aquel que lo recuerda o
lo invoca, sea con el modo en que el mundo sigue vivo gracias a cómo despierta
sus fantasmas. La mercancía en Marx
tiene sin duda un secreto teatral. Otra cosa es que los teatros en tanto museos ahora tomen su
aniversario para convertirlo en un cartapacio de coleópteros del fin de la
historia, coleccionados con alfileres sobre un telgopor.
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