Nos preguntamos quién
gobierna el mundo: ¿El
pueblo o los financieros y enriquecidos? Nosotros podemos votar una opción
política, pero el programa de ésta se anula en el mismo instante en que hay un
ganador que hará lo que marquen los financieros, inversores y especuladores.
El fascismo político
se ha transformado en un facismo social. Ya no se utilizan las armas sino la economía. Antes se
adoctrinaba, ahora se manipula adormeciendo las conciencias; antes
se despreciaba al pueblo, ahora se le
empobrece; antes no había prestaciones sociales, ahora se recortan y se
suprimen. Antes no había libertad,
ahora existe la libertad
pero las condiciones laborales, sociales y económicas impiden
ejercerla.
El fascismo encarna
el autoritarismo y el absolutismo,
un concepto de la vida que conlleva el desprecio a todos aquellos que no sirven
a la causa, son críticos y sufren la represión. El fascismo divide a la sociedad entre la élite social y económica y el
resto de la gente, que para él no tienen ningún valor. Es una sociedad
estructurada entre unos pocos dictadores y el resto del pueblo, que se tiene
que limitar a enaltecer a eso dictadores y obedecerlos de una forma ciega. El pueblo no piensa; obedece y aclama y
vitorea. Es un fascismo encubierto que dicta que el 1% de la población tenga
todo el poder y el 99% de la población se limite a obedecer. Se recubre de
democracia y libertad de expresión y manifestación con el objetivo de
desmovilizar y que aceptemos la dictadura de los mercados, es decir, de los
mercaderes.
Esto se constata sencillamente
cuando nos preguntamos quién gobierna el mundo. ¿El pueblo o los financieros y
enriquecidos?
Nosotros podemos votar una opción política que ha presentado un programa
social, económico, etc., pero dicho programa se anula en el mismo instante en
que hay un ganador que va a hacer los que marquen los financieros, los
inversores, personas con grandes fortunas, los
especuladores€ Decía Noam Chomsky que las Bolsas votan todos los días.
Para algunos progresistas,
quien gane las elecciones lo tiene muy crudo para hacer otro tipo de política
económica, que ya todo está más que establecido y decidido; incluso afirman que
si ganara la izquierda no podrían hacer mucho, porque no tienen margen de
maniobra. Esta es la expresión de ese facismo social que tiene sus sedes en Wall Street, en la
City londinense, en el Banco Central Europeo, en el Banco Mundial, en el Fondo
Monetario Internacional€
Veamos algunas expresiones de
ese fascismo social.
Cada vez que se recorta en
ayudas a personas vulnerables física y mentalmente.
Cada vez que se recorta en la Ley de
Dependencia.
Cada vez que se hacen leyes más
restrictivas contra los inmigrantes y se les encierra en los Centro de Internamiento de Extranjeros
(CIEs).
Cada vez que se hacen leyes
represivas como la ley mordaza.
Cada vez que se recorta en
sanidad, en educación y en política social.
Cada vez que se intentan
privatizar los servicios públicos.
Cada vez que los Gobiernos muestran
indiferencia al sufrimiento de su pueblo después de haberlo provocado.
Cada vez que hay un desahucio
y se despoja a una persona de su vivienda, de su hogar.
Cada vez que se priva del
derecho al agua y a la luz a las personas.
Cada vez que hay reformas
laborales que recortan derechos, fomentando jornadas interminables con salarios
de miseria.
/////
Brasil. El fascismo social, ingresa legalmente el 1 de enero próximo, cuando juramente como Presidente el sr. Jair Mesías Bolsonaro. Veremos que si la débil democracia carioca, tiene los suficientes argumentos para sostenerse en un nuevo escenario de liquidación principal de derechos y donde la LIBERTAD, es la primero que defender. A la espera?.
***
LA ULTRADERECHA: EL VOTO
PRODUCTIVISTA CONTRA EL MUNDO.
(Brasil el Voto BBB. Bala,
Buey, Biblia).
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Ángel
Calle Collado.
eldiario.es
Sábado
22 de diciembre del 2018.
Me resisto a presentar el ascenso electoral de la
ultraderecha como un síntoma o como una coyuntura. La irrupción de Vox, la
elección de Bolsonaro o de Trump, el
ímpetu racista de Salvini o de Orbán
son más bien un oleaje producto de un mar de fondo. Una marea inhóspita que
viene cobrando fuerza en las últimas décadas. La ultraderecha es un producto
mediáticamente refinado por sectores neoliberales (empresariales, financieros,
mediáticos) que han alzado su vuelo con alas muy conservadoras, comprometidas con
la defensa de un orden y de unos privilegios.
Bolsonaro es
hijo del grupo parlamentario de la BBB, como dicen por Brasil: bala, buey y
biblia, correspondiendo a tres bancadas parlamentarias que se identifican con
quienes medran a la sombra de la
militarización del país, la defensora del agronegocio y la proveniente del
sector evangélico. Vienen siendo mayoría en el Congreso brasileño. No
dudaron en apoyar el golpe de Estado frente a Dilma Rousseff. En Brasil, como en otros lugares del mundo, esta
ultraderecha se benefició de las promesas no cumplidas y las corruptelas no
señaladas por una izquierda cómoda en la cogestión de grandes parcelas del
neoliberalismo. Pero sobre todo adquirieron aire con los poderosos grupos
mediáticos evangelistas y sus acólitos (Iglesia
Universal del Reino de Dios, televisiones como Record TV, periódicos, canales
en youtube) a los que bombardearon con su subpolítica de los memes: aquella
que sólo caricaturiza y promueve el odio como fundamento político, siguiendo la
doctrina Bannon.
De la misma manera, para entender a Trump hay que hablar de élites y de una
cultura derechizante reconocida como la Alt-Right:
publicaciones en internet como Breitbart, youtubers y canales volcados con la
magnificación de sucesos de inseguridad y la propaganda racista, televisiones
como Fox, etc. Compañías eléctricas, petroleras y automovilísticas vieron en Trump un camino contrario a Obama y directo para frenar directivas
contra el cambio climático, otras que impidieran el control de emisiones
tóxicas de sus centrales y prospecciones o que pusiera fin a los sobornos en
países que dan el visto bueno a sus negativos impactos ambientales.
¿Y Vox? Crece
alrededor de discursos racistas, denuncias contra la “ideología de género” o promesas de
bajadas de impuestos para empresarios y grandes fortunas. Militancia que, como
la de Ciudadanos, proviene de participantes y simpatizantes del ala dura del
Partido Popular. Y del ala afortunada de este país, pues según encuesta
realizada en Octubre pasado, sólo uno de cada ocho posibles votantes percibía
más de 800 euros, mientras que los pueblos y barrios de renta más alta han sido
caladero de votos para esta formación.
Abundan círculos de empresarios comprometidos con la “reconquista de España”, subalternos
algunos a la lógica de la globalización que reclama mayor extracción y más
deprisa de los recursos naturales, a la par que propone limitar más los
derechos sociales. La pujanza en Almería
de Vox debe mucho a ese mantra de la necesidad, según sus apuestas, de que
siga fluyendo el dinero derivado de la producción intensiva bajo plástico y de
las canteras de mármol, a la vez que se demanda superar el olvido histórico que
los “políticos de Sevilla” han manifestado para con esta zona alejada de la
capital andaluza. Si Ciudadanos se
nutría de parabienes y préstamos del Ibex35,
Vox representa un ala menos liberal pero igual de comprometida con un
productivismo que no atiende a límites ambientales (ausente cualquier mención
al tema en sus medidas concretas), tampoco a criterios de justicia sociales.
Se trata de una marea que arrastra y seduce a un
electorado descontento y que busca protestar, situarse en una tribu en la que
reconocerse, dispuesta a comprar un ideario que someta a otros y otras para
beneficio de los mismos. La llamada
ultraderecha navega a escala
planetaria con tres votos prestados:
1) Protesta contra un
orden que nos “roba” certezas, esencias, las cosas como “tienen que ser”;
2) Tribu y
hooliganismo de masculinidades fuertes, el parado o precario por
encima de 40 o quien define su vida a partir de jerarquías diarias y
constantes;
3) Voto Cool pues algo hay
de novedad en sus memes y sus discursos.
Navega desde un descontento real, gente perdida en el
móvil y pendiente de empleos muy precarios. Sectores alejados de una élite o de
una clase con aspiraciones de “clase
media” que mira a los no tan afortunados o a los sureños (en Estados
Unidos, en España o en el Este andaluz) como bastante “paletos”.
Sigue ese rumbo porque, después de protestas como el 15-M en 2011 o el Sao-Paulazo de 2013 en
Brasil, las maquinarias encuadrables en la denominada “izquierda” insisten en pautas verticales, clásicas, poco
movilizadoras desde problemas concretos y escasamente propensas a una radicalización de la democracia, a una reinvención de la política (lo global,
lo público) a través de lo político (lo cotidiano, próximo). No cultivan
sociedades, se ajustan al juego del márketing político según sus opciones de
ampliar la maquinaria organizativa que controlen.
Cierto: las
maquinarias whatsapp (made in Bannon) acentúan la “guerra de memes” por encima de realidades y luchas sociales. Sin
articulación social sólo hay entonces agregación virtual. Y hacer política que
huya del fascismo social es cultivar otras sociedades, no “ilusiones” refritas en viejos y verticales modos de hacer. Para
eso, y para ir en contra del orden que considera que les expulsa, determinada
gente muy descontenta ya tienen una derecha capaz de convencerles de las “bondades” de un fascismo social: retornar a
ciertas esencias, mano dura con cuestiones de libertades o de igualdad de
género y avanzar de forma impetuosa por el despeñadero neoliberal.
Pero esos tres
perfiles de voto (protesta contra el establishment refinado, tribu que
exige sus privilegios y guerra social de “buen rollito”) no pueden comprenderse
sin las velas y la fuerza con las que sopla el Gran voto productivista: el voto
real con el que grandes grupos empresariales descafeínan la democracia
liberal. Un voto productivista que
no duda en mostrarse cínico con las evidencias del vuelco climático con tal de
elevar un poquito más sus cuentas bancarias.
Los ricos de
Vox quieren menos impuestos (sociedades que puedan tributar al 15%, fin del impuesto de sucesiones) y
que nadie controle sus actividades productivistas asociadas a una globalización
insostenible y bajas en emisiones a favor de derechos humanos. Los grandes terratenientes de Brasil
quieren la Amazonía para plantar más soja,
para patentar biodiversidad y
controlar territorios. Los habitantes del “cinturón
bíblico” en Estados Unidos
quieren que “sus” empresas de coches
se queden en la zona y generen empleo, aunque sea hambre y desolación ambiental
para un mañana no tan lejana.
Sin embargo, tanto despropósito no convence a todo el
mundo. Dos tercios de la población (mujeres, jóvenes menores de 30 años,
migrantes, indígenas) sienten poca simpatía o rechazo por sus causas. Pero
se puede gobernar cómodamente con el
20% de los votos en tiempos de democracias
descafeinadas. Y la cuestión propia de las sociedades líquidas (¿quién me puede ayudar?), a la que añadiría
dos asociadas a nuestra interdependencia (¿dónde están mis lazos? y ¿quién
cuidará de mi casa, de mi planeta?), siguen sin encontrar respuesta para mucha
gente. En muchos casos, las personas
descontentas no encuentran en las proximidades sociedad, luchas sociales, sindicatos o partidos inclusivos que les
acompañen a salir del bache o del aislamiento. El gran padre televisado y
autoritario reaparece entonces como una “solución” cortoplacista: fascismo social más suave, pero certero
como los aguijones espoleadores de sus memes.
Insisto:
¿nos ponemos a cultivar otra sociedad y otra política que atienda a las
necesidades sociales y a nuestros límites ambientales desde una radicalización
de la democracia?
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