“Aparte de la creciente cifra de parados,
en el conglomerado laboral conviven trabajadores independientes, empleados del comercio y administrativos, pequeñas empresas, talleres
artesanales, micronegocios sostenidos por el dueño y su familia, comerciantes
callejeros y empleadas domésticas.
Como además trabajadores de la enseñanza pública y
privada, así como los profesionales
y técnicos independientes, dotados de conocimientos y hasta de
medios de trabajo especializados –con frecuencia hostigados por interminables
deudas e incertidumbres‑‑, de donde surgen no pocos dirigentes políticos.
Además, están quienes tienen el privilegio de servir a empresas de tecnología
avanzada. Hay que investigar y proponer modos adicionales de organización. A la par, con referencia al país rural llamamos campesinos a cuantos viven en el
campo, pero que en la vida concreta son precaristas o minifundistas,
trabajadores sin tierra, trabajadores estacionarios, pequeños y medianos
productores, latifundistas que explotan peones o empresas nacionales y
compañías transnacionales que explotan a obreros agrícolas.
“Esa polifacética realidad del trabajo debe comprenderse dentro de la naturaleza plural, ‑‑más frecuentemente estudiada‑‑ de la heterogénea
vida étnico‑cultural, socioeconómica y pluri‑regional de nuestros países. Vida
hace siglos sometida a un complejo régimen de discriminaciones y exclusiones,
relativas al nivel de ingresos, la región de origen o residencia, los rasgos
raciales, sexo, edad y creencias de las personas, que les abren o
cierran su acceso a status, empleos y oportunidades. Ahora los efectos de la pandemia y la
cuarentena expanden la crisis general ‑‑económica, social,
política y ética‑‑ iniciada antes del Covid que, al incidir en el
enjambre de reclamos de las diversas fracciones sociales, agita a un
tropel de luchas dispersas. Aunque, a su vez, los intereses plutocráticos
obtienen y consolidan ventajas. La crisis, al avanzar, polariza: los grandes
consorcios acopian y concentran capitales, mientras los actores menos
fuertes quiebran, la masa trabajadora empobrece y las capas medias ven cercarse el abismo.
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DE LA CRISIS DEL TRABAJO AL CAMINO QUE
VIENE.
Millones pierden el trabajo en América latina. ¿Donde quedan los Sindicatos y las Centrales Sindicales?
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Por Nils Castro | 12/08/2020 m| Mundo.
Fuentes Rebelión miércoles 12 de agosto del 2020.
Al discutir la pandemia de Covid-19 y sus
consecuencias, que tan rápidamente han agravado la crisis económica que ya
estaba en ciernes, es común referirse a la situación de “la clase trabajadora”. Esta hace años venía sufriendo el incremento de la
cesantía, el subempleo, el trabajo precario y el
“autoempleo”. La creciente
privatización de las economías y concentración del gran capital han incrementado
la desigualdad, el deterioro de los servicios públicos, la vulnerabilidad de
esa clase y el número de los que, de antemano, difícilmente podían
satisfacer sus necesidades básicas.
Desde la pandemia, quienes no tienen más medio de
vida que la posibilidad de trabajar han arribado a una situación extrema. Según la OIT, el 81% de
la fuerza de trabajo mundial es quien ahora más padece el cierre total o
parcial de las actividades económicas. Se perdieron
305 millones de empleos formales en el
segundo trimestre de este año, y de los 2,000
millones que subsisten en la economía informal, al menos 1,600 millones pueden quedar sin nada, tras una
reducción del 60% de sus ingresos en el primer mes de la pandemia.
Con el auge del neoliberalismo, muchas empresas
abandonaron la producción de bienes para optar por el lucro en los negocios
financieros. Además, desde la
tercera y cuarta revoluciones tecnológicas, el gran capital acomete
reestructuraciones que sus empresas más potentes promueven, para ahorrar
costos, reponer su tasa de ganancias y acumular excedentes. Se modifican así
las condiciones del mercado, a lo que los demás actores ‑‑económicos y
políticos‑‑ han tenido que readecuarse. Esto incluye al mercado laboral,
dado que estos cambios redefinen los tipos y reducen la cantidad de los
trabajadores que las compañías emplean, dejando fuera a los otros.
Entre los afectados por ello están las organizaciones sindicales, que con eso no solo pierden
afiliados, sino peso social y político.
Y aunque las causas de malestar y protesta sociales crecen, en América
Latina las grandes confederaciones sindicales ‑‑que salvo contadas excepciones y momentos‑‑ ya no
representan ni encabezan a las mayorías populares. Las grandes
movilizaciones de protesta en los meses previos a la pandemia, en Bolivia,
Colombia, Chile, Ecuador, Haití, Honduras, Puerto Rico y hasta en Estados
Unidos, hoy expresan a multitudes autoconvocadas, social y culturalmente
plurales, sin organización estable ni duradera. Representan a la variopinta
muchedumbre que los latinoamericanos llamamos “la gente”, la cual ya está
cabreada.
Pasados esquematismos ideológicos implantaron
nociones que seguido no se adecúan ‑‑verbal
ni conceptualmente‑‑ a nuestras realidades. En la práctica, la que llamamos
clase obrera, o clase trabajadora, en nuestra
América envuelve diversas configuraciones. En las áreas urbanas ese
sector se fragmenta entre el empleo precario, los trabajadores por cuenta
propia, los subcontratistas, los trabajos tercerizados, y la creciente
suma de los trabajadores excluidos o cesantes, además de quienes conservan
empleos formales, más proclives a formas sindicatos, cuando la ley no se
los prohíbe.
Aparte de la creciente cifra de parados, en el conglomerado
laboral conviven trabajadores independientes, empleados del comercio y
administrativos, pequeñas empresas, talleres artesanales, micronegocios
sostenidos por el dueño y su familia, comerciantes callejeros y empleadas
domésticas. Como además trabajadores de la
enseñanza pública y privada, así como
los profesionales y técnicos independientes, dotados de conocimientos
y hasta de medios de trabajo especializados –con frecuencia hostigados por
interminables deudas e incertidumbres‑‑, de donde surgen no pocos dirigentes
políticos. Además, están quienes tienen el privilegio de servir a empresas
de tecnología avanzada. Hay que investigar y proponer modos adicionales de
organización.
A la par, con referencia al país rural llamamos campesinos a cuantos viven en el campo, pero que en la vida concreta son precaristas o
minifundistas, trabajadores sin tierra, trabajadores estacionarios, pequeños y
medianos productores, latifundistas que explotan peones o empresas
nacionales y compañías transnacionales que explotan a obreros agrícolas.
Esa polifacética realidad del trabajo debe
comprenderse dentro de la naturaleza plural, ‑‑más frecuentemente estudiada‑‑ de la heterogénea vida étnico‑cultural,
socioeconómica y pluri‑regional de nuestros países. Vida hace siglos
sometida a un complejo régimen de discriminaciones y exclusiones,
relativas al nivel de ingresos, la región de origen o residencia,
los rasgos raciales, sexo, edad y creencias de las personas, que les abren
o cierran su acceso a status, empleos y oportunidades.
Ahora los efectos de la pandemia y la cuarentena
expanden la crisis general ‑‑económica, social, política y ética‑‑
iniciada antes del Covid que, al incidir en el enjambre de reclamos de
las diversas fracciones sociales, agita a un tropel de luchas dispersas.
Aunque, a su vez, los intereses plutocráticos obtienen y consolidan
ventajas. La crisis, al avanzar, polariza: los grandes consorcios acopian y
concentran capitales, mientras los actores menos fuertes quiebran, la masa trabajadora empobrece
y las capas medias ven cercarse el abismo.
Cuando esta pandemia termine muchos patrimonios se
habrán perdido y no pocas pequeñas y medianas empresas habrán cerrado
para siempre. Pero, aunque los grupos más castigados son mayoritarios, tienen
menor presencia real ante los órganos del poder político. Esta
desventaja agrava su subordinación a las entidades y la cultura
dominantes. Tanto más cuando la crisis igualmente se manifiesta en la corrupción de las relaciones entre el gobierno y
los negocios privados. Como también en la pérdida de representatividad y
eficacia del sistema político y de los partidos ‑‑incluso muchos de izquierda trancados en pretéritas formas de
organización y comunicación‑‑. Y asimismo en el descrédito de los
Parlamentos y el extravío de su legitimidad. Todo lo cual impone una
cerrazón del sistema, que ya no asume las nuevas situaciones, necesidades y
demandas de la población mayoritaria.
Al estudiar los grandes movimientos nacional‑populares
latinoamericanos de los años 30 y 40 del siglo pasado –como el getulismo,
el peronismo y el cardenismo‑‑, Ernesto Laclau concluyó que, ante la cerrazón política de su
tiempo, esos movimientos habían generado las motivaciones, el
discurso y el liderazgo necesarios para
equiparar y reunir la pluralidad de intereses, reclamos y expectativas de múltiples
colectividades descontentas. Un proyecto capaz de asumir sus
indignaciones y demandas ‑‑de distintos orígenes, carácter y localización‑‑
de la clase media, del barrio y del asentamiento rural, de los pequeños
comerciantes, junto a las de los trabajadores y los carentes de empleo.
A la visión política y la corriente histórica de
juntar esa alianza de reivindicaciones insatisfechas, y conjugarlas para formar un sujeto colectivo
opuesto al poder establecido, Laclau la denominó populismo.
Este daba cuerpo a una contracultura, como antes la llamó Antonio
Gramsci, capaz de confrontar al sistema de poder y al sentido común
dominantes, y erigirse como su adversario en la confrontación entre “nosotros”
el pueblo y “ellos” la oligarquía, así como en el enfrentamiento
liberador de la nación frente al imperialismo. Esa comprensión gramsciana del populismo es,
a su modo ‑‑como corriente transgeneracional‑‑, un precedente del progresismo
de inicios del siglo XXI (aunque probablemente ni Hugo Chávez, Lula ni
Evo Morales hayan sido lectores de Laclau).
En los tiempos que hoy se precipitan, esa alianza
de reclamos y reivindicaciones
incluye otros factores: mayor complejidad y apremio sociales, menor
protagonismo de las organizaciones sindicales, creciente presión del
proletariado informal, y alta capacidad de “la gente” para comunicarse
entre sí y autoconvocarse, incluso sin ser parte de organizaciones
constituidas. Así como otras formas de organización, centradas no
solo donde los obreros trabajan, sino en las comunidades donde el pobretariado y su prole cohabitan con sus
semejantes.
Vale anotar que estas son los espacios socio‑territoriales
donde el general Omar Torrijos llamaba a constituir sus núcleos de
militancia, donde combinar la discusión de los temas nacionales con la
atención a los problemas locales.
Al cabo, ¿quién es la materia de esa alianza
plural de reclamos a quien se moviliza como nuevo
sujeto político para trasformar la
realidad, su propia realidad? Es “el pueblo”, ¿pero este quién
es? No hay mejor respuesta ‑‑por su demostrado alcance como convocatoria
masiva y su eficacia como proyecto para luchar juntos‑‑ que la del Fidel Castro en La historia me absolverá,
publicada en 1953, unos 30 años antes de las primeras obras de Laclau.
Esa proclama,
más allá de ser su alegato ante el tribunal tras el revés del asalto al
cuartel Moncada, miraba al próximo futuro y fue su llamado al pueblo
cubano a rebelarse. Allí dice:
“Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha,
la gran masa irredenta,
a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que
anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está
movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia
y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias
transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo,
cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en
sí misma, hasta la última gota de sangre”.(1)
Enseguida de lo cual Fidel
describe ese complejo sujeto y lo convoca a protagonizar las siguientes etapas
del acontecer nacional:
“Nosotros llamamos pueblo, si de lucha se
trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el
pan honradamente […]; a los quinientos mil obreros del campo que
habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y
pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen
una pulgada de tierra para sembrar […]; a los cuatrocientos mil obreros
industriales y braceros […], cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas
son las infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan
de las manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el
despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba;
a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una
tierra que no es suya […], que no pueden amarla, ni […] plantar un cedro o
un naranjo porque ignoran el día que vendrá […] la guardia rural a
decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y profesores tan
abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras
generaciones y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil
pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y
rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados,
veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores,
escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos
deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin
salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica. ¡Ése es el pueblo, cuyos caminos de
angustias están empedrados de engaños y falsas promesas; no le íbamos a decir:
«Te vamos a dar», sino: «¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas
para que sean tuyas la libertad y la felicidad!».
Algunos “politólogos” tal vez recuerdan La
historia me absolverá como huella de un fallido intento, sin percatarse de cómo esa arenga tiende un arco
que se proyecta desde aquel populismo, precursor de procesos de liberación
nacional, hasta la recién pasada y la próxima marejada del progresismo latinoamericano, para abrirle camino a un
mundo mejor.
En medio de las incertidumbres y las perspectivas
de lo que ahora sucede ‑‑la crisis de la economía y del trabajo, las
consecuencias que seguirán a la pandemia‑‑, de nueva cuenta La
historia me absolverá, con su penetrante lectura de la complejidad social,
de la cerrazón política y de sus alternativas, es un grito sobre lo que hoy toca comprender y lo que mañana
podrá acontecer (o debemos hacer).
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