“La propagación de la pandemia de COVID 19 supone una grave amenaza
para la seguridad alimentaria, se
ha estimado un aumento de 83 millones de
personas en riesgo de hambre para 2020. Sin
embargo, hace unos días atrás en el marco de un seminario, el representante
para América Latina y el Caribe de FAO, volvió a alertarnos respecto a
la gravedad de la situación en la región, señalando que estas
estimaciones podrían estar obsoletas y que podrían verse ampliamente superadas
con el desarrollo de la pandemia en lo que queda del año. En cuanto a la
distribución del número de personas que padecen inseguridad
alimentaria (grave o moderada), 205 millones de afectados se encuentran en Latinoamérica y el Caribe. Es importante enfatizar
que la prevalencia de la inseguridad alimentaria (grave) es más elevada
en las mujeres que en los hombres.
La brecha de género en el acceso a los alimentos aumentó de 2018 a 2019,
especialmente en el nivel moderado o grave (FAO, 2020: 16). Hay algunas
zonas de la región donde se concentra con mayor profundidad el problema del hambre, el Caribe y Mesoamérica son las más afectadas. La primera, con una fuerte
dependencia de importaciones de alimentos desde Estados Unidos
y de la Unión Europea. América del Sur, resulta
menos afectada.
"Otro
aspecto relevante de la mercantilización de los alimentos es el del costo de la dieta, el que se incrementa
gradualmente a medida que mejora su calidad. “Este patrón se mantiene en todas las
regiones y grupos de países por nivel de ingresos. El costo de una dieta saludable es
un 60% más elevado que el costo de una dieta
adecuada en cuanto a nutrientes y casi cinco veces mayor
que el costo de una dieta suficiente en cuanto a
energía” (FAO: 2020, 30). Cabe mencionar que América Latina y el Caribe es el continente
donde el acceso mercantil a la alimentación se sitúa entre las más costosas del mundo. No sólo la dieta
saludable está por encima del promedio mundial, sino que también la dieta
suficiente en cuanto a energía y la dieta adecuada en cuanto a
nutrientes.
"Esta
es una gran contradicción, debido a que la región no enfrenta escasez de
alimentos, sino que al contrario hay abundancia de ellos. De hecho,
la mayoría de los países realizan importantes exportaciones de commodities
a los mercados internacionales. Sin embargo, el impulso de estas
políticas exportadoras ha provocado un aumento constante en el precio de los
alimentos, en los mercados internos muy por encima del índice de precios al
consumidor. Lamentablemente, en la región no existe un desarrollo
importante de la industria de procesamiento de alimentos,
por lo que muchos de ellos son importados a precios muy elevados. Algunos
analistas señalan que los efectos de la crisis de COVID 19 ya son visibles
en los sistemas alimentarios regionales, explicados fundamentalmente por
el fuerte incremento en el desempleo y la caída en
los ingresos de los trabajadores, como por el aumento de los
precios internos de los alimentos. No obstante, que una parte de este
argumento es cierto, cabe preguntarse ¿qué explica la ausencia de mecanismos
regionales que garanticen la provisión de alimentos a la población? ¿La
persistencia del flagelo del hambre es una muestra fehaciente de que el
mercado es incapaz de resolver este problema? ¿Existe una renuncia al desarrollo de políticas de soberanía
alimentaria de carácter nacional”?
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AMÉRICA LATINA ANTE EL FLAGELO DEL HAMBRE
Y LA INTEGRACIÓN REGIONAL
*****
Por. Consuelo Silva Barrios.
América Latina en Movimiento.
ALAI viernes 7 de agosto del 2020.
Antecedentes acerca del hambre en el mundo
El
hambre en el mundo es uno de los fenómenos más aberrantes con que la humanidad
inició la nueva década. Según las últimas estimaciones
entregadas por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y
la Alimentación (FAO) había casi 690 millones de personas en situación de
hambre para 2019-2020, confirmando así una tendencia que venía manifestándose
desde 2014. Mientras que la cantidad de afectados por inseguridad
alimentaria grave1,
muestra una tendencia ascendente similar. En 2019, cerca de 750 millones de
personas, o casi 1 de cada 10 personas en el mundo, se vieron
expuestas a niveles graves de inseguridad alimentaria.
El
hambre no es un problema nuevo. Desde su origen nuestra
especie ha sufrido sucesivamente este grave problema. Tal como lo señala el
investigador inglés Ancel Keys en Biology
of Human Starvation, publicado en 1950, donde hace un
recuento de las 400 mayores hambrunas documentadas de la humanidad. Pero este
flagelo que se ha sucedido a lo largo de la historia no tiene las mismas causas
ni las mismas formas de manifestarse. La diferencia entre las contemporáneas
y las históricas está, en primer lugar, en el mayor o menor papel que ha
jugado el hombre en el desencadenamiento de ellas. Actualmente los modelos y
políticas económicas, así como las guerras, pesan más que los desastres
naturales o el decaimiento de la producción agrícola por el desgaste del
suelo. Incluso, estos últimos fenómenos se explican hoy cada vez más por el
comportamiento irresponsable de personas y empresas.
Otra
notable diferencia, es que en la actualidad el acceso a la alimentación
cotidiana está mediada por el dinero (mercado) y esta relación adquiere
cada vez más importancia.
Una
distinción adicional, es la universalización del hambre
en el mundo actual, la que aparece asociada de manera
directa con la pobreza de grandes sectores de la población mundial, ya sea
rural o urbana. De esta manera el hambre
ha terminado traspasando el horizonte de la sociedad global para poner en
peligro a la especie misma.
La
responsabilidad del hombre en esta dramática situación universal
ha hecho no sólo cambiar su percepción sobre el hambre, sino que además
ha colocado en primer plano diversas cuestiones éticas de importancia para la
seguridad o inseguridad alimentaria.
Sin
embargo, la mayor preocupación ética por el hambre
no puede consistir en discursos éticos a-valorativos como si “nadie” fuera
“autor” de este flagelo que abate a millones de seres humanos. El hambre no puede ser concebida por generación
espontánea, como si no tuviese padres, ni causas mediatas, ni sujetos
históricos. Pensar los problemas de la seguridad alimentaria desde la ética
requiere necesariamente identificar a “nadie” y evaluar la eficiencia y
la forma (liberalización de mercado) de cómo se ha enfrentado hasta ahora el hambre; todo ello desde la perspectiva de las
víctimas, las personas en situación de hambre, que son el signo, en el
dolor mismo de su corporalidad, de un acto negativo e injusto.
La
persistencia del hambre significa que una parte importante de la
humanidad se está quedando fuera de las posibilidades de una reproducción
normal de la vida al sufrir alguna forma de subnutrición. Erróneamente como
algunos han planteado, el hambre no es un problema económico (de simple
propensión al consumo) como cree la gran mayoría de los economistas,
sino un problema vital: no hay posibilidad de reproducir la vida. Padecer
hambre para hombres, mujeres y niños significa que muy difícilmente podrán desarrollar su potencial
físico e intelectual;
por el contrario, muchos de ellos pueden perecer por falta de acceso a
alimentos. Según indican algunos estudios, el hambre
tiene un efecto tóxico,
"se
observan mayores probabilidades de padecer enfermedades crónicas y asma entre
niños y jóvenes que experimentaron múltiples episodios de hambre, en
comparación con quienes nunca sufrieron de carencia de alimentos"
El
problema del hambre está directamente
relacionado con la pobreza,
pero no es un fenómeno exclusivo de los países menos desarrollados.
Tampoco se puede decir que este flagelo se encuentra focalizado en ciertas
zonas (rurales) al interior de los países. En realidad, la pobreza en nuestro continente ha crecido mucho más
en las zonas urbanas que en las rurales durante los últimos años.
La pobreza y el hambre no se definen en términos
de exclusión,
sino más bien son resultado de una inserción precaria de las
personas en la actividad económica, social y política. Los
pobres en situación de hambre, privados de los beneficios del crecimiento
de la producción de alimentos, sobreviven en situación de precariedad. El hambre
es un fenómeno social y comprehensivo, no puede reducirse a la escasez
de alimentos o a la insuficiencia de ingresos. Al no reconocer
fronteras nacionales o regionales, el hambre se ha ido universalizando.
No
obstante, lo anterior, muchas teorías (Escuela de Chicago,
gran parte de las teorías del desarrollo y algunos marxistas
ortodoxos) buscan explicar el fenómeno del hambre
y la pobreza a partir de una concepción
dualista, como si ese fenómeno ocurriera sólo en el sector “atrasado”,
“tradicional” o “pre-capitalista” que está “fuera” de la economía
formal de una sociedad determinada. Por ejemplo, este es el planteamiento
de la Escuela de Chicago que derivó en las conocidas teorías de la “marginalidad” y
de la “informalidad” En consecuencia, la estrategia de los gobiernos
actuales será llevar la modernización (libre mercado) a esos sectores
atrasados (agricultura) a través de reformas estructurales. De esta manera
el mercado formal y las relaciones de poder vigentes no están en
cuestión, más bien se reafirman y legitiman con su expansión hacia el sector
informal.
Esto
resulta políticamente muy atrayente para los gobiernos y
las instituciones internacionales/regionales. Pueden firmar todos los
compromisos que sean necesarios para erradicar el hambre y la pobreza del
mundo sin cuestionar nada.
Tales
compromisos tampoco representan mayores dificultades para los gobiernos, ya
que, siguiendo la lógica neoliberal, la gran mayoría de ellos ha
derivado al (libre) mercado la “responsabilidad” de reducir el
hambre en el mundo. Por ser un agente externo que no debe entrometerse en
la vida económica, privada, de los agentes económicos, el Estado debe restringirse a cumplir con una serie
de funciones “públicas” específicas que no contemplan la implementación
de políticas económicas deliberadas. De este modo, la seguridad alimentaria, vista como problema
económico, se privatiza y se mercantiliza.
AMERICA LATINA NO ESTA AUSENTE DE ESTE FLAGELO
Desde
el inicio de la pandemia, se ha acentuado la preocupación respecto a los
efectos que ésta podría provocar en la crisis alimentaria a nivel
mundial y, especialmente, en América Latina y el Caribe.
Tras
la publicación del informe “El estado de la seguridad alimentaria y la
nutrición en el mundo 2020”, elaborado por la FAO,
tales inquietudes se han transformado en un llamado enérgico a atender con
urgencia el problema del hambre, debido a
que todos los pronósticos realizados para el año están altamente superados y
pasamos a una fase de profunda gravedad. No sólo las agencias de Naciones
Unidas han estado debatiendo al respecto, sino que también algunos
organismos multilaterales de la región.
Todo
apunta a que habrá un aumento en la prevalencia de la subalimentación. América
Latina y el Caribe no está ajena a esta problemática, ya que en
2019 se observó una prevalencia del 7,4%, que está por debajo del
promedio mundial, pero que se traduce en casi 48
millones de personas subalimentadas. En los últimos años, la región ha
experimentado un aumento del hambre y el número de personas
subalimentadas se ha incrementado en 9 millones
entre 2015-2019.
La
propagación de la pandemia de COVID 19 supone una grave amenaza
para la seguridad alimentaria, se ha estimado un aumento de 83 millones de personas en riesgo de hambre para 2020. Sin embargo, hace unos días
atrás en el marco de un seminario, el representante para América Latina y el
Caribe de FAO, volvió a alertarnos respecto a la gravedad de la situación
en la región, señalando que estas estimaciones podrían estar obsoletas y
que podrían verse ampliamente superadas con el desarrollo de la pandemia en
lo que queda del año.
En
cuanto a la distribución del número de personas que padecen inseguridad alimentaria (grave o moderada), 205
millones de afectados se encuentran en Latinoamérica
y el Caribe. Es importante enfatizar que la prevalencia de la inseguridad
alimentaria (grave) es más elevada en las mujeres
que en los hombres. La brecha de género en el acceso a los alimentos aumentó
de 2018 a 2019, especialmente en el nivel moderado o grave (FAO, 2020:
16).
Hay
algunas zonas de la región donde se concentra con mayor profundidad el problema
del hambre, el Caribe y Mesoamérica son las más afectadas. La primera, con una fuerte
dependencia de importaciones de alimentos desde Estados Unidos
y de la Unión Europea. América del Sur, resulta
menos afectada.
Otro
aspecto relevante de la mercantilización de los alimentos es el del costo de la dieta, el que se incrementa
gradualmente a medida que mejora su calidad.
“Este
patrón se mantiene en todas las regiones y grupos de países por nivel de
ingresos. El costo de una dieta saludable es un 60%
más elevado que el costo de una dieta adecuada en cuanto a nutrientes y casi cinco veces mayor que el costo de una dieta suficiente en cuanto a energía”
(FAO: 2020, 30).
Cabe
mencionar que América Latina y el Caribe es el continente donde el acceso
mercantil a la alimentación se sitúa entre las más costosas del mundo. No
sólo la dieta saludable está por encima del promedio mundial,
sino que también la dieta suficiente en cuanto a energía y la dieta
adecuada en cuanto a nutrientes.
Esta
es una gran contradicción, debido a que la región no enfrenta escasez de
alimentos, sino que al contrario hay abundancia de ellos. De hecho,
la mayoría de los países realizan importantes exportaciones de commodities
a los mercados internacionales. Sin embargo, el impulso de estas
políticas exportadoras ha provocado un aumento constante en el precio de los
alimentos, en los mercados internos muy por encima del índice de precios al
consumidor. Lamentablemente, en la región no existe un desarrollo
importante de la industria de procesamiento de alimentos,
por lo que muchos de ellos son importados a precios muy elevados.
Algunos
analistas señalan que los efectos de la crisis de COVID 19 ya
son visibles en los sistemas alimentarios regionales, explicados
fundamentalmente por el fuerte incremento en el desempleo
y la caída en los ingresos de los trabajadores, como por el aumento
de los precios internos de los alimentos. No obstante, que una parte de
este argumento es cierto, cabe preguntarse ¿qué explica la ausencia de
mecanismos regionales que garanticen la provisión de alimentos a la población?
¿La persistencia del flagelo del hambre es una muestra fehaciente de que el
mercado es incapaz de resolver este problema? ¿Existe una renuncia al
desarrollo de políticas de soberanía alimentaria de carácter nacional?
¿LA LIBERALIZACIÓN DEL MERCADO COMO SOLUCIÓN?
La
persistencia del hambre en el mundo
supone graves responsabilidades éticas en cuanto a la capacidad de los actuales
gobiernos e instituciones multilaterales para ordenar y orientar el
desarrollo de los países en forma consecuente con los planteamientos básicos de
la seguridad alimentaria. Por cierto, no hay un solo camino para ello,
tal como lo demuestra la historia latinoamericana en las últimas
décadas. En efecto, en la región se han experimentado enfoques que van
desde aquellos que planteaban como objetivo la “autosuficiencia
alimentaria” (producción interna) en
las décadas de los años sesenta y setenta hasta los que proponen la “seguridad
en la oferta alimentaria” (producción interna + importaciones) como
objetivo fundamental.
Este
último esquema, predominante en la actualidad, promueve por lo general tanto la
retirada del Estado de la economía (tamaño mínimo del Estado) como el funcionamiento
libre del mercado como asignador eficiente de las cuotas de acceso a los
alimentos, no sólo
en el sector formal, sino que también, y, sobre todo, en el llamado
sector atrasado (agricultura). Ello, a su vez, supone una propagación de
las relaciones de mercado (oferta y demanda) a este sector, con la
particularidad de que la mayor oferta iría creando su propia demanda. Esto es,
la “Ley de Say” aplicada
a la agricultura y la alimentación. Al anteponer la eficiencia
del mercado se supone que la equidad vendrá automáticamente en un segundo
momento. La expresión ideológica de este enfoque es el neoliberalismo.
Desde
mediados de los años ochenta la mayoría de los gobiernos de la región
comenzaron a poner en práctica dicho enfoque, lo que implicó un fuerte proceso
de reformas estructurales y de apertura unilateral, incondicional
y muy rápida de la agricultura y de la economía
en general. El Acuerdo
sobre Agricultura de la Organización Mundial del Comercio (OMC),
no hizo más que profundizar dicho proceso. Asimismo, este proceso de liberalización
ha estado acompañado por cambios drásticos en los hábitos y patrones
de consumo alimentario en la región en las últimas tres décadas.
En
la versión más extrema del neoliberalismo criollo, la seguridad
alimentaria no existe como política pública,
sólo en ciertos casos se admite la posibilidad de una intervención estatal
mínima. De todas maneras, siempre se ha creído que, como resultado del crecimiento
de las economías, los recursos excedentes
llegarán a los pobres y a las personas en situación de hambre, disminuyendo así su número. Esta lógica
del “derrame”, o “goteo”, crea una dicotomía entre la política
económica (monetaria) y la política social (seguridad alimentaria), donde ésta se subordina a
la primera.
En
este enfoque no se cuestiona el “adentro”, el modelo económico, ni se explica por
qué las personas pobres y desnutridas no están integradas. Tan sólo se
espera que en el largo plazo la expansión económica realice de manera “natural”
la integración de los marginados y haga innecesaria la política de apoyo a esas
personas.
En
esa misma dirección, muchos gobiernos subscriben numerosos acuerdos
–avalados por instituciones regionales y multilaterales– con la
finalidad de incrementar las transacciones (exportaciones e
importaciones) de alimentos. Sin embargo, estos acuerdos han reforzado
la estructura primario exportadora de alimentos de nuestras economías,
privilegiando los commodities, fracasando así en su pretendido aporte a la seguridad
alimentaria.
Es
la propia FAO, la que advierte que
“se
podrían generar consecuencias negativas para los países que son exportadores
netos, cuando se presenta un incremento de los precios internacionales ya que,
parte de la oferta nacional se destinará para las exportaciones” (FAO, 2016:
1).
Un
paso importante para avanzar en el combate del hambre
en la región, sería lograr la implementación de políticas de seguridad alimentaria, que hagan un
uso adecuado de las materias primas, conduciendo a que aumenten los niveles
de producción de alimentos, con el fin de suplir la demanda interna de
cada país y garantizar la seguridad alimentaria desde el enfoque de disponibilidad.
Nuestra
región se ha convertido en el epicentro de la crisis
sanitaria, la cual tiene efectos profundos
sobre el empleo, los ingresos de las personas, la pobreza
y, en definitiva, en el acceso a los alimentos. Se hace necesario
recurrir a esfuerzos conjuntos que impidan la instalación de una crisis alimentaria de
proporciones insospechadas en Latinoamérica. Por lo anterior, cabe
plantearse la pertinencia de la acción coordinada permanente de los Estados
para garantizar la provisión de alimentos a la población y evitar el avance del
hambre.
Sin
dudas, el continente tiene una gran capacidad de abastecimiento de alimentos a
diferentes niveles de producción y se caracteriza por diferencias y
complementariedades entre sus países. Esto abre posibilidades para
incrementar el comercio agroalimentario intrarregional en función de la seguridad alimentaria, a través de medidas que
faciliten a sus países la disponibilidad y el acceso a los alimentos.
También se haría necesario contar con mecanismos de comercio y cooperación
novedosos para que la pequeña producción agrícola (familiar)
y los sectores más vulnerables se beneficien efectivamente del aumento
del comercio y la integración regional. Por tanto, hoy más que nunca se
requiere el fortalecimiento de proyectos de integración regional sólidos,
democráticos e integrales que permitan avanzar en la seguridad alimentaria de nuestros países.
Todas
estas políticas deberían tener como finalidad garantizar a toda la población el
derecho a la alimentación a través de la suficiencia,
accesibilidad y calidad de los alimentos. En
suma, los acuerdos regionales de integración deberían colocar en el centro esta
seguridad alimentaria, hoy más necesaria y
urgente que nunca.
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