“¡Ah,
si no hubiera tenido EL PROYECTO! Deshecha, se eligió a sí
misma. Pero me atrevo a afirmar que la señorita de Beauvoir nunca se recobró de
su cobardía. Tengo nostalgia de esa contramarcha que no
hizo, vuelta a su capital seguro y a la lealtad a ese hombre, Sartre, que le habría aconsejado con indiferencia
lo que parecía dictado con total ausencia de celos: no tirar a Francia por
la ventana. ¿Y si ella hubiera permanecido entre esos izquierdistas casi
asintomáticos –un mitin allí, una declaración a los periódicos allá–
para interrogar ese americanismo ciego cuyo demonio, como el de sus
enemigos, era Rusia, y aprobaban adelantarse en la bomba porque la paz se
consigue con violencia, recordándole el chauvinismo de su propio país? De haberse ido a vivir a EEUU, como le proponía Algren,
¿se hubiera quedado sola a la larga cuando su amante se cansará de las cucardas
de haberse soplado una celebridad del viejo mundo y
le tiraran de nuevo los putis club, los
mataderos y los manicomios para volver a disfrutar ese totalitarismo del
referente de las obras vitalistas que presumen de roce con el pueblo?
“Los
feminismos a menudo oponen el amor a la obra. Sin embargo, Simone de
Beauvoir escribió El segundo sexo al compás de ese amor casi
siempre anual en sus realizaciones, con las ojeras de la ausencia y la
obsesión por las cartas que se extravían, la calentura de que, mientras se
tiene cabeza para interrogar al stalinismo, se quiere estar cogiendo
bajo una manta india en un callejón donde se descarga la basura, del otro lado
del océano. Simone de Beauvoir, a quien una
alumna bautizó “El reloj en la heladera, “fue la primera escritora
contemporánea que describió un fellatio de la que era protagonista
activa a través del personaje de Anne, “–¿Tenerla? La tendría conmigo toda
la vida –dijo él con pasión. Había lanzado aquellas palabras con tal
violencia que naufragué en sus brazos. Besé sus ojos, sus labios, mi boca bajó
a lo largo de su pecho y rozó el ombligo infantil, el vello animal, el sexo,
donde su corazón latía a golpecitos; su olor, su calor me emborrachaban y sentí
que mi vida me abandonaba, mi vieja vida, con sus
preocupaciones, sus fatigas, sus recuerdos gastados. Lewis apretó contra él a
una mujer nueva”.
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LOS AMORES DE SIMONE DE BEAUVOIR. ENTRE SARTRE Y NELSON ALGRED.
*****
"La
muerte de la abogada argelina Gisèle Halimi, tan cercana a Sartre y Simone de
Beauvoir, me evocó mi período de devoción existencialista durante el que había
dibujado en la puerta de mi cuarto un corazón atravesado por una flecha con el
nombre de la pareja como si fueran un par de estrellas de rock. Pero hoy quiero
contar una historia de amor “contingente”, la que Simone de Beauvoir vivió con
el norteamericano Nelson Algren."
Por
María Moreno.
Página
/12 domingo 9 de agosto del 2020.
La
muerte de la abogada argelina Gisèle Halimi, tan cercana a Sartre y Simone de
Beauvoir, me evocó mi período de devoción existencialista durante el que había
dibujado en la puerta de mi cuarto un corazón atravesado por una flecha con el
nombre de la pareja como si fueran un par de estrellas de rock. Pero hoy quiero
contar una historia de amor “contingente”, la que Simone de Beauvoir vivió con
el norteamericano Nelson Algren. Ocurrió durante la guerra fría. ¿Cómo no
fascinarse con un hombre que se sabía al dedillo los frigoríficos de sus
ciudad, las prisiones, los lupanares y los manicomios y la llevaba a visitar
ladrones morfinómanos que lo arrastraban al baño para que viera la escena de la inyección y
vivía tras una escalera de incendios bajo el cartel apagado de un dancing, en
un callejón adonde se tiraba la basura del barrio y desde donde podía oírse el
sonido de los rieles por donde pasaba el tren local. Lo conoció durante una
visita a EEUU, lo volvió a visitar una y otra vez, lo recibió en Francia cuando
el amor había naufragado en amistad.
Acostumbrada
a los profesores ciclistas, a choferes de autos con pinta de pertenecer a un
obrero manual, propio de los estudiantes combativos, Simone de Beauvoir se
emboba con un escritor que, a menudo, se movió en vagones de carga, trabajó de
lavacopas, de masajista y de albañil y, luego de caer en sus brazos, decreta
que la levantó de entre los muertos, se autobautiza Lázaro y, cuando no lo ve,
que es casi siempre, dice sentir una especie de hambre que no la deja escribir
salvo cartas en donde no se avergüenza de calificarse de “esposa”.
En Los mandarines, la historia de la banda existencialista de pos guerra, Anne (inspirada en
Simone de Beauvoir) , es una psiquiatra francesa prestigiosa, casada con el
intelectual Robert Dubreuil (inspirado en Sartre), que conoce durante una gira
de conferencias a Louis Brogan (inspirado en Algren). El amor va y viene
viajando, en la novela y en la vida real, antes que él le dijera a ella que no
la quería más, haciéndola llorar hasta dejarse la cara llena de surcos rojizos,
y consolarse con benzedrina, la droga de Sartre, como si éste le adelantara su
frío consuelo de hombre elegido como pareja esencial y desenfrenado por los
químicos estimulantes.
Entre los
personajes Anne y Louis existía una compulsión al movimiento, la necesidad de
suplir los días contados con un exceso de imágenes y de experiencias que serán
pocas a la hora de la despedida y de la pérdida, o muchos años después: Nueva
Orleans, Mérida, Uxmal, Chichén Itzá. Ella, como todos los que tienen dos
amores, imagina una agenda anual entre París y Chicago, es decir, una
organización sin pérdida. El tercer mundo es su cana al aire donde el hotelucho
en el que duerme le ofrece, en lugar de cama, una hamaca en la que ella se
suele entristecer cuando oye el sonido de una guitarra entre gritos de cerdos y
gallinas, entonces hace lo que todo turista blanco: visitar templos, pirámides
y mercados. Y Anne dice lo que tal vez haya dicho Simone: “Compremos una
casita. Dormiremos en hamacas, y te haré tortillas y aprenderemos el lenguaje
de los indios”. Nunca sometas a la prueba de realidad a un corazón perdido.
En esa
novela exitosa, Simone de Beauvoir, por primera vez no intenta escribir sobre
sus observaciones y parece haber depuesto el análisis político radical. Su
sentido crítico se desliza apenas en una frase de Anne sobre los templos
indígenas para explicarse a sí misma su impotencia de europea blanca:
“Hasta
entonces la Antigüedad se había confundido para mí con el Mediterráneo. Sobre
la Acrópolis, en el Foro, yo había contemplado sin sorpresa mi propio pasado;
pero nada unía a Chichén Itzá con mi historia”.
Brogan-Algren es bastante
ignorante de lo que no sea la cultura de su nación: aunque hombre de izquierda,
hace comentarios despectivos sobre una pasividad indígena que consiste en
acarrear piedras y sembrar maíz. En su fondo de simpatizante por la Unión
Soviética hay un neoliberal que adjudica a los oprimidos la responsabilidad de
su propia condición y se asquea de que no se levanten para arrojar las piedras
que transportan. Y ella, Anne-Simone , durísima para cantar las cuarenta a los
argumentos endebles, deja pasar esas simplezas, comprendiendo vagamente que
Brogan-Algren prefiere los lúmpenes suburbanos a los habitantes de pueblos
originarios.
En La
fuerza de las cosas, recompuesta su voluntad intelectual de escribir lo
vivido matizando la experiencia con la observación filosófica y la memoria
histórica, Simone de Beauvoir someterá el relato de una devastación pasional a
un balance utilitario sin nostalgia: lo perdido ha valido, sin embargo, la
pena. Ella, que se enamorará a lo largo de su vida de activistas con pasados proletarios
y aventureros, de disidentes soviéticos de una noche, de discípulas que saben
replicar, habrá gozado de la materialidad de un cuerpo que sabía
llevarla más allá de sus propias fronteras.
¡Ah, si
no hubiera tenido EL PROYECTO! Deshecha, se eligió a sí misma. Pero me atrevo a
afirmar que la señorita de Beauvoir nunca se recobró de su cobardía. Tengo
nostalgia de esa contramarcha que no hizo, vuelta a su capital seguro y a la
lealtad a ese hombre, Sartre, que le habría aconsejado con indiferencia lo que
parecía dictado con total ausencia de celos: no tirar a Francia por la ventana.
¿Y si ella hubiera permanecido entre esos izquierdistas casi asintomáticos –un
mitin allí, una declaración a los periódicos allá– para interrogar ese
americanismo ciego cuyo demonio, como el de sus enemigos, era Rusia, y
aprobaban adelantarse en la bomba porque la paz se consigue con violencia,
recordándole el chauvinismo de su propio país?
De
haberse ido a vivir a EEUU, como le proponía Algren, ¿se hubiera quedado sola a
la larga cuando su amante se cansara de las cucardas de haberse soplado una
celebridad del viejo mundo y le tiraran de nuevo los puti club, los mataderos y
los manicomios para volver a disfrutar ese totalitarismo del referente de las
obras vitalistas que presumen de roce con el pueblo?
Los
feminismos a menudo oponen el amor a la obra. Sin embargo, Simone
de Beauvoir escribió El segundo sexo al compás de ese amor
casi siempre anual en sus realizaciones, con las ojeras de la ausencia y la
obsesión por las cartas que se extravían, la calentura de que, mientras se
tiene cabeza para interrogar al stalinismo, se quiere estar cogiendo
bajo una manta india en un callejón donde se descarga la basura, del otro lado
del océano.
Simone de
Beauvoir, a quien una alumna bautizó “El reloj en la heladera
“fue la
primera escritora contemporánea que describió un fellatio de la que
era protagonista activa a través del personaje de Anne, “–¿Tenerla? La tendría
conmigo toda la vida –dijo él con pasión. Había lanzado aquellas palabras con
tal violencia que naufragué en sus brazos. Besé sus ojos, sus labios, mi boca
bajó a lo largo de su pecho y rozó el ombligo infantil, el vello animal, el
sexo, donde su corazón latía a golpecitos; su olor, su calor me emborrachaban y
sentí que mi vida me abandonaba, mi vieja vida, con sus preocupaciones, sus
fatigas, sus recuerdos gastados. Lewis apretó contra él a una mujer nueva”.
¿Chupar
era un verbo demasiado chabacano para la lengua de Racine, de Víctor Hugo? ¿O
remilgada, Anne, realmente besó y no chupó y Louis, quien luego de sus
revolcones con putas y drogadictas, al fascinarse con esa reticencia francesa,
mostró su hilacha moralista? Yo imagino a Simone de Beauvoir chupándosela a
Nelson Algren con esos labios finos casi siempre crispados en las fotos y en
las películas, imperativos para con las flaquezas de sus compañeros de ruta
–Claude Lanzmann, el mismo Jean Paul Sartre– por fin abiertos, hinchados y
húmedos en un bombeo rítmico y fuera de control.
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