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“Concentración. Ahora
sí, pensemos en los escenarios que podrían
detener la degradación.
El primero es uno donde alguien
concentra gran poder. Rosa María Palacios en
su columna de hace una semana sugería que nos acercamos al golpe de Estado. La forma
clásica de la concentración del poder. En estas semanas he escuchado demócratas
anhelar un golpe de Estado
“institucionalista”. Algo así como una incursión breve de los militares
para purgar el sistema. Es, pienso, casi imposible. El respaldo de las FFAA esta semana a Dina y sus Rolex prueba
que el statu quo les sienta bien. Otra vía de
concentración del poder sería la de un caudillazo que seduce al país entero.
Paradójicamente, tendría que ser uno con ganas de compartir
el poder —eso es lo que implica la construcción del Estado de derecho—. Pero, además, esto resulta difícil
de imaginar en un país donde no hay ya liderazgos —sociales o políticos— simpáticos,
inteligentes, ni siquiera ocurrentes. Vizcarra era muy popular
y lo vacaron. Antauro podría incendiar el país, pero
nunca capturarlo. Es francamente difícil imaginar que alguien concentre poder en el Perú de
hoy. Y para hacer el bien, un viaje lisérgico.
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PERÚ. ¿DESENLACE? LAS CUATRO C.
Por Alberto Vergara.
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"Somos conscientes de estar transitando del purgatorio
al infierno,
pero no podemos sacudirnos de nuestra colectiva
trampa”.
Por Albero Vergara. Politólogo.
Fuente Diario
La República domingo 7 de abril del 2024.
Que
el Perú galopa hacia el despeñadero lo aceptan tirios y troyanos. Hace un mes explicaba en este espacio
que no es fácil determinar qué nos ocurre.
Tenemos pedazos de
diagnóstico, muchos contradictorios. En aquel artículo
proponía que una pieza clave de la degradación
reside en la debacle del Estado de derecho. Sin ley, la
convivencia civilizada es imposible. Terminé el artículo prometiendo que
analizaríamos cuáles son las formas imaginables para abandonar esta
trayectoria.
Pero antes de pasar a esos escenarios, quiero detenerme en un comentario muy pertinente que me hicieron llegar varios lectores de aquella columna: ¿por qué la erosión del Estado de derecho sería un rasgo de la crisis contemporánea y no una constante peruana? En otras palabras, ¿qué hay de nuevo, viejo?
Si vemos la historia
nacional, es evidente que nunca hubo un momento en que fuimos regidos
por un imperio de la ley eficaz e igualitario.
Sin embargo, es muy distinto que la ley tenga
dificultades en regular las relaciones sociales a
que esta sea capturada
para beneficio particular. En otras palabras, no
es lo mismo que la capacidad estatal sea
insuficiente para frenar la minería ilegal a que las mafias del oro infiltren
las instituciones y la promuevan; es sustancialmente distinto burlar la ley para conducir un colectivo informal que alquilar congresistas
para que legalicen dicha actividad; hay un gran trecho entre pescar clandestinamente anchoveta
no adulta y lograr que el Congreso legalice su pesca; es distinto tener problemas técnicos o económicos para monitorear la calidad de los docentes y otra que un sindicato —amparado por
todos los grupos políticos— legisle para que los maestros no respondan a ningún concurso ni mérito. En síntesis,
es muy diferente un Estado de derecho débil que demolerlo deliberadamente
bajo una vasta lógica
de depredación de lo
público. Esta vocación de pillaje estuvo
contenida —no ausente— durante los primeros tres
lustros de los 2000, pero luego se ha esparcido
con voracidad. La orden del día es arranchar mientras se pueda. Quizás mañana no quede
nada. Si el horizonte económico es la recesión,
que a mi actividad le reduzcan el impuesto. Nos
rige un extendido carpe diem lumpen. Se triunfa torciéndole el cogote a la ley. Y la política acoge a los cogoteros. Las mafias cayeron en la
cuenta —antes que la ciudadanía y el empresariado— de que la política importaba. Somos conscientes de estar transitando del purgatorio al infierno, pero no podemos sacudirnos de
nuestra colectiva trampa.
Entonces, regreso a la
pregunta en la que me quedé el mes pasado. ¿Es posible quebrar esta trayectoria? Desde luego.
Cambios más grandes se han visto. Por ejemplo, vale la pena leer la autobiografía reciente de Fintan O’Toole, donde pone de manifiesto
cómo, en apenas unas décadas, Irlanda pasó de ser una nación rural y pobre a una próspera y libre. Es claro que todos los países pueden. También que muy pocos podrán. En todo
caso, la situación de los países no responde a
una esencia, sino a lo que sus líderes y ciudadanía
realicen.
Dicho esto, ¿cómo se acaba con la trayectoria de degradación peruana? ¿Cuáles
son sus desenlaces
posibles? En términos generales
hay cuatro. Les llamaré las cuatro C.
Más de 30 años de crisis continuada en el Perú. Hoy estamos en una crisis de crisis, desde el fracaso absoluto del Asistencialismo de los 90´hasta hoy cuando el neoliberalismo como sistema mundial hegemónico se encuentra en la "fase final de su crisis". Su asfixia es mundial.
***
Continuidad.
Hay que sacarlo del análisis pronto, pero hay que
decirlo. El desenlace más probable es el no desenlace.
Escucho a menudo que, si logramos salir de la crisis de 1990, también escaparemos de esta. Quizás. Quizás no. Mis
lecturas juveniles de Bertrand Russell me
enseñaron que el hecho de que hoy saliera el sol no
prueba que también saldrá mañana. Los factores políticos, sociales y económicos apuntan al statu quo.
Como explica Danilo Martuccelli en su nuevo
libro, buena parte del Perú funciona desde la paralegalidad (El otro
desborde. La Siniestra, 2024). O para explicarlo
en los términos de una mochasueldos:
tomar una parte del salario
del trabajador forma parte de la cultura parlamentaria; no se debería perseguir a
quien mantiene vivo el fuego de tan venerable tradición.
En el pauperizado Perú pospandemia, las
actividades informales e ilegales pasan por un boom. Mala combinación. En síntesis, tanto en la política como en la economía,
demasiada gente aprendió a jugar el juego de la paralegalidad
y quienes ansían un juego alternativo devinieron fantasmales irrelevancias.
Concentración
Ahora sí, pensemos en los escenarios que podrían detener la degradación. El primero es uno donde alguien concentra gran poder. Rosa María Palacios en su columna de hace una semana sugería que nos acercamos al golpe de Estado. La forma clásica de la concentración del poder. En estas semanas he escuchado demócratas anhelar un golpe de Estado “institucionalista”. Algo así como una incursión breve de los militares para purgar el sistema. Es, pienso, casi imposible. El respaldo de las FFAA esta semana a Dina y sus Rolex prueba que el statu quo les sienta bien.
Otra vía de concentración del poder
sería la de un caudillazo
que seduce al país entero. Paradójicamente, tendría que ser uno con ganas de compartir el poder —eso es lo que implica la
construcción del Estado de derecho—. Pero,
además, esto resulta difícil de imaginar en un país
donde no hay ya liderazgos —sociales o políticos—
simpáticos, inteligentes, ni siquiera ocurrentes. Vizcarra era muy popular y lo vacaron. Antauro
podría incendiar el
país, pero nunca capturarlo. Es francamente difícil imaginar que alguien
concentre poder en el Perú
de hoy. Y para hacer el bien, un viaje lisérgico.
Consenso
Un componente fundamental de nuestra trampa colectiva es que no se confía en nada ni nadie. Sin ley y con la economía estancada, somos un atado de enemigos. La consecuencia, para decirlo en mexicano, es que chingas o te chingan. Es la ley de la política nacional. Se sobrevive grabando y filtrando. La audiocracia.
¿Cómo se acaba con una crisis de
confianza? Con un consenso vasto y
nuevo. Algunas sociedades quebradas por desconfianzas históricas han
logrado resanar la vida en común a través de
estos procesos. Requiere que los actores políticos y
sociales sean capaces de asumir responsabilidades y reconocer que están destinados a vivir juntos y, por tanto, que no pueden ya anhelar la
opresión o aniquilamiento
del opositor. Implica reconocer genuinamente
que, si ellos mismos construyeron situaciones trágicas,
de ellos mismos depende construir una nueva forma de vida
en común.
En el caso peruano, esto
significaría un gran acto nacional de
responsabilidad y contrición de parte de muchos actores.
El sur peruano ha visto cómo buena parte de la derecha política, el empresariado y de los medios impulsaron, primero, el intento de desaparecer cientos de miles de votos en esa región y luego avalaron o celebraron las masacres completamente ilegales cometidas ahí
mismo. Es normal que se expanda el rencor. Al
mismo tiempo, la izquierda y la ‘sociedad civil’ fueron
cómplices o indulgentes con el Gobierno delincuencial de Pedro Castillo y muchos siguen
pasando por agua tibia el golpe de Estado. O pensemos en la Fiscalía que al inicio contó con respaldo de la población y luego ha dilapidado su legitimidad con investigaciones que
se alargan sin ton ni son ni producir acusaciones.
En
fin, el punto es que todos estos actores —y
probablemente otros— deberían reconocer que sus acciones
nos trajeron aquí. Y que ahora toca plantearse una nueva vida colectiva en la cual ya no se comportarán
desde los miedos atávicos,
sino desde el nuevo
consenso nacional. Se trataría de personas que —para decirlo con el poema de Borges en el cual celebra la fundación
suiza—,
“han
tomado la extraña resolución de ser razonables/
Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”.
Pues no va a ocurrir. O, al menos, no en el corto plazo. ¿Quién tendría la entereza de aceptar responsabilidades en el Perú de hoy? Rolex, balas e impunidad. Esos son los términos de intercambio.
Coalición
Entonces, nadie tiene la fuerza
para concentrar ni la entereza de consensuar.
Queda una sola ruta con alguna viabilidad: construir
una coalición de políticos y ciudadanos que
defienda cosas muy básicas. O sea, queda hacer política.
Erigir una coalición abocada a limitar —ni
siquiera a desaparecer— la depredación
de lo público.
Esta
vía tiene dos condiciones favorables. Primero, los
rivales. A veces no somos conscientes de
una de las grandes
paradojas de nuestra situación: es una
democracia que no muere a manos de algún titán,
sino de personajes patéticos
e impopulares. Basta escuchar los ‘argumentos’ de Boluarte, sus abogados u Oscorima, de
Adrianzén y sus ministros, para ver que
lidiamos con una galería de personajes que los italianos
descartarían como deficienti. Que te arrebate la
democracia Hugo Chávez, Vladimir
Putin o Daniel Ortega es una desgracia.
Que te la quite Dina y su
combo, un bochorno.
La otra ventaja es
también un problema: en la próxima elección se podrá pasar a segunda vuelta con el 10%
o 15% de los votos. Es un contexto favorable para asegurar un candidato en esa instancia,
así como una bancada pequeña pero suficiente para impedir lo peor. Pero es
también un contexto anticoalición. Con más de treinta inscripciones disponibles para participar en
las elecciones, se incentiva que cada quien opte por jugarse el huacho individual. Lo cual sería la fórmula para el
fracaso. Aun así, tampoco estaría mal alentar coaliciones
mínimas en la derecha, izquierda y centro que
tengan como punto de partida que hay momentos de
particular gravedad en los cuales más importante que representar la diversidad ideológica, es proteger el interés general.
Entonces, la única vía realista
para sacar al país de su degradación es la coalición
mínima. Para esto, es importante subrayar que es falso que el Perú esté bien representado en este Congreso. No dejemos que
nos venza el cinismo,
el Perú no es una colección de rufianes. Existe
un país digno pero apaleado, consciente pero harto, decente pero alienado, que está subrepresentado. Piensen
en la votación innoble
de esta semana: solo seis de 130 congresistas votaron contra la demolición de la educación pública. Eso no es el Perú. La mayoría
del país no milita en el proyecto político del Rolex y la bala. Pero no tiene voz, no está en
la mesa de negociación. Hay que traerlo de vuelta. Porque quien no está
en la mesa está en
el menú. Si una coalición
mínima no le da representación, nos van a seguir almorzando. No solo
Dina: todos estamos contra el reloj.
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