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“En
el Perú el asunto funciona de otra manera. Primero sucede
la elección azarosa de un montón de inexpertos sin vínculos a organizaciones o intereses sociales. Una vez en el cargo descubren que se mueve en un sistema donde no se rinde cuentas ni ante las instituciones ni ante la sociedad.
Notan, entonces, que la lotería no
radica solamente en el salario y
los viajes, sino que aprenden rápidamente que la cosa puede ser más lucrativa. Caen
en la cuenta de que se puede mochar sueldos o legislar para intereses clandestinos
sin amenazas reales. Es decir, la gran
mayoría se convierte en gestor de
intereses particulares una vez que está ya instalado en su curul, sin que hay nada
estructurado: ocasionales portavoces,
portapliegos de subarriendo.
Para decirlo con mi abuela: la ocasión hizo al ladrón. No se
trata de negar que el Congreso refleja una sociedad informal y fragmentada sino de
preguntarse si esa relación especular –de nuevo– relativiza la crisis de representación. Ni siquiera en la Bancada Magisterial encontramos cuadros
encumbrados del sindicato de maestros,
son más bien modestos profesores que
terminaron por azar de congresistas. O
se puede encontrar algún congresista
que fue mototaxista, pero
difícilmente un líder importante del
mototaxismo (no confundir con el
mototaxi naranja)
“Quizás
alguien como el presidente del Congreso
tenga una relación más o menos constante
con la minería informal, pero es un asunto individual y no tan común. Lo
que abunda son potenciales gestores de necesidades puntuales (no
representantes de intereses). Lo que sufrimos
responde mucho más a la degradación
profesional, ética, cognitiva, intelectual del elenco político que a la organización
y representación de intereses particulares.
En tal contexto, legislar es la interminable
repartija de prebendas, recursos e impunidad. No hay forma de construir el “interés general” con la fragmentación de intereses enanos y subalternos
(más de la mitad de los congresistas ha cambiado de bancada). Por eso hasta las normas más aberrantes las aprueban con supermayorías. Lo urgente es impedir es que esos intereses cuajen
organizativamente y anclen en la representación política.
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CRISIS
DE REPRESENTACIÓN, TANTAS VECES,
por
Alberto Vergara.
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Si (los defensores de esta idea) pudieran, derogarían el artículo constitucional sobre la disolución del Congreso y lo reemplazarían con la disolución del pueblo (...) Es muy revelador que, en un ambiente de políticos prontuariados, estos comentaristas prefieran flagelar al ciudadano.
Por Alberto Vergara. Politólogo.
Fuente. La República domingo 6 de
octubre del 2024.
La palabra crisis aparece en cada uno de los
diagnósticos de nuestra época, tanto que ya es común considerarnos un tiempo de
policrisis (también de poliamor,
seamos justos). Y en el Perú la crisis
de la representación es mentada desde hace mucho (apenas debajo de la
crisis del fútbol peruano). De hecho, junto con Rodrigo Barrenechea en el último libro que hemos editado –Democracia asaltada (Universidad del
Pacífico, 2024)– le dimos una vuelta de tuerca adicional a la cuestión de la crisis de representación argumentando
que esta llegó a un punto de “vaciamiento
democrático” y se ha encontrado con el auge de las economías informales y criminales produciendo una forma nueva y
distintiva de crisis en el Perú.
De tanto en tanto, sin embargo, aparecen objeciones a la tesis de la crisis de representación, así como otras posiciones que llaman a relativizarla o matizarla. En los próximos párrafos me ocuparé de tres de esas críticas.
Pero antes
delimitemos de forma muy, muy general la
idea de representación. En términos básicos significa hacer presente a quien no lo está: ante su ausencia debe ser representado. Si me voy de
viaje, mi esposa me representa
legalmente; si voy al teatro a
ver Antígona, una civilización que
no existe hace siglos es representada. Se
representa lo que no está presente.
En una democracia representativa, esto significa que los ciudadanos participamos de los asuntos políticos a través de representantes elegidos: no estamos presentes directamente. Pero no podemos nombrar a un
representante que nos gobierne con prescindencia total de nuestras
preferencias, en ese caso estaríamos ante una representación absolutista. La representación
democrática supone una relación más
o menos estable y continua entre
política y sociedad. Es decir, una representación
democrática funcional asegura la expresión
política de los distintos intereses sociales.
Este no es el único objetivo de la representación,
pero sí uno crucial pues la relación fluida entre política y sociedad permite la rendición
de cuentas efectiva de la primera
ante la segunda.
Electos, ergo representativos
Deben haber
escuchado este argumento. Suele estar en
boca de lo menos sofisticado de nuestra derecha:
“No
digan que estos congresistas no los representan porque ustedes votaron por
ellos, la próxima vez infórmense mejor”.
Varias cosas son interesantes en esta afirmación. Primero, efectúa una equivalencia ingenua entre elección y representación; o sea, solo habría problemas de representación donde no hay elección.
Aunque, en realidad, quizás no se trata
de ingenuidad sino de una transparente
rabia contra la gente. Si pudieran, derogarían
el artículo constitucional sobre la disolución
del Congreso y lo reemplazarían con la disolución
del pueblo. Es muy revelador que, en un ambiente de políticos prontuariados, estos comentaristas prefieran
flagelar al ciudadano. Como si a los
peruanos y peruanas nos dieran a elegir a cada elección entre Obama, Cardoso, Merkel y Mujica y,
nosotros, necios, prefiriésemos a Boluarte.
Esta primera
objeción, además, es aldeana. Quienes la esgrimen deben
creer que ahí donde la representación
política funciona se debe a que cada ciudadano
estudia con detenimiento el CV de
cada candidato y gracias a esa labor
detectivesca los elegidos resultan representativos
y capaces. No es así. Quienes realizan esa labor son los partidos políticos y ello permite que
la ciudadanía pueda elegir una vez
que la parte fundamental del trabajo ya
fue hecha. En nuestro país, en
cambio, hay decenas de emprendedores
de la política cobrando por
participar bajo su membrete partidario.
En ningún lugar la dedicación de la ciudadanía
revertiría una oferta política producto de subastas
que lo admiten todo.
En resumen, esta primera objeción es inválida porque cree que el problema representativo puede solucionarse eligiendo mejor. Cuando, justamente, es casi imposible elegir bien donde hay una crisis de representación.
El congreso es muy representativo del
Perú
Este segundo argumento tiene un punto importante a su favor. El Parlamento peruano sería el extraño
caso de un Legislativo con presencia
importante de congresistas elegidos
en los sectores humildes de la sociedad;
lo cual es raro en sociedades tan desiguales
como las latinoamericanas. Así, el Congreso peruano sería bastante representativo del país. El sociólogo Danilo Martuccelli ha
sostenido esto recientemente al comentar nuestro libro y en otros foros. (De pasada: recomiendo muchísimo
la exposición de Martuccelli hace
unas semanas en el Instituto de Estudios
Peruanos, a mi modo de ver es la mejor
interpretación pública sobre el Perú
contemporáneo en muchos años. Pueden verla aquí:
https://www.youtube.com/watch?v=5jWmcVqaSlE). Entonces, decía, para Martuccelli la composición social del congreso
relativizaría la idea de una crisis de
representación (no la niega de plano) y, más bien, estaríamos ante la democratización de nuestro Legislativo.
Martuccelli
tiene razón en el fenómeno que señala. De hecho, podemos ponerle cifras: según datos de Martín Hidalgo, 115 de los 130
congresistas tenía un sueldo menor
al de legislador antes de resultar
electos; 91 ganan más del doble de lo que recibían antes
de su elección. Nuestra dolencia no es la plutocracia.
Sin embargo, ¿esta
presencia plebeya implica una representación funcional? Y, en segundo lugar, ¿implica una representación democrática? No lo creo. En primer lugar, el fenómeno de representación menos elitaria tiene ya un rato en el Perú. Eso era el Congreso de Fujimori en los noventa. Mientras que en la oposición
brillaban abogados de la PUCP, en la
bancada del beeper eran legión los ingenieros de universidades públicas. O sea, desde entonces el Congreso se ha ido pareciendo más al país real. Pero asumir que esto es suficiente
para una relación representativa
implica considerarla una cuestión puramente mimética, especular. En realidad, muchas de las leyes que el Congreso
promulga (con supermayorías, además) jamás
se impondrían en un referéndum. ¿Por
qué, entonces, habría que darle la condición de representativa a la semejanza
racial, económica y/o social y
no enfatizar la total disociación programática entre políticos y sociedad?
Y luego
está la cuestión democrática. Como
en los noventa, la representación plebeya está demoliendo a la democracia. La democratización social no
puede cancelar la democratización política. Si la democratización social viene de la mano con la autocratización política, resulta problemático darle la condición
de representación democrática.
Sí hay representación, pero de la que no
nos gusta
Eduardo Dargent planteó esta objeción al presentar nuestro
libro hace un par de meses. No
afirma que la crisis de
representación sea inexistente,
pero enfatiza que muchos intereses legales, informales y criminales están
bastante bien representados en la política nacional y en el Congreso en particular. Es decir, donde
Rodrigo Barrenechea y yo observamos dos fenómenos relativamente autónomos (la crisis de representación y el desmontaje
del Estado de derecho), Dargent
sugiere que el segundo se desgaja del
primero: se destruye el Estado
de derecho porque los representantes
fueron elegidos para eso. Ergo, llevan a cabo una representación efectiva.
Este también
es un punto crucial. Es cotidiana la
manera en que el Congreso legisla en
favor de toda actividad particular, sea
criminal, lícita o informal. El
mejor negocio que puede realizar un grupo de peruanos en estos días es organizarse, alquilar un grupo de congresistas y conseguir que produzcan una legalidad a la medida de su negocio. Por eso se trata de un país con leyes y sin institucionalidad, con derecho
y sin justicia.
Pero volvamos al punto, ¿significa esto la representación
de sectores específicos? Tengo mis dudas.
O, al menos, no como lo encontramos en otros
países. Por ejemplo, la representación de intereses agrícolas en el Parlamento
brasileño, que existen como organizaciones
antes de la elección, se movilizan
para que sus representantes sean
elegidos y cuando dejan el cargo
siguen involucrados en dichos
sectores. O los cocaleros en Bolivia.
O los jubilados en Uruguay.
En el Perú el asunto funciona de otra manera. Primero sucede la elección
azarosa de un montón de inexpertos
sin vínculos a organizaciones o
intereses sociales. Una vez en el cargo descubren que se mueve en un sistema donde no se rinde cuentas ni ante las instituciones ni ante la sociedad.
Notan, entonces, que la lotería no
radica solamente en el salario y
los viajes, sino que aprenden rápidamente que la cosa puede ser más lucrativa. Caen
en la cuenta de que se puede mochar sueldos o legislar para intereses clandestinos
sin amenazas reales. Es decir, la gran
mayoría se convierte en gestor de
intereses particulares una vez que está ya instalado en su curul, sin que hay nada
estructurado: ocasionales portavoces,
portapliegos de subarriendo.
Para decirlo con mi abuela: la ocasión hizo al ladrón. No se
trata de negar que el Congreso refleja una sociedad informal y fragmentada sino de
preguntarse si esa relación especular –de nuevo– relativiza la crisis de representación. Ni siquiera en la Bancada Magisterial encontramos cuadros
encumbrados del sindicato de maestros,
son más bien modestos profesores que
terminaron por azar de congresistas. O
se puede encontrar algún congresista
que fue mototaxista, pero
difícilmente un líder importante del
mototaxismo (no confundir con el
mototaxi naranja)
Quizás
alguien como el presidente del Congreso
tenga una relación más o menos constante
con la minería informal, pero es un asunto individual y no tan común. Lo
que abunda son potenciales gestores de necesidades puntuales (no
representantes de intereses). Lo que sufrimos
responde mucho más a la degradación
profesional, ética, cognitiva, intelectual del elenco político que a la organización
y representación de intereses particulares.
En tal contexto, legislar es la interminable
repartija de prebendas, recursos e impunidad. No hay forma de construir el “interés general” con la fragmentación de intereses enanos y subalternos
(más de la mitad de los congresistas ha cambiado de bancada). Por eso hasta las normas más aberrantes las aprueban con supermayorías. Lo urgente es impedir es que esos intereses cuajen organizativamente y anclen en la representación política.
Un punto final: la forma de nuestro sistema
político debe mucho más a todo aquello que no está representado que a los intereses puntuales que llegan a tener
voz. Lo realmente distintivo en nuestro
país es la cancelación política de los sectores sociales insatisfechos. Una parte del Perú está muy subrepresentada:
crítica y ausente. El desafío se presenta, así, como una tarea ribeyrana: darle palabra al mudo. Unos pocos han callado a la mayoría. O sea, la crisis de
representación. Cada vez más crítica.
Próxima elección: 50 candidatos presidenciales.
¿Como se preguntaba Joy
Division, Where will it end?
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