miércoles, 3 de enero de 2018

REDES SOCIALES, OPINIÓN PÚBLICA, VERDAD Y DEMOCRACIA.

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Algunos afirman que el problema de la información que circula en Internet y en las redes sociales es que, muchas veces, dicha información no ha pasado por “un filtro profesional”. Se supone que la información que es periodísticamente tratada tiene una garantía de mayor objetividad porque cuenta con el aval de unos expertos cuyo trabajo consiste, precisamente, en seleccionar las noticias, elaborarlas conforme a criterios de ética deontológica y contar la verdad de lo que ocurre. Sin embargo, hoy en día la actividad periodística se ha precarizado de tal modo -en paralelo con la precarización de casi todos los sectores profesionales- que los responsables de creación de contenidos no son más que títeres de las decisiones tomadas por las direcciones de los medios, los cuales determinan lo que debe ser publicado y cómo debe ser publicado, sin que el periodista tenga apenas control alguno sobre el resultado final. Por esta razón, ni siquiera el llamado “filtro periodístico” acredita en la actualidad que la información que llega hasta nuestras manos tenga forzosamente una calidad superior a aquella otra información que no pasa por dicho filtro. 

La sucesión de noticias falsas ha llegado a sistematizarse gracias a Internet hasta el punto de adquirir el aspecto de un auténtico cáncer social. Conscientes del daño que pueden causar, o del beneficio que pueden extraer, gracias al uso masivo de la mentira, los tergiversadores profesionales de la información se dedican sistemáticamente a escribir falsedades sobre sus enemigos o a maquillar la realidad para torcer la opinión pública a su favor.  Las víctimas personales de las difamaciones y de las calumnias propagadas por las noticias falsas se ven obligadas a tener que salir a la palestra pública para probar que, en efecto, lo que dichas noticias cuentan no es cierto, pero una vez proyectada la sombra de la sospecha sobre cualquier asunto, es harto difícil acallar todo rumor, pues siempre queda pendiente en el ambiente algún rastro de duda, del que siempre habrá alguien que quiera obtener un rédito. 

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REDES SOCIALES, OPINIÓN PÚBLICA, VERDAD Y DEMOCRACIA.
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Andrés Huergo Porta.

Rebelión martes 2 de enero del 2018.


Debe lucharse con todo el razonamiento contra quien,
suprimiendo la ciencia, el pensamiento y el intelecto,
pretende afirmar algo, sea como fuere. 
Platón, Sofista (249c)


La posverdad: ¿un viejo nuevo concepto? 

Se dice últimamente -cada vez más- que vivimos en los tiempos de la “posverdad”. El Diccionario Oxford designó la palabra “posverdad” como la palabra del año 2016. Dicho término denota “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. En 2004, el sociólogo Ralph Keyes usó el neologismo para titular su libro Post Truth y, más tarde, Eric Alterman y David Roberts lo aplicaron en un sentido político, para referirse a la utilización de la falsedad y la manipulación como estrategias discursivas con el claro objetivo de alcanzar el poder político a través de la persuasión de las masas.

La noción de “posverdad” va ligada a la de “hechos alternativos”, que se contrapone a la de “hechos objetivos”. Nada tiene de extraño que en nuestra época los hechos objetivos hayan llegado a ser menos importantes que las creencias o las emociones dado el desprestigio generalizado que sufre la razón, sitiada desde tantos lugares por parte del discurso post moderno. Resulta evidente que quien cuestiona los hechos objetivos utiliza un recurso tramposo para blindarse contra la refutación porque no tiene interés alguno en apoyar sus posiciones en argumentos, sino en causar en el interlocutor un determinado impacto a través del adecuado manejo de sus más recónditos resortes sentimentales. Esta es hoy una estrategia habitual y plenamente consolidada en el mundo de la política, como bien saben todos los demagogos y lobos disfrazados con piel de cordero que, con su animada palabrería, sus estudiados gestos y su maquinaria propagandística, pretenden embelesar a las audiencias.

No está claro que eso que hoy se llama posverdad sea algo muy distinto de un eufemismo para referirse a lo que siempre ha sido la mentira disfrazada de verdad. El asunto, en efecto, es muy viejo, tan viejo, acaso, como la propia historia de nuestra civilización occidental, si nos remontamos hasta los tiempos en que la democracia comenzó a dar sus primeros pasos, y junto con ella, el logos que permitió abrir en el mundo una brecha de sentido y significado.

En ese universo griego en el que la filosofía emergió por primera vez como un saber sistemático, Sócrates y los sofistas mantenían concepciones muy diferentes acerca de lo que eran el ser, la verdad o la justicia.

Los sofistas se dedicaban profesionalmente a la instrucción de jóvenes a cambio de unos honorarios; jóvenes, por lo general, de buena familia, que querían entrar en la política. No pretendían enseñar la verdad -pues no creían en ella- sino el arte de la persuasión, el arte de la apariencia que confería autoridad y resultaba útil para acceder al poder en una sociedad democrática como la ateniense del siglo V a. C. donde importaba más convencer que decir la verdad. Se vanagloriaban de ser capaces de hacer “fuerte el argumento más débil”, de ser lo suficientemente hábiles retóricamente como para hacer aparecer cualquier mentira como verdad. Protágoras afirmaba: “No hay saber, sino un opinar”. Igualmente representativa del pensamiento sofista es la frase de Gorgias: “No hay ser; si lo hubiera, no podría ser conocido; si fuera conocido, no podría ser comunicado por medio del lenguaje.

Su relativismo y escepticismo les abocaba a afirmar que lo que llamamos “virtud” no existe realmente, sino que es una ficción, es decir, el deseo de figurar como virtuosos a ojos de los demás, y ello exclusivamente por el reconocimiento social que ese hecho trae consigo. En realidad, lo que llamamos “virtud” y “bondad” serían cosas antinaturales, producto de la convención (nomos), ya que la auténtica virtud (physis) sería lo que conviene al más fuerte o poderoso. Como dice Protágoras: “La virtud es la destreza del fuerte”. 

Contrariamente a los discursos ampulosos de los sofistas, Sócrates iba por la ciudad y preguntaba a alguien qué era la virtud, por ejemplo. El dialogante respondía, pongamos por caso, que no cabe hablar de la virtud sino de diferentes tipos de virtud. Sócrates replicaba que esos diferentes tipos han de tener algo en común, siendo eso precisamente lo que llamamos “virtud”. El interlocutor, viéndose obligado a admitir esto, se enfrentaría de nuevo a la pregunta de qué es la virtud. Y así, a través de continuas preguntas y respuestas, Sócrates llevaría a su interlocutor a que se contradijese y abandonase su convicción primera acerca de la virtud; y finalmente, a que se diese cuenta de su propia ignorancia.

Sócrates llamó a este tipo de diálogo “mayéutica”, palabra griega que significa “arte de parir”; en este contexto se sobrentiende que lo que se pare son ideas. La mayéutica consiste en una búsqueda conjunta de la verdad, en conformidad con la famosa frase de Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”. Con la mayéutica, Sócrates también pretendía rebatir la filosofía de los sofistas, pues solía poner en boca de sus interlocutores las teorías de estos filósofos. 

En el año 399 a.C., unos ciudadanos acusaron a Sócrates de corromper a la juventud y de impiedad. El juicio se celebró y Sócrates fue condenado a muerte. Un discípulo suyo sobornó a un carcelero para conseguir que dejase escapar al filósofo, pero Sócrates se negó a huir de la cárcel y bebió la cicuta, acatando así la condena que le había impuesto la ciudad. Platón relató estos últimos momentos de su maestro en la Apología de Sócrates. Para Platón, el hecho de que el hombre más sabio y virtuoso de todos fuera condenado a muerte era la prueba manifiesta de la perversidad de la democracia. 

Recordando estas cosas hoy, 2.500 años después, sentimos que nos resultan sorprendentemente familiares. Podría decirse que entre aquel mundo clásico y el nuestro, no ha habido apenas grandes mutaciones.


La novedad: el papel de Internet y las redes sociales

Sin embargo, toda época histórica es siempre repetición en algún aspecto y al mismo tiempo novedad en otros. La diferencia más decisiva entre la Antigüedad clásica griega y el momento presente es la cantidad de medios tecnológicos que tenemos actualmente a nuestro alcance. En particular, las llamadas “redes sociales” han permitido expandir prácticamente hasta el infinito la potencialidad de la mentira como catalizadora social y configuradora de la opinión pública. 

Los datos hablan acerca de la abrumadora presencia de las redes sociales en nuestras vidas. El 56,5% de los internautas españoles utiliza las redes para informarse, según el informe “Navegantes en la red” presentado en marzo de este año por la Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación (AIMC). Ese mismo estudio señala que el 67,9% de los internautas considera a Internet su fuente fundamental de información. Además, el 62,8% de los encuestados indica que sigue a medios de comunicación en las redes.  

Las nuevas tecnologías de la información digital e interactiva han cambiado en los tiempos actuales las condiciones en que la opinión pública es generada y transmitida, y en algunos aspectos, por supuesto, el cambio ha sido positivo respecto al modelo que representaban anteriormente los medios de comunicación tradicionales. Estos medios ya no resultan fiables para un gran número de personas. Sabemos que los periódicos y emisoras de radio y televisión convencionales están en su mayoría en manos de enormes grupos de poder que controlan la información, ocultan aquello que no les interesa, manipulan, mienten y difaman de forma sistemática con objeto de crear visiones de la realidad distorsionadas y favorables a los intereses de aquellos sectores políticos y económicos para los que trabajan. Estos medios se limitan a emitir mensajes que los ciudadanos únicamente “reciben” y procesan sin posibilidad de respuesta. Se trata de un proceso donde no se produce una verdadera comunicación, pues para que ésta tenga lugar ha de haber una interacción entre las partes y un equitativo reparto del poder entre las mismas. 

Cierto es que Internet y las redes sociales han venido, por fortuna, a inaugurar un nuevo espacio para la información y la comunicación, haciendo posible que cualquier persona que disponga de un dispositivo digital, pueda difundir una determinada información sin tener que pedir permiso para ello a ninguna autoridad política ni a ningún grupo de poder mediático. Esta posibilidad ha facilitado que aquellos sectores de la población que no se venían identificando con la visión o la ideología sostenida por los grandes grupos de poder -y cuya voz, hasta entonces, no tenía apenas cabida en el espacio de los grandes medios de comunicación-, puedan disputar legítimamente con éstos el espacio de configuración de la opinión pública, dando lugar a interpretaciones alternativas sobre los hechos sociales, políticos, económicos, etc. que acaecen y contribuyendo de esa forma a abrir el espectro de opciones de pensamiento y a minar el “discurso único” establecido unilateralmente desde las instancias oficiales del sistema. 

También las nuevas tecnologías de la información han permitido que muchas personas puedan denunciar situaciones de injusticia, violencia, represión, etc., y visibilizar acontecimientos que de otro modo nunca habrían sido noticia en lugares donde apenas existen otras opciones para la libre expresión del pensamiento. Gracias a Internet y las redes sociales, las voces de estas personas pueden ser escuchadas y, dependiendo de la magnitud de los hechos, en ocasiones, se “viralizan” rápidamente. 

No obstante, las redes sociales no han podido sustraerse a la influencia que todavía siguen ejerciendo sobre ellas los medios de comunicación tradicionales, hoy volcados en transmitir sus mensajes y difundir sus discursos sesgados también -y muy principalmente- en el espacio que ofrecen páginas como facebook o twitter. 

El nacimiento del periodismo digital, que desde hace años ha venido consolidándose como un referente para muchas personas, si bien ha servido para facilitar la creación de espacios alternativos de difusión de información (como, en España, El diario, Infolibre, Publico, La marea, Diagonal, etc.) también ha venido a proporcionar una nueva cobertura al poder de los grandes grupos empresariales de la información -que en sus versiones digitales prolongan su hegemonía- y ha permitido que prolifere la contaminación ideológica gracias a páginas web como Ok Diario o Libertad Digital, que representan la cara más siniestra de este nuevo tipo de periodismo. 

Algunos afirman que el problema de la información que circula en Internet y en las redes sociales es que, muchas veces, dicha información no ha pasado por “un filtro profesional”. Se supone que la información que es periodísticamente tratada tiene una garantía de mayor objetividad porque cuenta con el aval de unos expertos cuyo trabajo consiste, precisamente, en seleccionar las noticias, elaborarlas conforme a criterios de ética deontológica y contar la verdad de lo que ocurre. Sin embargo, hoy en día la actividad periodística se ha precarizado de tal modo -en paralelo con la precarización de casi todos los sectores profesionales- que los responsables de creación de contenidos no son más que títeres de las decisiones tomadas por las direcciones de los medios, los cuales determinan lo que debe ser publicado y cómo debe ser publicado, sin que el periodista tenga apenas control alguno sobre el resultado final. Por esta razón, ni siquiera el llamado “filtro periodístico” acredita en la actualidad que la información que llega hasta nuestras manos tenga forzosamente una calidad superior a aquella otra información que no pasa por dicho filtro. 

La sucesión de noticias falsas ha llegado a sistematizarse gracias a Internet hasta el punto de adquirir el aspecto de un auténtico cáncer social. Conscientes del daño que pueden causar, o del beneficio que pueden extraer, gracias al uso masivo de la mentira, los tergiversadores profesionales de la información se dedican sistemáticamente a escribir falsedades sobre sus enemigos o a maquillar la realidad para torcer la opinión pública a su favor. 

Las víctimas personales de las difamaciones y de las calumnias propagadas por las noticias falsas se ven obligadas a tener que salir a la palestra pública para probar que, en efecto, lo que dichas noticias cuentan no es cierto, pero una vez proyectada la sombra de la sospecha sobre cualquier asunto, es harto difícil acallar todo rumor, pues siempre queda pendiente en el ambiente algún rastro de duda, del que siempre habrá alguien que quiera obtener un rédito. 

Bueno sería que hubiera un adecuado cribado desde los medios de comunicación porque éstos supieran acometer la tarea de entregar a la ciudadanía unos contenidos informativos verdaderos, objetivos, contrastados y de interés general. Pero ése no está siendo el caso. El periodismo ha llegado a alcanzar un nivel asombroso de depravación e irresponsabilidad. Los medios de comunicación están interesados en producir plebe y no en formar ciudadanía. De modo que, hoy más que nunca, debemos preocuparnos de ser nosotros mismos quienes sepamos filtrar con nuestros propios recursos la información que recibimos. Pero, ¿estamos haciéndolo bien? 

No parece que así sea. Constantemente se comprueba lo sumamente manipulable que es, en general, la masa humana. En la “diafonia ton doxon” del espacio cibernético que conforman las llamadas redes sociales, parece que todo vale. A menudo resulta descorazonador comprobar cuál es el nivel de análisis y de capacidad argumentativa de muchas de las personas que “opinan” a través de sus muy variados perfiles públicos, en los que a menudo exhiben su estulticia sin asomo de rubor alguno. 

En facebook, en twitter, en instagram, etc. se ha instalado el reino de la “opinología”. El tiempo actual que nos toca vivir es un tiempo en el que los acontecimientos “noticiables” se suceden a una velocidad vertiginosa y en el que todo individuo se siente legitimado para sentar cátedra sobre cualquier cosa, aunque no tenga el más mínimo conocimiento sobre el particular. El narcisismo de la opinión se impone como un fenómeno incontestable: toda opinión es sagrada (“igualmente respetable”, se dice), aunque esa opinión carezca por completo de justificación. No es que la opinión sea tomada como un instrumento de aproximación a la comprensión de la realidad -por tanto, algo discutible- sino que es vista sin más como un atributo inherente de la personalidad. Se trata de la opinión como carta de presentación del individuo en el mercado de la “comunicación virtual”. 

En otras ocasiones, la impunidad con la que las opiniones son emitidas (utilizando el insulto de forma profusa y, en ocasiones, haciendo discursos del odio) viene amparada por el anonimato, que permite a los sujetos que las profieren no asumir en absoluto ninguna responsabilidad personal sobre las consecuencias de las mismas. 

La falta de contacto físico real entre los interlocutores implica la ausencia de percepción sobre las respuestas no verbales de los otros ni sobre los estímulos que éstos potencialmente podrían enviar en un proceso de interacción constante, lo cual dificulta en buena medida que la comunicación pueda tener lugar de forma fluida, sin malinterpretaciones y sin desajustes. 

Las interacciones en las redes sociales están mediatizadas por la importancia de acumular “me gusta” o de ser “retwitteado”. Esta búsqueda de la notoriedad presiona para que las personas se pronuncien en un sentido u otro u omitan hacerlo, por miedo al aislamiento o a la crítica, dando al traste de esa manera con lo que pudiera ser una opinión pública real formada sobre la base de un diálogo racional celebrado en condiciones de simetría. 

En el mundo de las redes sociales las anécdotas se convierten en noticias de primer orden; las informaciones son sacadas de contexto; se difunden mentiras masivamente; los datos no son contrastados. 

Las gentes se movilizan en cuestión de minutos u horas para organizar “campañas” de apoyo o derribo según sus filias o sus fobias. Miles de personas acaban cayendo en la trampa de esta nueva “tiranía del emotivismo gregario”, basada en el impacto emocional causado por las frases cortas y los “trending topic”. La inmediatez y la simplicidad de los mensajes que se transmiten contribuye a la construcción de un “efecto rebaño” en la formación de las opiniones. 

Es patente la falta de rigor y la ligereza con que las personas se posicionan sobre algunos asuntos sin apenas poseer información objetiva y verificada, solamente tomando como guía la corriente de opinión mayoritaria que establece lo que es verdad y lo que no. Esta carencia de sentido crítico provoca que los bulos en las redes sociales se expandan como la peste. Las famosas “cadenas de mensajes” que de cuando en cuando denuncian sucesos supuestamente ocurridos o que critican algunas medidas políticas, las más de las veces contienen informaciones inciertas o están basadas en datos erróneos. 

Este fenómeno de masiva infiltración y difusión de mentiras en las redes sociales tiene el efecto perverso de minar la confianza de la gente, por un lado, y dificultar la identificación de lo que es verídico, por otro. La ceremonia de la confusión en que se ha convertido el mundo de Internet y las redes sociales, ha ocasionado que ya sea prácticamente indistinguible lo verdadero de lo falso, o más bien, que los criterios para distinguir ambas cosas sean extremadamente complicados de aplicar, dada la sofisticación de las técnicas de manipulación (por ejemplo, los montajes fotográficos), la dispersión de la información y la rapidez con que la gente replica cualquier noticia sin comprobar antes su veracidad. 
 

Opinión pública, verdad y democracia 

Conviene dejar sentado que no hay una mejor democracia porque la gente opine más, sino, en todo caso, porque la gente opine mejor. No es peligroso para ninguna democracia que la gente participe -todo lo contrario: es un requisito imprescindible para su funcionamiento- pero sí lo es que el nivel medio de la conciencia ciudadana sea tan bajo que de lugar más bien a una masa amorfa de gente adocenada, en lugar de estimular la formación de una ciudadanía cultivada, informada y crítica. 

En realidad, no creo que hoy estemos peor informados o más manipulados que hace, por ejemplo, treinta años, cuando ni siquiera existía Internet. Lo que sucede, más bien, es que el incesante flujo de mensajes que circulan por la Red de un lado a otro todos los días, y el acceso cada vez mayor de una gran parte de la población a las posibilidades que las tecnologías informáticas ofrecen, provocan que la capacidad de propagación de la falsedad y el desconocimiento sea mucho mayor y, sobre todo, mucho más visible. 

Los problemas se dejan pensar si nos tomamos el tiempo debido para darles vueltas y abordarlos. La reflexión seria y sistemática es enemiga de las prisas. Exige contemplar todas las aristas de las cosas, lo cual requiere la virtud de la paciencia. La perentoriedad con que las redes sociales demandan “respuestas” y “reacciones” impide el trabajo cauteloso del pensamiento. En ellas se vive a golpe de impacto mediático. Y eso no es compatible con la reflexión serena ni con el conocimiento exhaustivo. 

Según Habermas, la opinión pública, formada en un proceso racional de consenso al interior de la sociedad civil, otorga legitimidad al régimen democrático. Dicho en otras palabras, la opinión pública se erige como garante de la democracia: “los discursos no gobiernan; generan un poder comunicativo, que no puede tomar el lugar de la administración pero puede influir en ella. Esta influencia se limita a dar o quitar legitimidad”.  

Ahora bien, la opinión pública puede jugar un papel muy diferente en una democracia según como ésta sea concebida. El sociólogo francés Pierre Bourdieu criticó en una célebre conferencia en enero de 1973 los presupuestos y los efectos de los sondeos y encuestas como motor de lo que se considera la “opinión pública”. A juicio de Bourdieu, entre las funciones de las encuestas, la más importante “consiste, quizá, en imponer la ilusión de que existe una opinión pública como sumatoria puramente aditiva de opiniones individuales [...] un simple y puro artefacto”  

Haciéndonos eco de las críticas de Bourdieu, podemos distinguir dos tipos de opinión pública: la opinión pública agregada y la opinión pública discursiva. La primera hace referencia al tipo impugnado por Bourdieu, que consiste en el resultado de una mera suma de opiniones individuales generadas separadamente. La segunda, más que un resultado, sería el proceso por el cual las opiniones individuales se van formando en constante interacción mutua a través de procedimientos comunicativos de deliberación conjunta. 

Ambos tipos de opinión pública se pueden poner en correspondencia, en realidad, con dos modelos básicos de democracia: el liberal y el republicano. El modelo liberal es representativonegociador y agregativo. Esto es, este modelo se caracteriza porque en él: 1) quienes toman las decisiones públicas son representantes elegidos por los ciudadanos y no los propios ciudadanos sobre los que recaen las consecuencias de dichas decisiones; 2) las propuestas se sopesan según el poder que las respalda; 3) lo justo es el resultado de una suma de preferencias individuales. 

Para la democracia de tipo liberal, la opinión pública tiene simplemente un valor instrumental: no es otra cosa que el conjunto de las preferencias individuales que se forman privadamente y se expresan posteriormente a través de diversos canales (formales o informales). Los partidos políticos, auténticos protagonistas de la escena política, compiten en el mercado de las elecciones periódicas por la captación del apoyo de la mayor parte posible de la opinión pública. Como dicha opinión pública, en sí misma, no es más que una mera suma de votos, y los votantes se comportan como meros consumidores que compran un producto de entre la panoplia de ofertas que los partidos políticos les presentan, importa sobremanera atraer su atención a través de las más variadas técnicas de marketing y propaganda con el fin de transformar las preferencias, no en el sentido de orientarlas hacia lo que es más justo, sino manipulándolas para que se avengan a lo que los dirigentes de los partidos políticos consideran más deseable, aunque esto no sea, ni mucho menos, lo mejor para todos los ciudadanos. 

El modelo republicano, por su parte, puede ser representativo o participativo, pero en todo caso es deliberativo y está basado en la preocupación por la virtud cívica. Según este modelo, la entraña misma de una democracia se sitúa en la posibilidad de transformar las preferencias por medio del ejercicio del diálogo. Si ha de ser el demos, el pueblo, quien gobierne, ha de ser a través del intercambio de razones, no a través de la mera agregación de intereses y menos todavía a través de la imposición de la fuerza. En una democracia el poder político debe ser, más que el poder del hombre sobre el hombre (de unos hombres sobre otros), la formación de una voluntad común -al menos en torno a algunos asuntos importantes-, lo cual solamente es posible a través de la práctica social de la argumentación

La democracia no es, como quieren quienes la reducen a un método para la toma de decisiones, la simple agregación de preferencias individuales expresada a través de la “regla de mayorías”. La democracia es una determinada cultura moral que tiene por finalidad la protección de la dignidad y la vida de todos los ciudadanos por igual, por lo que es imposible desligarla del concepto de bien común

La cultura moral, en la que se instala la civilización, exige que las personas se distancien tentativamente respecto a sus propios intereses a fin de pasarlos por el tamiz de la crítica racional. Lo justo no es sin más “lo que la mayoría quiere” (la mayoría puede querer cosas espeluznantes), sino aquello que entre todos, participando y deliberando con arreglo a principios de autonomía, respeto, reciprocidad, imparcialidad y simetría, razonablemente consideramos que contribuye a realizar los derechos y los deberes de todos. Para decidir lo que es justo se precisa, por tanto, deliberar y argumentar, no sólo sumar votos (que es una parte mínima de la expresión democrática). Con el diálogo se traducen los intereses privados en colectivos y se niega el monopolio de juzgar, obligando al reconocimiento de los otros. La deliberación es tan importante o más que el propio acto de votar, aun cuando no sea necesariamente una garantía de que el resultado del procedimiento vaya a ser el mejor de los posibles. Quienes valoran la deliberación, valoran sobre todo el momento de las propuestas, las argumentaciones y las justificaciones, y no tanto el de los resultados. En definitiva, “reivindicar la democracia deliberativa implica reclamar para el ciudadano la posibilidad (nunca imperativa) de ir más allá del rol de votante, espectador y encuestado”. 

Una democracia de calidad requiere, por tanto, una opinión pública capaz de gestionar de forma responsable la información sobre los hechos que acontecen, argumentar sus convicciones, sopesar los pros y los contras a propósito de cada asunto, escuchar y considerar atentamente los argumentos de las posiciones contrarias, no prejuzgar ni descalificar de antemano a quienes piensan de forma diferente, tomarse el tiempo necesario para dejar que las ideas toquen suelo. Pero, ¿estamos en condiciones de afirmar que el volumen de opiniones generadas a través de las redes sociales (twitter y facebook, fundamentalmente) adopta en general esta serie de características? Es evidente que no. 

Ni los medios de comunicación están contribuyendo a ello, ni el sistema educativo formal está cumpliendo su cometido principal de ser decisivo en la forja de un espíritu crítico de ciudadanía a la altura de lo que una democracia madura exige. 

¿Qué efectos tiene esta situación, desde un punto de vista normativo, sobre la esfera pública? ¿La supuesta democratización de las opiniones ha eliminado el filtro para poder discernir entre aquellas que pueden tener relevancia en términos de razonabilidad? ¿Nos encaminamos hacia un escenario en el que las opiniones simplemente entran en competición entre sí y se imponen aquellas más emocionales o aquellas cuya formulación estratégica resulta más persuasiva? ¿Qué papel juega en todo este proceso el diálogo racional y la búsqueda de la verdad? ¿O es que la verdad directamente ya ha dejado de importar, tal como preconizan los valedores de la posverdad? 

Reflexión final 

Volvamos de nuevo a la Grecia del siglo V a. C. Sócrates frente a los sofistas. La búsqueda de la verdad frente a la desvalorización de la misma. 

Los sofistas hicieron hincapié en la importancia de la retórica y el manejo de los afectos en la configuración de la opinión pública. La retórica es necesaria para enseñar a la gente el arte de argumentar, que en una sociedad democrática es una habilidad indispensable, pues es el instrumento principal por el cual se otorga legitimidad al poder. Sin embargo, el peligro que entraña la retórica es que, si es mal empleada, puede servir, no para convencer al pueblo de lo que es bueno para todos, sino más bien al contrario, para que algunos individuos no especialmente virtuosos convenzan a los demás ciudadanos para hacerse con el poder y aprovecharlo exclusivamente en pos de sus propios intereses. De ahí que sea tan importante educar también a la ciudadanía en los entresijos de la participación política, y no sólo a quienes desean dedicarse profesionalmente a la actividad política, pues un pueblo sin formación política adecuada no puede ejercer correctamente las funciones que le son propias, es decir, la participación activa en la definición común de lo que es socialmente justo. 

Por otra parte, no es posible ni deseable entronizar la retórica al precio de desterrar a la verdad del discurso público, pues al hacer tal cosa se pone en riesgo, no solo a la racionalidad científica, sino a la justicia y a la democracia misma. En efecto, si decaen tanto el control objetivo como la crítica intersubjetiva, las propuestas que a partir de ese momento aspiren a convertirse en hegemónicas en el foro de las opiniones, sólo podrán obtener su validez del prestigio o carisma de quien las defiende, y no de su contenido. Si lo que importa no es lo que se dice, sino quien lo dice, abrimos la veda para que el espacio público se convierta en rehén de todo tipo de maestros del embuste especializados en pastorear rebaños de ciudadanos: periodistas falsarios, políticos cínicos, empresarios sin escrúpulos... Y en tal caso se puede certificar sin lugar a dudas la muerte de la democracia. O lo que es lo mismo: su degeneración en demagogia, según la describió Aristóteles. 

La verdad necesita de la pasión, ha de ser transformada ella misma en afecto para generar convicción y surtir efecto sobre nosotros. Pero, sea como sea, las emociones nunca podrán sustituir a las razones, pues solamente a través de las razones podemos alcanzar conocimientos ciertos que nos permitan entender adecuadamente la realidad y comunicarnos con nuestros semejantes. Sin la apelación a estándares universales de racionalidad, el demos queda a merced de la pura arbitrariedad y sometido a fuerzas irracionales que pueden desembocar en cualquier forma de tiranía. 

¿Seremos capaces de salvar la razón? ¿O seremos cómplices de nuevo de la muerte de Sócrates? 

Está por ver qué nos depara este tiempo de desconcierto que nos ha tocado vivir.

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martes, 2 de enero de 2018

LA TRAICIÓN DE KUCZYNSKI.

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SEÑOR PRESIDENTE UD. PERDIÓ LA CONFIANZA DEL PUEBLO. ES EL ÚNICO RESPONSABLE, DE LA CRISIS POLÍTICA PRIMERO POR MENTIR, Y SEGUNDO POR LA TRAICIÓN A LA DIGNIDAD DE LOS PERUANOS CON EL INDULTO POLÍTICO AL SEÑOR FUJIMORI. DIALOGO NACIONAL.- Pacificación, Derechos Humanos,  Reconciliación Nacional, “Gobernabilidad” y con que más sueñan, imposible en la actual coyuntura. Primero salvaron la DEMOCRACIA al NO permitir que el fujimorismo desde el Congreso de “El Golpe de Estado” al producirse la VACANCIA. Se puso un “freno político” a las ambiciones golpistas, Segundo, pero solo usted pensaba - o como afirman otros analistas y opinologos, NEGOCIABA - la politiquería del toma y daca - con el Congresista Fujimori para lograr la libertad de su Padre, y tercero, para el PERÚ, el Indulto - más rápido de la Historia - representa la TRAICIÓN más escandalosa de fin de año y con seguridad después de la “Pagina Once”,(1968), la más humillante de los últimos 50 años;  la LIBERTAD del ex presidente preso por crímenes de lesa humanidad, corrupción, secuestro, robo, Renuncia por FAX, etc. etc..



SEÑOR PRESIDENTE PERDIÓ TOTALMENTE LA CONFIANZA DEL PUEBLO, CONCILIACIÓN, ni asomo, “SUEÑAN con GOBERNABILIDAD”, CERO. En cambio  lo que hoy tenemos es un ESCENARIO NACIONAL POLARIZADO, cada vez con mayor movilización de la SOCIEDAD CIVIL - La CIUDADANÍA conforme pasan los días - sigue evaluando el daño, la ofensa a la DIGNIDAD NACIONAL, a la Memoria de los Deudos de  Barrios Altos, la Cantuta, los campesinos del Santa, los secuestros, persecución, cárceles a sus opositores y todo el beneficio a su Asesor Montesinos. Presidente aún queda una poderosa “arma democrática” presente el DIÁLOGO NACIONAL, pero no con los Politiqueros - o Jefes de movimientos políticos - NO señor, la mayoría de ellos - estas élites, están contaminadas con la corrupción, el robo, la mentira y la farsa política -.

SEÑOR PRESIDENTE, CON SUS ASESORES - si aún quedan - llame, invite a los Representantes de la SOCIEDAD CIVIL - Colegios Profesionales, colectivos sociales, frentes de lucha,  Estudiantes de Universidades, Organizaciones Sindicales, Campesinos, pequeños y micro-empresarios, Dirigentes de Asentamientos Humanos, Comunidades y Pueblos Originarios - No Señor No es imposible - es realizable un DIALOGO DEMOCRÁTICO NACIONAL, Cívico, Representativo, Respetuoso, Horizontal, por la “PACIFICACIÓN NACIONAL” y para comenzar con NUEVO GABINETE - No con parches, sigue la politiquería y la  irresponsabilidad, la falta o ausencia de Compromiso Político. Frente a las Movilizaciones Nacionales Señor - que no se utilice la REPRESIÓN - hoy los represores pierden y son derrotados, los radicaloides y “matones políticos”. El CIUDADANO sabe hoy quienes son  y qué objetivos nefastos e intereses personales persiguen….. DIÁLOGO NACIONAL DEMOCRÁTICO, SEÑOR PRESIDENTE? ………. Pablo Raúl viernes 29 de diciembre del 2017.

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LA TRAICIÓN DE KUCZYNSKI.

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Mario Vargas Llosa.

La República domingo 31 de diciembre del 2017.

El presidente del Perú, Pedro Pablo Kuczynski, se salvó de milagro el 21 de diciembre de ser destituido por “permanente incapacidad moral” por un Congreso donde una mayoría fujimorista le había tumbado ya cinco ministros y tenía paralizado a su Gobierno.

La acusación se basaba en unas confesiones de Odebrecht, en Brasil, afirmando que en los años en que Kuczynski fue ministro de Economía y Primer Ministro, la empresa brasileña había pagado a una compañía suya la suma de 782.207,28 dólares. A la hora de la votación, se dividieron los parlamentarios del APRA, de Acción Popular, de la izquierda y –oh, sorpresa– los propios fujimoristas, diez de los cuales, encabezados por Kenji, el hijo de Fujimori, se abstuvieron. Los que respaldaron la moción se quedaron ocho votos por debajo de los 87 que hacían falta para echar al presidente.

Esta sesión fue precedida de un debate nacional en el que todas las fuerzas democráticas del país rechazaron el intento fujimorista de defenestrar a un jefe de Estado que, si bien había pecado de negligencia y de conflicto de intereses al no documentar legalmente su separación de la empresa que prestó servicios a Odebrecht mientras era ministro, tenía derecho a una investigación judicial imparcial ante la cual pudiera presentar sus descargos, y a lo que parecía un intento más del fujimorismo para hacerse con el poder.

Vale la pena recordar que Kuczynski ganó las elecciones presidenciales poco menos que raspando y gracias a que votaron por él todas las fuerzas democráticas, incluida la izquierda, creyéndole su firme y repetida promesa de que, si llegaba al poder, no habría indulto para el exdictador condenado a 25 años de cárcel por sus crímenes y violaciones a los derechos humanos. Hubo manifestaciones a favor de la democracia y muchos periodistas y políticos independientes se movilizaron contra lo que consideraban (y era) un intento de golpe de Estado. En un emotivo discurso (por el que yo lo felicité) el presidente pidió perdón a los peruanos por aquella “negligencia” y aseguró que, en el futuro, abandonaría su pasividad y sería más enérgico en su acción política.

Lo que muy pocos sabían es que, al mismo tiempo que hacía estos gestos como víctima del fujimorismo, Kuczynski negociaba a escondidas con el hijo del dictador o con el dictador mismo un sucio cambalache: el indulto presidencial al reo por “razones humanitarias” a cambio de los votos que le evitaran la defenestración. Esto explica la misteriosa abstención de los diez fujimoristas que salvaron al presidente. 

Las vilezas forman parte por desgracia de la vida política en casi todas las naciones, pero no creo que haya muchos casos en los que un mandatario perpetre tantas a la vez y en tan poco tiempo. Los testimonios son abrumadores: periodistas valerosos, como Rosa María Palacios y Gustavo Gorriti, que se multiplicaron defendiéndolo contra la moción de vacancia, y el ex primer ministro Pedro Cateriano, que también dio una batalla en los medios para impedir la defenestración, recibieron seguridades del propio Kuczynski, días u horas antes de que se anunciara el indulto, de que no lo habría, y que los rumores en contrario eran meras operaciones psicosociales de los adversarios.

De esta manera, quienes en las últimas elecciones presidenciales votamos por Kuczynski creyéndole que en su mandato no habría indulto para el dictador que asoló el Perú, cometiendo crímenes terribles contra los derechos humanos y robando a mansalva, hemos contribuido sin saberlo ni quererlo a llevar otra vez al poder a Fujimori y a sus huestes. Porque, no nos engañemos, el fujimorismo tiene ahora, gracias a Kuczynski, no sólo el control del Parlamento, por el 40% de votantes que en las elecciones respaldaron a Keiko Fujimori; controla también el Ejecutivo, pues Kuczynski, con su pacto secreto, no ha utilizado al exdictador, más bien se ha convertido en su cómplice y rehén. En adelante, deberá servirlo, o le seguirán tumbando ministros, o lo defenestrarán. Y esta vez no habrá demócratas que se movilicen para defenderlo. 

La traición de Kuczynski permitirá que el fujimorismo se convierta en el verdadero Gobierno del país y haga de nuevo de las suyas, a menos que la división de los hermanos, los partidarios de Keiko y los de Kenji (éste último, preferido por el padre) se mantenga y se agrave. ¿Serán tan tontos para perseverar en esta rivalidad ahora que están en condiciones de recuperar el poder? Pudiera ocurrir, pero lo más probable es que, estando Fujimori suelto para ejercer el liderazgo (apenas se anunció su indulto, su salud mejoró) se unan; si persistieran en sus querellas el poder podría esfumárseles de las manos. 

Por lo pronto, el proyecto fujimorista para defenestrar a los fiscales y jueces que podrían ahondar en la investigación, ya insinuada por Odebrecht, de que Keiko Fujimorirecibió dinero de la celebérrima organización para sus campañas electorales, podría tener éxito. Recordemos que el avasallamiento del poder judicial fue una de las primeras medidas de Fujimori cuando dio el golpe de Estado en 1992. 

El fujimorismo tiene ya un control directo o indirecto de buen número de los medios de comunicación en el Perú, pero algunos, como El Comercio, se le han ido de las manos. ¿Hasta cuándo podrá mantener ese diario la imparcialidad democrática que le impuso el nuevo director desde que asumió su cargo? No hay que ser adivino para saber que el fujimorismo, envalentonado con la recuperación de su caudillo, no cesará hasta conseguir reemplazarlo por alguien menos independiente y objetivo. 

Luego de este descalabro democrático ¿en qué condiciones llegará el Perú a las elecciones de 2021? El fujimorismo las espera con impaciencia, ya que es más seguro gobernar directamente que a través de aliados de dudosa lealtad. ¿No podría Kuczynski traicionarlos también? Las próximas elecciones son fundamentales para que el fujimorismo consolide su poder, como en aquellos diez años en que gozó de absoluta impunidad para sus fechorías. En su discurso exculpatorio Kuczynski llamó “errores y excesos” a los asesinatos colectivos, torturas, secuestros y desapariciones cometidos por Fujimori. Y éste le dio inmediatamente la razón pidiendo perdón a aquellos peruanos que, sin quererlo, “había decepcionado”. Solo faltó que se dieran un abrazo.  

Felizmente, la realidad suele ser más complicada que los esquemas y proyecciones que resultan de las intrigas políticas. ¿Imaginó Kuczynski que el indulto iba a incendiar el Perú, donde, mientras escribo este artículo, las manifestaciones de protesta se multiplican por doquier pese a las cargas policiales? ¿Sospechó que partidarios honestos renunciarían a su partido y a su gabinete? Yo nunca hubiera imaginado que tras la figura bonachona de ese tecnócrata benigno que parecía Kuczynski, se ocultara un pequeño Maquiavelo ducho en intrigas, duplicidades y mentiras. La última vez que nos vimos, en Madrid, le dije: “Ojalá no pases a la historia como el presidente que amnistió a un asesino y un ladrón”. Él no ha asesinado a nadie todavía y no lo creo capaz de robar, pero, estoy seguro, si llega a infiltrarse en la historia será sólo por la infame credencial de haber traicionado a los millones de compatriotas que lo llevamos a la Presidencia.  

Madrid, diciembre de 2017.

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lunes, 1 de enero de 2018

EL HOMBRE MÁS PELIGROSO DEL MUNDO. ¿A quién le importa?.

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Qué bestia tan bruta; ¿habrá llegado por fin su hora...? Sin embargo, haga usted lo que haga, no culpe solo a Donald Trump por esto. Él no fue más que la versión particularmente inquietante de Homo sapiens llevado a la Casa Blanca por una fuerte reacción de descontento en las elecciones de 2016. Imprevistamente, una vez ahí, se encontró con unos poderes incomparables que le estaban esperando como sendas pistolas a punto de disparar. Automáticamente, tal como pasó con los dos presidentes que le precedieron, se convirtió no solo en el comandante en jefe de este país sino también en el asesino en jefe, es decir, se encontró con el control personal de una fuerza aérea de drones que –obedeciendo sus órdenes de matar a quien a él se le antojase–, podían ser enviados a cualquier lugar de la Tierra. Siempre a su entera disposición, él también tenía el equivalente de lo que el historiador Chalmers Jonson llamó una vez el ejército (hoy en día, ejércitos) privado: tanto los agentes irregulares de la CIA (bien conocidos por Johnson) como las enormes y secretísimas unidades de Operaciones Especiales de las fuerzas armadas. Sin embargo, por encima de todo eso, se encontró al frente del mayor arsenal nuclear del planeta, un armamento que él y solo él podía ordenar que se utilizara.

“En resumen, como los demás presidentes de este país desde agosto de 1945, él estaba totalmente armado y con la capacidad de –sin ayuda de nadie– convertir en un abrir y cerrar de ojos a este mundo, o una importantes parte de él, en un infierno, un páramo de “fuego y furia”, según su incendiaria frase dirigida a Corea del Norte. Dicho con otras palabras, el 20 de enero de 2017, Trump se convirtió en la personificación de un planeta del “sálvese quien pueda” (aunque en realidad desde los años cincuenta ya no hay un sitio donde esconderse). Da lo mismo que su ignorancia acerca de la naturaleza y potencia de semejante armamento sea supina”.


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EL HOMBRE MÁS PELIGROSO DEL MUNDO.

¿A  quién le importa?.

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Tom Engelhardt.

TomDispatch.

Rebelión lunes 1 de enero del 2018.


Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García.


No a ellos, no al planeta, no a él; tampoco a nosotros, evidentemente

Empecemos por el universo todo e internémonos en nuestro mundo. ¿A quién le importa? A ellos –los extraterrestres–, no; por lo que sabemos, ellos no están acá. Hasta donde sabemos, en nuestra galaxia y tal vez en otros sitios más, aparte de nosotros (y el resto de criaturas en este modestísimo planeta nuestro) no hay existencia humana. Entonces no contamos con alienígena alguno por ahí que se preocupe por lo que le pasa a la humanidad. No existen.

Y, por supuesto, en cuanto al planeta –la Tierra– en sí, no puede preocuparle, no importa qué podamos hacerle. Y estoy seguro de que para el lector no es una novedad que cuando se trata de él –y me refiero a él, por supuesto, el presidente Donald J.Trump, de quien se sabe que tiene un vacío en el sitio donde en el ser humano normal podría estar la empatía... no le dé demasiada importancia. Más allá de él mismo, sus negocios y, posiblemente (solo posiblemente) su familia, es claro que no podríamos importarle menos ni, para el caso, lo que pueda pasarle a cualquiera de nosotros una vez que él haya dejado este mundo.

En cuanto a nosotros, al menos quienes vivimos en Estados Unidos, ya sabemos algo sobre la naturaleza de nuestras preocupaciones. Un estudio de la Universidad de Yale publicado el pasado marzo decía que el 70 por ciento de los estadounidenses –una sorprendente proporción, aun así lejos de abrumadora (si se tienen en cuenta los muy conocidos peligros que ello supone), cree que el calentamiento global es algo que ya está sucediendo. Sin embargo, menos de la mitad de nosotros imagina que este fenómeno pueda afectarle personalmente. Entonces. Citemos al eminentemente citable Alfred F. Newman: “Qué... ¿preocupado yo?”.

Digámosle eso, de paso sea dicho, a los vecinos de Ojai y otros puntos calientes del sur de California –verdaderos infiernos, en estos momentos–, que están siendo reducidos a cenizas en este diciembre, un mes que hasta no hace mucho era poco significativo en relación con los incendios en este estado. Pero esas quemazones no deberían sorprendernos, ya que las temporadas de incendios se están haciendo más prolongadas en este recalentado planeta. Simplemente, un diciembre ardiente forma parte de lo que el gobernador de California llamó hace poco tiempo “la nueva normalidad”, mientras inspeccionaba los daños producidos por el fuego; como probablemente lo sean también –otros exponentes de la nueva normalidad de nuestro mundo estadounidense– los cada vez más fuertes huracanes en el Atlántico, que aumentan su intensidad a su paso sobre las caldeadas aguas del Caribe y el golfo de México antes de castigar a este país.

En la estela de los años más calurosos registrados, todos vivimos en un planeta con una nueva normalidad, es decir, un planeta más extremo. Entonces, tal vez sea adecuado que la versión política de esa nueva normalidad implique un presidente desaforadamente recalentado, autoritario, hiperpromocionado, exageradamente tuiteado (aunque solo el 60 por ciento de nosotros crea que él podría de verdad hacernos daño). Se trata de un hombre que, como informó hace poco tiempo el New York Times, empieza a ser asaltado por las dudas y la inquietud si no ve su nombre en los titulares de la prensa, si no está en el centro de la imagen de la TV por cable durante un día o dos. Se trata de un hombre que solo pareciera sentirse de maravilla cuando el caldero está hirviendo y él es el centro del universo. ¡Y qué mundo hemos preparado para este incendiario personaje! (Volveremos sobre esto más adelante.)

En estos momentos estamos inmersos en una Trump-apocalipsis en pleno desarrollo. En cierto sentido, ya los estábamos antes de que Donald entrara en el Despacho Oval. Solo pensemos qué significa el haber elegido a un ser humano evidentemente trastornado para que se desempeñe en el más alto cargo de la nación más poderosa y potencialmente destructiva de la Tierra. ¿Qué os dice eso? Una posibilidad es, que dado que prácticamente la mayoría de los votantes estadounidenses lo llevaron a la Casa Blanca, durante la campaña de 2016 ya estábamos viviendo en un país profundamente trastornado. Y pensando en las elecciones del 1 por ciento, el crecimiento de la plutocracia, el florecimiento de una nueva Era Dorada cuya desigualdad en el reparto de la riqueza ya debe estar compitiendo con su predecesora del siglo XIX, el crecimiento del estado de la seguridad nacional, nuestras interminables guerras (convertidas ahora en “generacionales”), el aumento de la militarización de este país y la desmovilización popular –por mencionar solo algunos de los rasgos estadounidenses del siglo XXI–, esto no debería sorprender en absoluto.




¿Podría Donald Trump ser el final de la historia de la evolución?

Hace unos días, mientras reflexionaba sobre lo extremado de este momento trumpiano, apareció en mi mente una descripción de la evolución que había conocido en mi juventud. Recuerdo que las ilustraciones empezaban con una criatura pisciforme que surgía del agua para transformarse en un reptil; otra, conocida como “La marcha del progreso”, comenzaba con una criatura encorvada similar a un mono. Las siguientes eran una sucesión de figuras que, de izquierda a derecha, se enderezaban cada vez más hasta llegar al Homo sapiens, un tipo musculoso que andaba –¡oh!– completamente erguido.

Él, por supuesto, era un orgulloso espécimen igual a nosotros, y nosotros éramos –sin explicitarlo– éramos el presuntuoso final de la línea en este planeta. Nosotros éramos eso: ¡el progreso personificado! Sin embargo, incluso en mi juventud, también nosotros estábamos en el proceso de actualizar ese punto final de la evolución. En el punto culminante de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el temor a otro tipo de final, uno que podía ser el autentico final de todo lo conocido, se había convertido en un pesadillesco lugar común en nuestra vida.

Por ejemplo, puedo recordar vívidamente una noche de hace casi 60 años en la que yo estaba a cuatro patas avanzando lentamente entre los escombros de una ciudad que había sido devastada por un bomba atómica. Era solo una pesadilla, por supuesto, pero de un tipo muy normal para los adolescentes de entonces. Y hubo momentos –especialmente en 1962, durante la crisis de los misiles en Cuba­– en los que esas pesadillas nucleares dejaron el mundo de los sueños y saltaron a la cultura de la vida cotidiana. E incluso antes de eso, cuando éramos niños, era normal sentir miedo cada vez que ululaba la sirena de alarma por ataque aéreo mientras estábamos en la escuela, y en la radio en el escritorio de la maestra se oían las advertencias; entonces, corríamos a guarecernos debajo del poco sólido escritorio.

Con la implosión de la Unión Soviética en 1991, esos temores se desvanecieron, a pesar de que no debería haber sido así en un mundo en el que crecía el número de países con armas atómicas. Para entonces, ya sabíamos de la amenaza del “invierno nuclear”. Su significado sería terrorífico. Una guerra nuclear perfectamente imaginable, no entre superpotencias sino entre potencias regionales como India y Pakistán podía poner tanto humo y tantas partículas en la atmósfera como para impedir durante años la llegada de la luz del Sol a la Tierra y enfriar drásticamente el planeta: resultado posible, la muerte por hambre de la mayor parte de la humanidad.

Sin embargo, solo ahora esos temores de aniquilación nuclear han vuelto de un modo significativo. Más de medio siglo después de las imágenes de “La marcha del progreso” se hicieran populares, si quisiéramos ponerlas provisionalmente al día deberíamos agregar un personaje particularmente reconocible (y bastante apropiado) en el último lugar de ese diorama: un hombre corpulento, ligeramente encorvado, con mentón prominente, de expresión furibunda y un inconfundible arreglo capilar de color anaranjado.

Lo que nos lleva a una cuestión bastante sencilla: ¿podría ser que Donald Trump resultara ser el final de la historia de la evolución? La respuesta, bien que provisional, es que sí podría. Como mínimo, ahora mismo él puede ser considerado el hombre más peligroso de la Tierra. Ciertamente, respecto de todo lo que conduce al momento actual, para nosotros él podría ser la parada final (o al menos el hombre que indicó el camino hacia ella) en la historia humana.


Qué bestia tan bruta; ¿habrá llegado por fin su hora...?

Sin embargo, haga usted lo que haga, no culpe solo a Donald Trump por esto. Él no fue más que la versión particularmente inquietante de Homo sapiens llevado a la Casa Blanca por una fuerte reacción de descontento en las elecciones de 2016. Imprevistamente, una vez ahí, se encontró con unos poderes incomparables que le estaban esperando como sendas pistolas a punto de disparar. Automáticamente, tal como pasó con los dos presidentes que le precedieron, se convirtió no solo en el comandante en jefe de este país sino también en el asesino en jefe, es decir, se encontró con el control personal de una fuerza aérea de drones que –obedeciendo sus órdenes de matar a quien a él se le antojase–, podían ser enviados a cualquier lugar de la Tierra. Siempre a su entera disposición, él también tenía el equivalente de lo que el historiador Chalmers Jonson llamó una vez el ejército (hoy en día, ejércitos) privado: tanto los agentes irregulares de la CIA (bien conocidos por Johnson) como las enormes y secretísimas unidades de Operaciones Especiales de las fuerzas armadas. Sin embargo, por encima de todo eso, se encontró al frente del mayor arsenal nuclear del planeta, un armamento que él y solo él podía ordenar que se utilizara.

En resumen, como los demás presidentes de este país desde agosto de 1945, él estaba totalmente armado y con la capacidad de –sin ayuda de nadie– convertir en un abrir y cerrar de ojos a este mundo, o una importantes parte de él, en un infierno, un páramo de “fuego y furia”, según su incendiaria frase dirigida a Corea del Norte. Dicho con otras palabras, el 20 de enero de 2017, Trump se convirtió en la personificación de un planeta del “sálvese quien pueda” (aunque en realidad desde los años cincuenta ya no hay un sitio donde esconderse). Da lo mismo que su ignorancia acerca de la naturaleza y potencia de semejante armamento sea supina.

Hablando de infiernos planetarios, cuando se trató de la segunda panoplia de instrumentos de destrucción masiva –acerca de las cuales no era menos ignorante y estaba aun más subyugado, él también se encontró equipado. Trump llevó al Despacho Oval su “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande” y, con esta frase, su nostalgia por un mundo de los combustibles fósiles de su infancia en los cincuenta. Armado por la corporación de la Gran Energía, llegó preparado para asegurar que el país más rico y más poderoso del globo podía allanar el camino hacia más oleoductos, gasoductos, fractura hidráulica, perforación en el mar y prácticamente todas las formas imaginables de explotación del petróleo, el gas natural y el carbón (pero de ninguna manera las energías alternativas). El significado real de todo esto es: a partir de sus órdenes ejecutivas y de las decisiones de los variopintos negacionistas del cambio climático y los entusiastas de los combustibles fósiles que él nombró en los puestos clave de su administración, Trump puede asegurar que en los próximos años habrá cada vez más descarga de gases de efecto invernadero –emitidos por la quema de combustibles fósiles– en la atmósfera, creando así las condiciones para otro tipo de apocalipsis.

Sobre la aceleración de calentamiento global alentada durante su primer año en el cargo, es razonable decir –con cierto orgullo trumpiano– que una vez más el presidente ha hecho lo necesario para que Estados Unidos sea de verdad un país excepcional. En noviembre, solo cinco meses después de que el presidente Trump anunciara que tan pronto como fuera posible EEUU se retiraría del acuerdo climático de París de lucha contra el calentamiento global, Siria (entre todos los países) finalmente lo firmó; este fue el último país que lo hizo. Esto significó que nuestro país se quedaba realmente... bueno, no se puede decir ‘a la intemperie’, pero mostraba, bastante literalmente, su excepcionalidad en su determinación por garantizar la destrucción del medioambiente que durante tanto tiempo ha asegurado el bienestar de la humanidad y hecho posible la existencia de aquellas imágenes del progreso de la evolución.

Aun así, tampoco es posible culpabilizar solo al presidente Trump por esto. Él no es responsable de la inventiva –ese regalo evolutivo, que nos ha conducido, deliberadamente, en el caso de las armas nucleares e inconscientemente (al principio) en el caso del cambio climático– pusiera en nuestras manos unos poderes que antes solo manejaban los dioses y de hecho, desde el 20 de enero de 2017, en las de Donald J. Trump. No le responsabilicemos, solo a él, del hecho de que el momento más terrorífico de la historia humana podría llegar no por la caída de un asteroide llegado del espacio exterior sino desde la Torre Trump.

Entonces, henos aquí viviendo con un hombre cuyo impulso último parece ser el convertir el mundo a su alrededor en un caldero hirviendo. Es posible que ciertamente él pueda ser el primer presidente –desde Harry Truman en 1945– que ordene la utilización de armas nucleares. Como comentó hace poco tiempo Beatrice Fihn, directora de la Campaña Internacional por la Abolición de las Armas Nucleares, las amenazas a Corea del Norte podrían ser solo “un pequeño berrinche” [de Trump], lejos de una guerra nuclear en Asia. En última instancia, es posible que él esté propiciando una carrera armamentística nuclear en la que países que van desde Carea del Sur y Japón hasta Irán y Arabia Saudí podrían acabar con unos arsenales capaces de terminar con el mundo, dejando el invierno nuclear en las manos de... bueno, mejor ni pensarlo.

Ahora, imaginemos otra vez ese diorama de la evolución –ya corregido– o tal vez, para honrar el reciente anuncio de Donald Trump de que Estados Unidos reconocería a Jerusalén como la capital de Israel, recordemos las palabras del poeta William Butler Yeats sobre un mundo en el que “lo mejor carece de toda condena y lo peor está lleno de apasionada intensidad” mientras alguna “bestia brutal, ¿habrá llegado al fin su hora?” arrastra los pies “en la dirección de Belén para nacer”. Pensemos entonces en qué auténtico horror es que tanto poder destructivo esté en las manos de cualquier ser humano; nada menos que en las de semejante trastornado e inquietante sujeto.

Por supuesto, mientras Donald Trump podría representar el final de la línea evolutiva iniciada en algún valle africano hace millones de años, cuando se trata del ser humano nada en este mundo está esculpido en piedra. Aún tenemos la libertad potencial de elegir otra cosa, de hacer otra cosa. Tenemos la capacidad tanto de la maravilla como del horror. Tenemos el talento tanto para crear como para destruir.

Parafraseando a Jonathan Schell, el destino del planeta Tierra no está solo en las manos de Donald Trump sino también en las nuestras. Si a ellos, esos inexistentes alienígenas, no les importa, si al planeta no le puede preocupar y si el extraterrestre en la Casa Blanca le importa un bledo, nos corresponde a nosotros preocuparnos. A nosotros nos corresponde manifestarnos, resistir y cambiar, comunicarnos y convencer, luchar por la vida y contra su destrucción. Si el lector tiene cierta edad, todo lo que tiene que hacer es mirar a sus hijos o nietos (o a los de sus amigos y vecinos) y sabrá que nadie –ni siquiera Donad Trump– debería tener el derecho de condenarlos a las llamas. ¿Qué han hecho ellos para acabar en un infierno en la Tierra.

2018 está en el horizonte*. Trabajemos por un tiempo mejor no por el final de los tiempos.

* La nota original en inglés fue publicada el 21 de diciembre de 2017.

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.


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