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"Uno de los mayores dramaturgos de las últimas décadas, el británico Harold Pinter, Premio Nobel de Literatura en 2005, dijo en su discurso de aceptación que«los crímenes de Estados Unidos han sido sistemáticos, constantes, viciosos, despiadados, pero muy poca gente ha hablado sobre ellos». Crímenes sobre los que se echa un manto de olvido favorecido, según Pilger, por el control casi absoluto que Estados Unidos ejerce sobre los medios de comunicación y las redes sociales.
"Por eso es preciso, en estas fechas, recordar lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki, que descalifica irreparablemente la pretensión tan norteamericana de ser quienes fijan los estándares de moralidad y respeto a la democracia, los derechos humanos y la justicia; decir quién es un dictador y quién no lo es, quién respeta los derechos humanos y quién los atropella. Por eso, cada 9 de agosto debemos acompañar la iniciativa tomada hace unos pocos años por un grupo de intelectuales latinoamericanos declarando esa fecha como el «Día Internacional de los Crímenes Estadounidenses contra la Humanidad».
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OCHENTA AÑOS DE IMPUNIDAD.
Bombas
Atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
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Por Atilio. A. Borón.
Politólogo. Sociólogo. Dr. en
Ciencias Políticas.
Maestro Universitario. Argentina.
Fuente. Firmas Selectas.
Prensa Latina domingo 17 de agosto
del 2025.
En esta semana se
cumplió el octogésimo aniversario de los que sin dudas fueron los dos atentados
terroristas más mortíferos de la historia: el ataque con sendas bombas atómicas
perpetrado por el Gobierno de Estados
Unidos contra las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, realizado el 6 y
9 de agosto respectivamente.
Franklin D. Roosevelt había fallecido
cuatro meses antes y le cupo a su sucesor, Harry
Truman, dar la orden que produciría una catástrofe de proporciones
inéditas. Tal como lo anotara el filósofo alemán Karl Jaspers, con la bomba atómica empezaba una nueva era en la
historia de la humanidad.
Si bien fue Truman quien
autorizó esa operación, la búsqueda de un arma atómica había comenzado desde
los albores mismos de la Segunda Guerra
Mundial con el famoso Proyecto
Manhattan, aunque en el mayor de los secretos. Existía en esos años la
certeza de que el régimen de Hitler
había solicitado a los científicos alemanes que explorasen las potencialidades bélicas que abría la fisión nuclear
descubierta en 1938 por Otto Hahn.
La utilización militar de esta tecnología podría plasmarse en la fabricación de
una bomba cuya capacidad destructiva sería muy superior a las por entonces
conocidas y ni Washington ni sus
aliados querían quedarse atrás en esa carrera.
En julio de 1945 Estados Unidos había
ensayado exitosamente en Álamo Gordo (Nuevo México) la
detonación de una bomba de plutonio como la que el 9 del mes siguiente arrojaría sobre Nagasaki. Las mediciones
dejaron pasmados a los científicos encargados del experimento, porque se
comprobó que ese artefacto nuclear poseía una capacidad destructiva equivalente
a 20 mil toneladas de TNT, algo
absolutamente fuera de toda escala. La otra bomba, construida con uranio en vez de plutonio, ni siquiera
se probó. Se fabricó un solo prototipo y ese fue el que se arrojó sobre Hiroshima el 6 de agosto, arrasando buena
parte de esa ciudad de 350 mil habitantes.
Truman justificaba tales masacres, y aún
hoy así lo hace todo el establishment de Estados
Unidos, diciendo que de ese modo se acortó la guerra del Pacífico, último capítulo de la Segunda Guerra Mundial, al obtenerse pocos días después la rendición incondicional del Japón.
El único presidente en
funciones que visitó Hiroshima fue
Barack Obama, en mayo del 2016,
quien pese a su inédito gesto se
rehusó a pedir perdón por el inclasificable crimen que su país había
cometido en 1945. Otros dos
presidentes estadounidenses también concurrieron a esa emblemática ciudad: James Carter la visitó en mayo de 1984, mucho
después de su alejamiento de la presidencia. Y el otro fue Richard Nixon, que lo hizo en 1964, cuatro años antes de ser
elegido presidente. Tampoco pidieron
disculpas.
Los daños producidos por
ambos artefactos nucleares fueron escalofriantes. Sin embargo, quien quiera
investigar en Google cuáles fueron los mayores atentados terroristas de
la historia se encontrará que casi
sin excepción las fuentes consultadas señalan los de las Torres Gemelas del 11
de septiembre del 2001, donde se
calcula que fallecieron unas tres mil personas. En su entrada sobre aquellos
atentados, la Wikipedia refleja esta
opinión predominante diciendo que los del 11-S
fueron
«los
atentados terroristas más mortíferos de la historia, dejando dos mil 996
muertos y alrededor de 25.000 heridos».
Ese es el relato oficial, reproducido ad infinitum por los
medios hegemónicos. En el caso que nos ocupa hay que decir que la bomba arrojada sobre Hiroshima mató
instantáneamente entre 70 mil y 80 mil personas y arrasó más de las dos terceras partes de los edificios de esa
ciudad. No pudo hacerse un recuento preciso de víctimas- como hoy tampoco
se puede hacer en Gaza- a partir del
hallazgo de huesos, cráneos, o lo que fuera, y esto, en el
caso que nos ocupa, por una tétrica razón: los cuerpos de las víctimas fueron
vaporizados por el fuego y la ola de
calor de unos cuatro mil grados centígrados desatada por el estallido de las
bombas. Tres días después de
haber desatado ese horror, la Casa
Blanca ordenó un nuevo ataque, y esta
vez fue en Nagasaki, donde unas 40 mil personas corrieron la misma suerte
que sus compatriotas de Hiroshima. El recuento de las víctimas que murieron por
sus quemaduras, lesiones y a causa de la radiación elevó su número a 140 mil en Hiroshima y 80 mil en Nagasaki.
La estimación final dada a conocer
décadas más tarde por el Gobierno
japonés habla de una cifra que oscila entre 210 mil y 246 mil muertos,
debido al número de quienes fallecieron
por efectos retardados del estallido. Informes gubernamentales sostienen que a los guarismos anteriores
hay que sumar aproximadamente medio millón de personas que murieron, años
más tarde, a causa de diversas variedades de cáncer, especialmente la leucemia.
Informes y operaciones
El balance final es claro, y surgió
pese a los intensos operativos de la Casa Blanca para ocultar la tremenda
magnitud del daño infligido a una población
inocente. En el año 2007, el documentalista y periodista australiano John Pilger
observó que pocos días después de consumada esta tragedia, el New York Times «envió a Hiroshima a su
columnista estrella, W.H. Lawrence, para que hiciera un informe desde el
terreno.
“No
hay radioactividad en la ruina de Hiroshima”, fue el título de su informe, y
era falso».
Uno de los mayores dramaturgos de las
últimas décadas, el británico Harold Pinter, Premio Nobel de Literatura en 2005, dijo
en su discurso de aceptación que
«los
crímenes de Estados Unidos han sido sistemáticos, constantes, viciosos,
despiadados, pero muy poca gente ha hablado sobre ellos». Crímenes
sobre los que se echa un manto de olvido favorecido, según Pilger, por el control casi absoluto que Estados Unidos ejerce sobre los medios de comunicación y las redes
sociales.
Por eso es preciso, en estas fechas,
recordar lo ocurrido en Hiroshima y
Nagasaki, que descalifica
irreparablemente la pretensión tan norteamericana de ser quienes fijan los
estándares de moralidad y respeto a
la democracia, los derechos humanos
y la justicia; decir quién es un dictador y quién no lo es, quién
respeta los derechos humanos y quién los
atropella.
Por eso, cada 9 de agosto debemos acompañar la iniciativa tomada hace
unos pocos años por un grupo de intelectuales
latinoamericanos declarando esa fecha
como el «Día Internacional de los
Crímenes Estadounidenses contra la Humanidad».
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