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“Muy
probablemente, esto no se hubiera logrado con asambleístas elegidos debido a su
postura ideológica. Como proponen
los profesores Ernesto Ganuza y Arantxa
Mendiharat, los elegidos en Irlanda
seguramente tenían su propia ideología,
pero venían a representar la
imparcialidad y no a esa ideología.
Al no estar socializados en una tribu
ideológica, tienen mayor inclinación a sopesar opiniones
divergentes y a acercarse al interés general. Terminemos. El sorteo puede reducir varias de nuestras patologías contemporáneas.
Seguramente producirá otras nuevas. Pero las actuales aseguran la bancarrota nacional. La vida política
ya se parece hace tiempo a una lotería.
Quizás podemos organizarla nosotros
mismos retirándole sus dimensiones más grotescas. No hay forma de que un sorteo
produzca congresistas que amenacen lo público de manera más directa que, no sé, Mary Acuña o Alejandro Cavero, Waldemar
Cerrón o Eduardo Salhuana. Pensemos cómo serían unas elecciones donde
los miembros de mesa fuesen puestos por los partidos y no surgidos de un
sorteo. En el Perú de hoy los
sorteados cumplen mucho mejor con el
imperativo de la imparcialidad y de la defensa del interés general. Quizás la
llana ciudadanía traiga de vuelta
eso que George Orwell llamaba la
decencia del común. O,
claro, quizás no.
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QUE
SE VAYAN TODOS Y QUE VENGA CUALQUIERA:
Panfleto
en favor de la lotería cívica, por Alberto Vergara.
*****
La lotería cívica nos regresa a una noción básica
de la democracia: la radical igualdad política
de los ciudadanos.
Por Alberto Vergara. Politólogo.
Fuente. La República, domingo 3 de agosto del 2025.
El momento que más temo cuando me invitan a hacer
una presentación sobre política peruana es el de las preguntas. Porque ahí es cuando se libera en el
respetable el ansia indomable y compresible
de soluciones: ya
mucho diagnóstico sombrío, estimado,
por favor demos paso a las recetas: ¿cómo conseguir un Estado funcional?, ¿cómo restaurar la legitimidad?, ¿cómo construimos partidos sólidos?... y así por el estilo. En ese momento siempre
pienso, parafraseando un verso de Jaime Sabines, que “no he venido a entretenerlos con la
esperanza”.
No
tengo recetas,
iniciativas ni propuestas. Por lo menos, no para solucionar nada profundo y, menos aún, rápido. En Instagram debe haber un consultor que ofrece implementar
en pocos pasos el sistema educativo
finlandés en el Perú. Pero a mí no me sale.
Y, sin embargo, desde hace un tiempo tengo una propuesta concreta dándome vueltas y estoy contento con mi incursión en el universo programático. Aun cuando, lo diré
de una vez, se trata de una iniciativa sin ninguna posibilidad de ser llevada a
cabo. Aun así, me sigue pareciendo una buena idea.
Se trata de elegir a los congresistas –no el Ejecutivo-- por sorteo y ya
no en elecciones. La propuesta es muy
simple: se realiza una lotería
entre todos los adultos (adultas también, claro) mayores de 18 años y quienes resulten sorteados son congresistas
por un periodo de tiempo (sospecho que cinco
años es mucho, tiendo a inclinarme por dos).
El sorteo debería tener en cuenta la
distribución de la población en el país de tal manera que no haya regiones que queden sin elegidos. Pero en este
momento no hay para qué perder tiempo en
detalles técnicos porque se trata de una propuesta sin ninguna viabilidad.
(Digresión histórica previa: La
idea de elegir representantes por sorteo
no es invención mía, desde luego. La implementaron unos tipos bastante geniales que todos los
manuales aseguran entendían mucho de política
y democracia: los griegos
hace 3000 años. Durante dos siglos,
la democracia ateniense eligió por
sorteo a la mayoría de sus funcionarios o magistrados. El principio que
sostenía esta práctica democrática era asegurar que los ciudadanos pasen tanto por la función de gobernantes como de
gobernados y conocieran los dos lados de esa relación de poder. De los 700 puestos que contaba la
administración, 600 se completaban a
través de una lotería cívica. No se solicitaba ninguna competencia en
especial. Esto coexistía con otras funciones que eran hechas por personas que
sí eran elegidas en elecciones. Y en
las repúblicas italianas como Venecia y Génova se utilizó durante
siglos el sorteo como forma de elegir representantes –combinados con otras
formas de elección. Sin embargo, la
modernidad, por muchas razones, desligó el sorteo de la institucionalidad democrática. [Sobre
estas cuestiones ver el libro clásico de Bernard
Manin, Principios
del gobierno representativo])
Lo
primero es dejar en claro
el punto de partida: la representación en el Perú se pudrió. Hace diez años Levitsky y Zavaleta aseguraron que éramos el caso más extremo de
colapso partidario en América Latina
y ya no sé qué calificativo o
comparación podría hacer justicia con la situación de hoy. Tenemos 45 agrupaciones inscritas para
participar en las próximas elecciones, casi la mitad de los congresistas es investigada por algún
crimen, se legisla para la ilegalidad,
la popularidad del legislativo está en 3%,
los congresistas son elegidos cada vez con menos votos (es decir, se reduce la
legitimidad de origen) y su
comportamiento es descaradamente rapaz (o sea, el proceso legislativo
tampoco produce legitimidad). Y lo que
viene será peor con la llegada de una galería
de narcisos personajes saltando de las redes
sociales a la política.
Es importante subrayar este punto de origen porque mi
propuesta no se funda en el convencimiento ideológico
y universal de la superioridad del sorteo
sobre la representación electoral, sino en algo que, con Isaiah Berlin, podríamos llamar un
principio de realidad. Nunca fui un “participacionista”.
Por lo pronto porque lo mecanismos de participación
ciudadana tan en boga en los años
2000 sirvieron muchas veces para
validar proyectos autoritarios (todavía recuerdo a mis amigos de izquierda porfiando que las “misiones” venezolanas y otras formas
de “sociedad civil” chavista eran
iniciativas participativas y no organizaciones para medrar del Estado y amedrentar a la oposición); o, en otros
casos, el participacionismo ha sobre-representado
a pequeños grupos bien organizados. El
sorteo no produce ninguno de estos
inconvenientes.
La
lotería cívica nos
regresa a una noción básica de la
democracia: la radical igualdad
política de los ciudadanos. O de otra manera: lo que le da su contenido democrático al régimen político
ya no son las elecciones, sino que cada persona
puede –en los hechos y no como una disposición
constitucional— ser parte del Legislativo,
del poder.
Es decir, convertirse en congresista deja de depender del dinero para
hacer campaña, de la simpatía personal,
de las calificaciones profesionales o
académicas, de contar con acceso a
los grandes medios de comunicación, o cualquier otro factor que desiguala la
competencia política. A cambio, se
instaura en la ciudadanía la idéntica probabilidad de ser congresista.
Y esta revalidación
del principio democrático
podría ayudar a producir lo que ha desaparecido
del sistema peruano: interés general
o bien común. Por el momento, lo que
rige en el Perú es un pluralismo de rapiña. La res publica es una vaca por destazar. Por eso unos pocos organizados le arrebatan a la gran mayoría la posibilidad de la prosperidad
conjunta: me organizo, luego arrancho. La
vida social se vuelve una ansiosa
mechadera de todos contra todos
por los recursos. Porque se deshace
la ley, el bien público por excelencia.
El sorteo puede reintroducir el interés general en este sistema secuestrado por el particularismo y el favoritismo. El Perú político es mucho peor que el Perú
real. Ninguna de las leyes que pasa este congreso maléfico se aprobaría en un referéndum popular. Un congreso
elegido por sorteo sería mucho más
representativo del Perú real.
Y aun cuando quienes llegaran al poder tuviesen ganas de saquear lo público, lo cierto es que la elección les caerá tan de sorpresa que
no tendrán vinculaciones preexistentes
con carteles, redes, mafias o tinglados legales o ilegales. Sin ninguna
duda, en los y las ciudadanas sorteadas
habrá más virtud y menos complicidad articulada que en la representación política
actual.
De otro lado, las elecciones
contemporáneas
tienden dar mucha visibilidad a los grupos
más ideologizados y, por tanto, a
aquellos que alimentan (y se alimentan) de la polarización. Mientras la gran mayoría de la ciudadanía se distancia cada vez más de la política,
minorías hinchadas del esteroide rilero envenenan la conversación pública y empujan a que la
política se organice desde líneas de
fracturas tan drásticas como excéntricas.
En todas las encuestas quienes se auto
perciben de centro son la mayoría, pero la civilización del like recompensa a los más vociferantes. Entonces, así como el sorteo hace muy difícil que lleguen congresistas con vínculos a la ilegalidad, también sería más representativo al llevar a la esfera
pública una combinación mayoritaria de
desafectos y poco ideologizados.
De hecho, esta es la lección que deja un ejemplo muy bonito en Irlanda. El año 2016 se convocó a una Asamblea Ciudadana compuesta por 99 ciudadanos elegidos por sorteo. El tema sobre el que discutirían era el más espinoso de todos los que pudieran elegirse en ese país: el aborto. Durante cuatro meses la asamblea deliberó con ayuda de expertos en distintas disciplinas y terminó recomendando que se sometiera a referéndum la prohibición constitucional del aborto. El gobierno acogió la propuesta y a la postre el 66% de la población se manifestó a favor de acabar con las restricciones constitucionales al aborto.
Muy probablemente, esto no se hubiera logrado con asambleístas elegidos debido a su
postura ideológica. Como proponen
los profesores Ernesto Ganuza y Arantxa
Mendiharat, los elegidos en Irlanda
seguramente tenían su propia ideología,
pero venían a representar la
imparcialidad y no a esa ideología.
Al no estar socializados en una tribu
ideológica, tienen mayor inclinación a sopesar opiniones
divergentes y a acercarse al interés general.
Terminemos. El sorteo puede reducir varias de nuestras patologías contemporáneas. Seguramente producirá otras nuevas. Pero las actuales aseguran la bancarrota nacional. La vida política
ya se parece hace tiempo a una lotería.
Quizás podemos organizarla nosotros
mismos retirándole sus dimensiones más grotescas. No hay forma de que un sorteo
produzca congresistas que amenacen lo público de manera más directa que, no sé, Mary Acuña o Alejandro Cavero, Waldemar
Cerrón o Eduardo Salhuana. Pensemos cómo serían unas elecciones donde
los miembros de mesa fuesen puestos por los partidos y no surgidos de un
sorteo. En el Perú de hoy los
sorteados cumplen mucho mejor con el
imperativo de la imparcialidad y de la defensa del interés general. Quizás la
llana ciudadanía traiga de vuelta
eso que George Orwell llamaba la
decencia del común. O, claro, quizás no.
(La
frase “que se vayan todo y que venga cualquiera” se la escuché en un contexto
totalmente diferente al sociólogo argentino Juan Carlos Torre.)
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