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“La desigualdad sí importa. Cuando todo lo demás falla, los defensores de la
riqueza extrema recurren a un argumento
definitivo: la desigualdad es
una distracción. El verdadero problema, dicen, es la pobreza, no la fortuna de los multimillonarios. ¿Por qué preocuparse por lo que tienen unos,
mientras otros tienen suficiente? Se
trata de un peligroso juego de manos. La
desigualdad extrema no solo coexiste
con la pobreza, sino que la perpetua.
Cuando la riqueza se concentra en manos
de unos pocos, distorsiona las
prioridades políticas, socava los
servicios públicos y acapara
recursos que podrían utilizarse para el beneficio colectivo. Esto es
exactamente lo que muestra la Ley One
Big Beautiful Bill. El problema no
es solo que los multimillonarios
tengan más, sino que su riqueza les da la influencia para mantenerlo así.
“Además, los datos son inequívocos: las
investigaciones han demostrado que la desigualdad corroe todos los
ámbitos del bienestar social.
Las sociedades más desiguales sufren peores
resultados en materia de salud,
mayores índices de criminalidad,
menores niveles de rendimiento educativo
y una desconfianza política más profunda.
No se trata de efectos secundarios, sino de consecuencias estructurales de permitir que los ricos se alejen tanto del resto de la sociedad. Reducir la pobreza es esencial. Pero pretender que la desigualdad
no importa es una confusión diseñada
para proteger a quienes más se benefician del statu quo. Si
queremos una democracia sana, debemos preocuparnos no solo por lo poco que
tienen algunos, sino también por lo mucho que acumulan otros.
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Fuentes: Jacobin [Imagen: Zohran Mamdani habla en un evento de apoyo del sindicato DC 37 el 15 de julio de 2025 en la ciudad de Nueva York. (Spencer Platt / Getty Images)]
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LOS MULTIMILLONARIOS
NO DEBERÍAN EXISTIR.
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Por Christopher
Marquis | 06/08/2025 | Economía
Fuentes. Revista
Rebelión miércoles 6 de agosto del 2025
El mito de que los
multimillonarios ganan, inventa o donan su fortuna de forma virtuosa no resiste
un análisis riguroso. La riqueza de los multimillonarios no se basa en el
genio, sino en la inversión pública, y se traduce en el poder de influir en la
legislación, el mercado laboral y los mercados.
Cuando Zohran Mamdani declaró en Meet the Press que «no deberíamos tener multimillonarios»,
la reacción fue inmediata. Las élites
adineradas y sus defensores se
apresuraron a pintar a los multimillonarios
como benefactores indispensables. El titán de los fondos de cobertura Bill Ackman insistió en que Mamdani
estaba completamente equivocado, alegando que ayudar a los pobres y necesitados
depende totalmente de la generosidad
de los residentes adinerados de la
ciudad de Nueva York (en forma de
ingresos fiscales).
Ackman parece tan preocupado por
el destino de estos neoyorquinos necesitados que él y sus amigos están
dispuestos a gastar «cientos de millones de dólares» en una campaña electoral
general contra el socialista
demócrata de treinta y tres años. El propio Trump afirmó que «salvará la ciudad de Nueva
York» de Mamdani, y amenazó con arrestarlo.
Existe la creencia obstinada de que los multimillonarios son buenos para la sociedad: que su riqueza beneficia a todos, que estimulan la innovación y que se la han ganado. Como resultado, muchos ven el yate de 500 millones de dólares de Jeff Bezos navegando por Venecia como una muestra razonable de éxito. Y muchos sostienen que la «One Big Beautiful Bill Act» de Trump, una amplia rebaja fiscal para los ricos que pagarán los estadounidenses más pobres, se preocupa legítimamente por «todos los estadounidenses trabajadores», como dijo el presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson.
Tecno feudalismo. Como las grandes tecnologías han cambiado el capitalismo. Nuevo Orden Mundial.
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Pero luego de al menos una década de
importantes críticas a los súper ricos, el escepticismo público va
en aumento. Una encuesta de YouGov de septiembre de 2024,
por ejemplo, muestra que el 47% de los encuestados «está muy de acuerdo» con la afirmación
«Mil millones de dólares es mucho más de lo que cualquier persona necesita, incluso si
lleva un estilo de vida lujoso»,
mientras que solo el 12% «está muy
de acuerdo» con que «los
multimillonarios son el motor de la economía».
Así que tal vez Mamdani no sea un «lunático
comunista», como lo tildó Trump.
Más bien parece estar canalizando la
creciente frustración popular con un
sistema que prioriza a los ricos por encima del bien público. Por lo
tanto, la intensidad de la reacción negativa puede no provenir en absoluto de la economía, sino del
miedo. Mamdani amenaza con romper el
conjunto de narrativas protectoras que blindan a los ultrarricos del escrutinio y el oprobio.
Aun así, muchas «ideas zombis» que sustentan la legitimidad
de los multimillonarios siguen intactas, no solo a pesar de haber sido desacreditadas
repetidamente por la historia, la
economía y la experiencia vivida,
sino porque se interponen en el camino
hacia un futuro más democrático, equitativo y responsable.
La riqueza de los
multimillonarios no beneficia a todos.
Alos defensores de la riqueza
extrema les encanta argumentar que el éxito de los multimillonarios beneficia
a todos. Un artículo reciente del Financial Times, por
ejemplo, sostiene que «los
multimillonarios nos hacen más ricos al resto, no más pobres», alegando que
la economía no es un juego de suma cero y señalando a figuras como Jeff Bezos como prueba. Con su fortuna de 240 000 millones de
dólares, argumentan, no nos ha
quitado nada al resto, sino que ha mejorado nuestras vidas. La
comodidad, los precios bajos y la rapidez en los envíos de Amazon se esgrimen como ejemplos de cómo la riqueza de un solo hombre se traduce supuestamente en prosperidad compartida.
Se nos dice que demos las gracias a
Bezos, no que lo cuestionemos. Se trata simplemente de la economía del goteo con un nuevo
envoltorio. La idea de que la
riqueza de los multimillonarios es la «marea
que levanta todos los barcos» es una repetición de la teoría de la era Reagan, según la cual la reducción de los impuestos y la regulación
de los ricos impulsaría la inversión y elevaría el nivel de vida de toda la población.
Cuarenta años después, las pruebas están ahí:
la riqueza de los multimillonarios se ha
disparado, los salarios se han
estancado, la desigualdad ha crecido notablemente y la movilidad ascendente
se ha derrumbado. Instituciones
tan importantes como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) admiten ahora que el modelo
de goteo no funciona. Cuando
la riqueza se acumula en la cima, no
gotea, sino que consolida el poder. Solo en 2024, el 1% más rico de Estados Unidos se
enriqueció en
más de 6 billones de dólares, mientras que la mitad
más pobre del país solo cuenta con 4 billones de dólares en activos colectivos,
lo que representa apenas el 2,5% del
total nacional.
El problema es que los
multimillonarios no participan inocentemente en
la economía, sino que reescriben las reglas para beneficiarse a sí mismos. Elon Musk, por ejemplo, debe su ascenso
a miles de millones de dólares en
subvenciones públicas. Sin embargo, después de
convertirse en el hombre más rico del
planeta, se ha convertido en un ferviente
defensor de la supervisión gubernamental, la protección laboral y la responsabilidad
democrática. Al igual que Bezos,
la trayectoria de Musk muestra cómo
la gran riqueza genera un gran poder,
que permite moldear las leyes, los
mercados y los discursos que benefician a los ultrarricos a costa de todos los demás.
El mismo patrón se puede observar en la Edad
Dorada, otra era de riqueza
desenfrenada marcada por los monopolios,
la corrupción política y la inestabilidad de los auges y las crisis. No
fue la benevolencia de los multimillonarios
lo que trajo la prosperidad generalizada de mediados del siglo XX. Fue
la acción política:
un poderoso movimiento obrero, una sólida inversión pública y un sistema fiscal que hacía prohibitivamente caro el acaparamiento de la riqueza. No fue hasta el New Deal, en particular con la introducción de un tipo impositivo marginal máximo que superaba el 80% de media, cuando se frenó la desigualdad y se afianzó la prosperidad generalizada.
No necesitamos multimillonarios
para impulsar la innovación.
Otra defensa habitual de la riqueza extrema
es que los multimillonarios son
esenciales para la innovación, que
sin el aliciente de la riqueza ilimitada
nadie asumiría los riesgos ni lograría
los avances que hacen avanzar a la
sociedad. Cuando el senador
Bernie Sanders, en la serie de
Netflix What’s Next? The Future with Bill Gates, afirmó sin rodeos que
creía que «deberíamos eliminar
el concepto de multimillonarios», Gates respondió
exactamente con esa línea de pensamiento.
Pero tal idea tampoco resiste el escrutinio histórico. Quizás el período más prolífico de la innovación estadounidense, desde el nacimiento de la informática moderna hasta el programa
Apolo, se desarrolló en una época en
la que el tipo impositivo máximo era del 81%
de media. Lejos de frenar la ambición,
los altos impuestos impidieron el acaparamiento
y canalizaron el excedente de
riqueza hacia los bienes
públicos y el progreso científico.
Los mayores avances del siglo pasado, como Internet,
el GPS y las vacunas de ARNm, no fueron impulsados por multimillonarios visionarios. Provienen de la
investigación financiada por el Gobierno,
los laboratorios universitarios y
las infraestructuras respaldadas por
fondos públicos. Gates, Musk y Bezos
NO crearon estas tecnologías desde cero, sino que las comercializaron después de
que décadas de inversión pública sentaran las bases.
La verdad es que la innovación no prospera en economías dominadas por los incentivos a los multimillonarios, sino en aquellas que dan prioridad a la inversión compartida, la capacidad colectiva y la igualdad de oportunidades. No es la clase multimillonaria la que mantiene viva la innovación; ese logro pertenece a un sector público al que tan a menudo se niegan a financiar.
Cómo el Tecno capitalismo nos devuelve a la Edad Media. Los Oligarcas digitales, son los nuevos Señores feudales, y nosotros sus sirvientes".
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Los multimillonarios no merecen
su riqueza.
De todos los argumentos utilizados para defender
a los multimillonarios, este es quizás el más persistente: la idea de que
vivimos en una meritocracia y que la
riqueza extrema es simplemente la recompensa
por el talento, el trabajo duro y la asunción
de riesgos.
El «multimillonario que se ha hecho a sí mismo» se ha convertido en un arquetipo cultural: alguien que,
partiendo de la nada, ha llegado a una fortuna
inimaginable gracias únicamente a su determinación
y su genio. Hoy en día, muchos aspiran
a ser multimillonarios.
Pero esta historia también se desmorona si se analiza con detenimiento. Además del papel de la innovación financiada con fondos públicos —y del hecho
de que muchos de los multimillonarios «hechos a sí mismos» más famosos (como Bill Gates, Elon Musk, Jeff Bezos o
Mark Zuckerberg) contaron con importantes recursos de sus padres—, todas
las fortunas de los multimillonarios
se basan en una vasta infraestructura
de bienes públicos: carreteras,
puertos, protocolos de Internet, sistemas jurídicos, mano de obra formada
con fondos públicos e investigación
financiada por el Gobierno.
Estos son los andamios
ocultos de la creación
de riqueza. Amazon, por ejemplo, depende de los subsidios postales, las carreteras y la infraestructura digital
construida con el dinero de los contribuyentes, pero elude los impuestos y lucha contra la sindicalización a cada paso. Muchos de
estos multimillonarios, a través de cuentas en paraísos fiscales, lagunas fiscales y cabildeo, se niegan a apoyar los mismos sistemas que les permitieron ascender.
La
desigualdad sí importa.
Cuando todo lo demás falla, los defensores de la
riqueza extrema recurren a un argumento
definitivo: la desigualdad es
una distracción. El verdadero problema, dicen, es la pobreza, no la fortuna de los multimillonarios. ¿Por qué preocuparse por lo que tienen unos,
mientras otros tienen suficiente?
Se trata de un peligroso juego de manos. La
desigualdad extrema no solo coexiste
con la pobreza, sino que la perpetua.
Cuando la riqueza se concentra en manos
de unos pocos, distorsiona las
prioridades políticas, socava los
servicios públicos y acapara
recursos que podrían utilizarse para el beneficio colectivo. Esto es
exactamente lo que muestra la Ley One
Big Beautiful Bill. El problema no
es solo que los multimillonarios
tengan más, sino que su riqueza les da la influencia para mantenerlo así.
Además, los datos son inequívocos: las
investigaciones han demostrado que la desigualdad corroe todos los
ámbitos del bienestar social.
Las sociedades más desiguales sufren peores
resultados en materia de salud,
mayores índices de criminalidad,
menores niveles de rendimiento educativo
y una desconfianza política más profunda.
No se trata de efectos secundarios, sino de consecuencias estructurales de permitir que los ricos se alejen tanto del resto de la sociedad.
Reducir la pobreza es
esencial. Pero pretender
que la desigualdad no importa es una confusión diseñada para
proteger a quienes más se benefician del statu quo. Si
queremos una democracia sana, debemos preocuparnos no solo por lo poco que
tienen algunos, sino también por lo
mucho que acumulan otros.
Abolir a los
multimillonarios no es envidiar su riqueza, como afirman algunos, sino
reequilibrar el poder. Como dijo el juez del Tribunal Supremo Louis Brandeis:
«Podemos tener democracia o podemos tener la riqueza concentrada
en manos de unos pocos, pero no podemos tener ambas cosas».
Debemos dejar de tratar a
los multimillonarios como salvadores y empezar a
verlos como lo que son: productos
de sistemas fallidos, símbolos de
un fracaso moral en la distribución
de oportunidades y agentes de la captura oligárquica.
El comentario de Mamdani fue un atisbo de
un futuro más sensato. Debemos
prestarle atención.
Christopher Marquis. Profesor en
la Universidad de Cambridge y autor de «The Profiteers: How Business
Privatizes Profits and Socializes Cost«
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