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La nueva etapa de la revolución científico-técnica marcó el
inicio de una época de transición de una sociedad centrada en los Estados
nación y en la producción industrial a un mundo global y posindustrial, basado en
el conocimiento, la información y la comunicación. Esta transformación
reviste caracteres de una profundidad sólo comparables con el período de transición de la sociedad agraria a la
industrial, del feudalismo al capitalismo, incluso en sus aspectos negativos.
El surgimiento de la modernidad, hacia el comienzo del siglo XVIII, generó una
secuela de desocupación masiva, hambre, delincuencia -los bandidos de los
caminos-, movimientos sociales
retrógrados como los luddistas que destruían máquinas, filosofías
apocalípticas, sensación de temor frente al futuro incierto, reacciones
inevitables ante la desaparición del viejo mundo sin que todavía se vislumbrara
el surgimiento de uno nuevo. Todas esas características se volvieron a dar en nuestro
tiempo, las transiciones son inevitablemente dolorosas y caóticas.
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El
mundo en transición hacia un futuro global irreversible.
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En el malestar de la política (Sudamericana) Juan
José Sebreli describe los riesgos que enfrentan las democracias y su vínculo
con los ciudadanos. En este fragmento, la globalización como destino
ineludible.
La Nación. Lunes 29 de octubre del 2012.
La
globalización no es, como con frecuencia se cree, una tendencia política
identificada con el neoliberalismo; se trata de un cambio más profundo e
irreversible, una nueva etapa histórica ineludible; el regreso al pasado es
imposible aunque puede haber retrocesos parciales y momentáneos. Es de lamentar
que muchos intelectuales y políticos, incluidos gobernantes, sigan aferrados a
las categorías de un mundo ya desaparecido y sean incapaces de afrontar lo
nuevo. Se impone un giro copernicano: la mirada que veía al mundo moviéndose
alrededor del propio país debe acostumbrarse a observar la nación dando vueltas
alrededor del mundo.
La nueva etapa de la
revolución científico-técnica marcó el inicio de una época de transición de una
sociedad centrada en los Estados nación y en la producción industrial a un
mundo global y posindustrial, basado en el conocimiento, la información y la
comunicación. Esta transformación reviste caracteres de una profundidad sólo
comparables con el período de transición de la sociedad agraria a la
industrial, del feudalismo al capitalismo, incluso en sus aspectos negativos.
El surgimiento de la modernidad, hacia el comienzo del siglo XVIII, generó una
secuela de desocupación masiva, hambre, delincuencia -los bandidos de los
caminos-, movimientos sociales retrógrados como los luddistas que destruían
máquinas, filosofías apocalípticas, sensación de temor frente al futuro
incierto, reacciones inevitables ante la desaparición del viejo mundo sin que
todavía se vislumbrara el surgimiento de uno nuevo.
Todas esas características
se volvieron a dar en nuestro tiempo, las transiciones son inevitablemente
dolorosas y caóticas.
Las transformaciones son tan
radicales que han modificado la vida cotidiana de todos y de cada uno y no han
dejado a nadie en el mismo lugar. Para algunos, el cambio ha traído más
libertad; para otros, sólo desamparo. En la red cibernética los capitales
circulan y fluyen con tal celeridad que cada fluctuación genera tensiones al
instante. También se trasladan por tierra, mar y aire, los seres humanos
-políticos, hombres de negocios, emigrantes, exiliados, refugiados, turistas,
artistas, estudiantes, vagabundos, aventureros- en busca de una y otra meta
como nunca antes, de un extremo al otro del planeta entero, unos hacia algo que
anhelan, otros huyendo de algo que temen, algunos sin saber para qué.
A medida que las tendencias
globalizadoras se afianzan, provocan, como reacción, un resurgimiento de las
formas retardatarias que expresan la desesperación de lo destinado a morir.
Estos antiglobalizadores se disfrazan de alter-globalizadores, dicen no
oponerse a la globalización en sí, sino a los procesos de exclusión que genera.
Sin embargo, no señalan las formas de mejorarla ni qué medios podrían atenuar
las consecuencias no deseadas.
Entonces despiertan la
sospecha de no ser, como pretenden, los críticos de los aspectos negativos de
la globalización, sino sus detractores, nostálgicos del pasado, identificados
con los sempiternos defensores de las causas nacionalistas y populistas.
Los escollos para
profundizar la globalización no vienen sólo de los jóvenes y de algunos
profesionales ligados a carreras humanísticas, sino también de sectores
populares y de los sindicatos, que temen el mercado libre y la competencia
internacional porque las importaciones bajan los salarios de los trabajadores
no especializados y originan desempleo. Más antiglobalizadores son aún los
campesinos, los pequeños agricultores que viven de los subsidios del Estado;
por eso la promulgación de la Constitución del Estado europeo no pudo ser
todavía aprobada.
Los enemigos de la
globalización no vienen sólo de la izquierda y el nacionalismo, también los
liberales, lindantes con el anarquismo, aportan su cuota al grupo. Éstos
sostienen que ningún tipo de comunidad ideal, incluida la global, puede ser
viable porque los hombres son diferentes entre sí y no admiten una vida igual;
la globalidad, según ellos, sería una nueva utopía que como todas terminaría en
el totalitarismo. Esta conclusión sería lógica si sus premisas no fueran
equivocadas. La globalidad no impone un estilo de vida único, sino que
garantiza las condiciones de vida indispensables para que cada individuo o
grupo humano -libre de las ataduras de tradiciones ancestrales- pueda realizar
libremente sus propios proyectos. Si la economía no se lo permite, esto no debe
atribuirse a la globalización sino a condiciones económicas y sociales
inequitativas que ya existían antes.
El Estado nacional soberano
fue creado para un mundo que ya no es el actual y, por consiguiente, se
encuentra acosado en lo exterior por el inmenso poderío económico mundial y, en
el interior, por la creciente complejidad de la sociedad actual y las demandas
más exigentes de la población. Los Estados nacionales no van a desaparecer de
un día para el otro, pero deberán renunciar, gradualmente, a su plena soberanía
y a encuadrar su política en un contexto transnacional. Aunque no se haya
logrado todavía la formación de una federación mundial de naciones, el poder
efectivo se está diversificando. Cada vez más el Estado nacional tiene menos
capacidad de decisión dentro de sus propias fronteras y debe competir con las
autonomías de las regiones, de las ciudades, o con agrupaciones extraestatales.
En el plano internacional, el Estado nacional rivaliza no ya sólo con otras
naciones sino con grandes organizaciones transnacionales económicas, sociales,
científicas, técnicas.
Los desequilibrios y límites
de la globalización provienen de la incapacidad de la tecnología y del mercado
para resolver los problemas sociales. La política, por su parte cercada por el
orden nacional, es igualmente impotente para garantizar la estabilidad
económica o poner freno a los peligros de una tecnología sin control. La
consecuencia no deseada de la velocidad en las comunicaciones trajo el
predominio del capital especulativo sobre el productivo que facilita la
corrupción y el surgimiento de una nueva clase rica, tan carente de todo
escrúpulo como de cultura, y que toma a los Estados nacionales como rehenes.
El logro de un cambio
profundo en lo social, político y cultural impone un desarrollo democrático y
racional del proceso de globalización y la conciencia de que su fracaso
llevaría a la humanidad a tiempos oscuros.
Los anti-globalizadores
alegarán que la carrera armamentista de grandes o pequeñas naciones, los
conflictos como los de Cisjordania y la Franja de Gaza, la ex Yugoslavia o
Bosnia, la crisis económica de la Unión Europea, la violencia en Ruanda o
Somalia, el resurgimiento del fundamentalismo musulmán o de los populismos, y
la obsesión por las identidades nacionales o étnicas en América latina,
estarían mostrando cómo el apego a la tierra o a las culturas particularistas
no está en decadencia. Por cierto que el progreso nunca ha sido una línea recta:
los obstáculos para la consolidación de una democracia mundial y el retorno de
los nacionalismos en algunos países de Europa y de América latina -y el
consiguiente retroceso de la globalización política- son un peligro siempre
presente.
Un fracaso momentáneo del
proceso de globalización no traerá tal vez el advenimiento de un nuevo Hitler
ni una tercera guerra mundial -la historia no se repite en formas idénticas-
pero sí provocará catástrofes impredecibles, signos de la defensa desesperada
de lo que está destinado a morir.
La historia ha sido
magnífica en la producción de cambios inesperados. Como en todos los períodos
de transformación, nuestro tiempo está pleno de contradicciones, incertidumbres
y riesgos que engendran temor ante el futuro, nostalgia por un pasado
idealizado, añoranza de un paraíso perdido que nunca existió. Sin embargo, el
mundo global ofrece grandes esperanzas y renovadas posibilidades de alcanzar, gracias a la
tecnología de avanzada y a los nuevos hábitos, un conocimiento y una libertad
inéditos.
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