viernes, 2 de noviembre de 2012

FRANCIA: Creció la desconfianza hacia el hombre impasible.

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A las decepciones electorales se les sumó el motín del empresariado francés. La agrupación que los reúne, el Medef, sacó todos los cañones a la proa para disparar contra un Ejecutivo debilitado tanto por la crisis y por sus numerosas metidas de pata como por las contradicciones que se acumulan. Cerca de cien responsables de las empresas francesas más importantes hicieron circular un manifiesto en el cual propusieron a Hollande un “pacto por la competitividad, el trabajo y la innovación”. En términos breves, los patrones quieren desregulación, o sea, ganar más plata y pagar menos cargas sociales. Esta casta de directivos exige un recorte del gasto público por unos 60.000 millones de euros en cinco años y una jugosa rebaja de las cotizaciones laborales que pagan al Estado. A cambio proponen un aumento del IVA –destructor para las clases medias–, cambios en la gobernabilidad de sus compañías y la idea de que los accionistas voten el nivel de sus respectivas retribuciones. El manifiesto de los directivos tomó por sorpresa a los socialistas, pero no sacó de sus casillas al jefe del Estado.
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FRANCIA: Creció la desconfianza hacia el hombre impasible.
A seis meses de haber asumido, el Presidente francés Hollande cuenta sólo con 36% de aprobación.
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El gobierno francés ha dado marcha atrás en varias de sus promesas electorales y medios como Le Monde se preguntan si el mandatario subestimó la crisis económica. A Hollande le facturan su lentitud a la hora de tomar decisiones.
Eduardo Febbro
Desde París. Página /12 jueves 1 de noviembre del 2012.
El socialista François Hollande llegó a la presidencia de la República en mayo de este año, con una metodología desconcertante que se prolonga en su forma de gobernar. Casi seis meses después de haber asumido la jefatura del Estado, Hollande acumula índices históricos de desconfianza e impopularidad. Con apenas 36 por ciento de opiniones favorables, el jefe del Estado francés casi supera el precedente histórico detentado por el ex presidente conservador Jacques Chirac en 1995 (37 por ciento). El primer ministro Jean-Marc Ayrault se ganó la misma medalla de la impopularidad. Hollande está en un peligroso cruce de caminos. La crisis persiste, pero el presidente da la impresión de que el marasmo no amenaza la estabilidad del país. Al mismo tiempo, los ataques del empresariado local se hacen más severos, el gobierno ha dado marcha atrás en varias de sus promesas electorales y los aliados socialdemócratas de Europa intiman al mandatario a aplicar lo más rápidamente posible reformas estructurales a fin de evitar que los mercados vuelvan a la carga.
Hollande, sin embargo, preside con una flema digna de los británicos. El país atraviesa la crisis más seria de los últimos 50 años, el desempleo supera los tres millones de personas, cada mes se suman a la desocupación miles de personas y las perspectivas futuras son una masa de nubes negra. Hollande no se inmuta, parece creer en lo que él mismo llama “su buena estrella”. El vespertino Le Monde publica en su última edición un encuentro con el presidente francés de cuyo relato sobresale un hombre calmo, que asegura que no ha subestimado la potencia de la crisis y, además, defiende su metodología. La duda, sin embargo, persiste. La edición de Le Monde en la cual aparece el relato lleva a cinco columnas un título más que explícito: “¿Acaso François Hollande subestimó la crisis?”, se pregunta el vespertino. No, dice el presidente, al contrario. Pero la desconfianza o la incertidumbre se han instalado entre el presidente y la población. Fiel a su mitología, Hollande, a diferencia de Nicolas Sarkozy, no corre por todos los canales de televisión a apagar el incendio de los sondeos con vanas promesas o intervenciones montadas por las oficinas de comunicación. No obstante, hasta sus más fieles partidarios critican su casi ausentismo, su falta de densidad, su lentitud. Hollande responde: “Hay que tomarse el tiempo para decidir. Una vez que decides, ya está hecho. (...) Asumo mi método”.
La hora es grave. El gobierno trabaja en condiciones extremas y con obligaciones inconciliables con el mensaje del candidato Hollande: la primera de ellas es reducir los déficit públicos a toda costa. Hollande emite, con todo, señales claras de que la acción vendrá, y de que ésta no será un caramelo dulce. En vez de reformas o política de shock, Hollande habla de “mutación”. El presidente sostiene que es mejor que sea “la izquierda quien lleve a cabo esa mutación y que lo haga mediante la negociación, con justicia, sin herir a los más frágiles o desconsiderarlos”. La metodología del jefe del Estado no basta, sin embargo, para rehacer el lazo perdido con los electores ni para apaciguar a una sociedad que todavía no tomó plena conciencia de la gravedad de la crisis y, por consiguiente, tiene miedo. Hollande repite ante los periodistas que “ya vamos por el tercer año de crisis, la reactivación va a llegar, es una cuestión de ciclo”.
El presidente juega el delicado arte del consenso en tableros antagónicos. A su izquierda le dice: “Si dejamos a los mercados solos, podemos temer que la crisis dure mucho más tiempo”. Simultáneamente, el jefe del Estado se dirige a esos “mercados” para tranquilizarlos. Hace unos días, Hollande organizó un encuentro en París con los emblemas del liberalismo institucionalizado: Angel Gurría, secretario general de la Organización para la Cooperación y el desarrollo Económicos (OCDE); Christine Lagarde, directora general del Fondo Monetario Internacional (FMI); Guy Rider, miembro de la Organización Internacional del Trabajo (OIT); Jim Yong Kim, del Banco Mundial, y el socialista Pascal Lamy, director de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Hollande les prometió a los cinco medidas a favor de la competitividad.
A las decepciones electorales se les sumó el motín del empresariado francés. La agrupación que los reúne, el Medef, sacó todos los cañones a la proa para disparar contra un Ejecutivo debilitado tanto por la crisis y por sus numerosas metidas de pata como por las contradicciones que se acumulan. Cerca de cien responsables de las empresas francesas más importantes hicieron circular un manifiesto en el cual propusieron a Hollande un “pacto por la competitividad, el trabajo y la innovación”. En términos breves, los patrones quieren desregulación, o sea, ganar más plata y pagar menos cargas sociales. Esta casta de directivos exige un recorte del gasto público por unos 60.000 millones de euros en cinco años y una jugosa rebaja de las cotizaciones laborales que pagan al Estado. A cambio proponen un aumento del IVA –destructor para las clases medias–, cambios en la gobernabilidad de sus compañías y la idea de que los accionistas voten el nivel de sus respectivas retribuciones. El manifiesto de los directivos tomó por sorpresa a los socialistas, pero no sacó de sus casillas al jefe del Estado.
El presidente francés no parece poder escapar al boomerang de su propio discurso y del estilo que le imprimió a su mandato. Su apaciguamiento, su mesura, le valieron la simpatía de los franceses durante la campaña electoral para las elecciones de abril y mayo pasado. Enfrente estaba el megaveloz y rutilante Nicolas Sarkozy. La receta del contrapunto dio resultado. Ahora, con la tormenta de la crisis en cada puerta, esa pasividad se vuelve un dato negativo. Sarkozy pagó por su rapidez. Hollande paga ahora por su lentitud.
Ante los indicadores de la crisis, Hollande no se inmuta, parece creer en lo que él mismo llama “su buena estrella”.
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