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A las decepciones electorales se les sumó
el motín del empresariado francés. La agrupación que los reúne, el Medef, sacó
todos los cañones a la proa para
disparar contra un Ejecutivo debilitado tanto por la crisis y por sus
numerosas metidas de pata como por las contradicciones que se acumulan. Cerca de cien responsables de las empresas francesas
más importantes hicieron circular un manifiesto en el cual propusieron a Hollande un “pacto
por la competitividad, el trabajo y la innovación”. En términos breves, los patrones quieren
desregulación, o sea, ganar más plata y pagar menos cargas sociales. Esta casta
de directivos exige un recorte del gasto público por unos 60.000 millones de
euros en cinco años y una jugosa rebaja
de las cotizaciones laborales que pagan al Estado. A cambio proponen un
aumento del IVA –destructor para las clases medias–, cambios en la gobernabilidad de sus compañías y la idea de que los
accionistas voten el nivel de sus respectivas retribuciones. El manifiesto de
los directivos tomó por sorpresa a los socialistas, pero no sacó de sus
casillas al jefe del Estado.
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FRANCIA: Creció la desconfianza hacia el hombre
impasible.
A seis meses de haber asumido, el Presidente
francés Hollande cuenta sólo con 36% de aprobación.
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El gobierno francés ha dado
marcha atrás en varias de sus promesas electorales y medios como Le Monde se
preguntan si el mandatario subestimó la crisis económica. A Hollande le
facturan su lentitud a la hora de tomar decisiones.
Eduardo Febbro
Desde París. Página /12
jueves 1 de noviembre del 2012.
El socialista
François Hollande llegó a la presidencia de la República en mayo de este año,
con una metodología desconcertante que se prolonga en su forma de gobernar.
Casi seis meses después de haber asumido la jefatura del Estado, Hollande
acumula índices históricos de desconfianza e impopularidad. Con apenas 36 por
ciento de opiniones favorables, el jefe del Estado francés casi supera el
precedente histórico detentado por el ex presidente conservador Jacques Chirac
en 1995 (37 por ciento). El primer ministro Jean-Marc Ayrault se ganó la misma
medalla de la impopularidad. Hollande está en un peligroso cruce de caminos. La
crisis persiste, pero el presidente da la impresión de que el marasmo no
amenaza la estabilidad del país. Al mismo tiempo, los ataques del empresariado
local se hacen más severos, el gobierno ha dado marcha atrás en varias de sus
promesas electorales y los aliados socialdemócratas de Europa intiman al
mandatario a aplicar lo más rápidamente posible reformas estructurales a fin de
evitar que los mercados vuelvan a la carga.
Hollande, sin
embargo, preside con una flema digna de los británicos. El país atraviesa la
crisis más seria de los últimos 50 años, el desempleo supera los tres millones
de personas, cada mes se suman a la desocupación miles de personas y las
perspectivas futuras son una masa de nubes negra. Hollande no se inmuta, parece
creer en lo que él mismo llama “su buena estrella”. El vespertino Le Monde
publica en su última edición un encuentro con el presidente francés de cuyo
relato sobresale un hombre calmo, que asegura que no ha subestimado la potencia
de la crisis y, además, defiende su metodología. La duda, sin embargo,
persiste. La edición de Le Monde en la cual aparece el relato lleva a cinco
columnas un título más que explícito: “¿Acaso François Hollande subestimó la
crisis?”, se pregunta el vespertino. No, dice el presidente, al contrario. Pero
la desconfianza o la incertidumbre se han instalado entre el presidente y la
población. Fiel a su mitología, Hollande, a diferencia de Nicolas Sarkozy, no
corre por todos los canales de televisión a apagar el incendio de los sondeos
con vanas promesas o intervenciones montadas por las oficinas de comunicación.
No obstante, hasta sus más fieles partidarios critican su casi ausentismo, su
falta de densidad, su lentitud. Hollande responde: “Hay que tomarse el tiempo
para decidir. Una vez que decides, ya está hecho. (...) Asumo mi método”.
La hora es
grave. El gobierno trabaja en condiciones extremas y con obligaciones
inconciliables con el mensaje del candidato Hollande: la primera de ellas es
reducir los déficit públicos a toda costa. Hollande emite, con todo, señales
claras de que la acción vendrá, y de que ésta no será un caramelo dulce. En vez
de reformas o política de shock, Hollande habla de “mutación”. El presidente
sostiene que es mejor que sea “la izquierda quien lleve a cabo esa mutación y
que lo haga mediante la negociación, con justicia, sin herir a los más frágiles
o desconsiderarlos”. La metodología del jefe del Estado no basta, sin embargo,
para rehacer el lazo perdido con los electores ni para apaciguar a una sociedad
que todavía no tomó plena conciencia de la gravedad de la crisis y, por
consiguiente, tiene miedo. Hollande repite ante los periodistas que “ya vamos
por el tercer año de crisis, la reactivación va a llegar, es una cuestión de
ciclo”.
El presidente
juega el delicado arte del consenso en tableros antagónicos. A su izquierda le
dice: “Si dejamos a los mercados solos, podemos temer que la crisis dure mucho
más tiempo”. Simultáneamente, el jefe del Estado se dirige a esos “mercados”
para tranquilizarlos. Hace unos días, Hollande organizó un encuentro en París
con los emblemas del liberalismo institucionalizado: Angel Gurría, secretario
general de la Organización para la Cooperación y el desarrollo Económicos
(OCDE); Christine Lagarde, directora general del Fondo Monetario Internacional
(FMI); Guy Rider, miembro de la Organización Internacional del Trabajo (OIT);
Jim Yong Kim, del Banco Mundial, y el socialista Pascal Lamy, director de la
Organización Mundial del Comercio (OMC). Hollande les prometió a los cinco
medidas a favor de la competitividad.
A las
decepciones electorales se les sumó el motín del empresariado francés. La agrupación
que los reúne, el Medef, sacó todos los cañones a la proa para disparar contra
un Ejecutivo debilitado tanto por la crisis y por sus numerosas metidas de pata
como por las contradicciones que se acumulan. Cerca de cien responsables de las
empresas francesas más importantes hicieron circular un manifiesto en el cual
propusieron a Hollande un “pacto por la competitividad, el trabajo y la
innovación”. En términos breves, los patrones quieren desregulación, o sea,
ganar más plata y pagar menos cargas sociales. Esta casta de directivos exige
un recorte del gasto público por unos 60.000 millones de euros en cinco años y
una jugosa rebaja de las cotizaciones laborales que pagan al Estado. A cambio
proponen un aumento del IVA –destructor para las clases medias–, cambios en la
gobernabilidad de sus compañías y la idea de que los accionistas voten el nivel
de sus respectivas retribuciones. El manifiesto de los directivos tomó por
sorpresa a los socialistas, pero no sacó de sus casillas al jefe del Estado.
El presidente
francés no parece poder escapar al boomerang de su propio discurso y del estilo
que le imprimió a su mandato. Su apaciguamiento, su mesura, le valieron la
simpatía de los franceses durante la campaña electoral para las elecciones de
abril y mayo pasado. Enfrente estaba el megaveloz y rutilante Nicolas Sarkozy.
La receta del contrapunto dio resultado. Ahora, con la tormenta de la crisis en
cada puerta, esa pasividad se vuelve un dato negativo. Sarkozy pagó por su
rapidez. Hollande paga ahora por su lentitud.
Ante los indicadores de la crisis,
Hollande no se inmuta, parece creer en lo que él mismo llama “su buena
estrella”.
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