Querella
de egos, arreglos de cuentas, regateos de aparatos políticos, los progresistas
viven atrincherados en sus territorios y bombardean a sus aliados. Desde que el
jefe del Estado postuló su reelección, las izquierdas se convirtieron a la
nueva religión “Todo menos Hollande”. Las seis izquierdas lo consideran incapaz
de unir a su campo y no le perdonan sus vacilaciones, sus renuncias y su
deslealtad ante la plataforma electoral que le permitió ganar las elecciones
presidenciales de 2012. Cuatro de sus ex ministros se presentan ahora contra él
mientras que otros políticos rehúsan participar en una primaria abierta.
Jean-Luc Mélenchon dice que Hollande “es peor que Sarkozy”. El líder de la
izquierda Made in France, el ex ministro de Economía Arnaud Montebourg, juzga
que el mandato de Hollande fue “un estrepitoso fracaso” cuyos signos han sido
“el abandono y la renuncia” (de los principios). El recién estrenado jefe de la
izquierda Start-up, el también ex ministro de Economía Emmanuel Macron, no sólo
traicionó al mismo presidente que lo promovió sino que, ahora, tras irse del
Ejecutivo y crear su movimiento En Marcha, se convirtió en el más crítico del
gobierno que él mismo encarnó y en estos días anda diciendo que el gobierno
“hizo las cosas a medias”. La izquierda nostálgica (comunistas, algunos
socialistas decepcionados, trotskistas, el Nuevo Partido Capitalista y otros
ultras) no tiene ni peso electoral ni influencias decisivas. Es un traje
desteñido de las glorias pasadas. Los ecologistas jamás han logrado dirimir sus
polémicas de niñitos caprichosos ni definir una plataforma verosímil. Al fin
viene la llamada “izquierda protestona”, cuyos miembros son oriundos del
Partido Socialista, diputados críticos con la política gubernamental a cuya
cabeza está otro ex ministro de Hollande, Benoît Hamon, titular de la cartera
de Educación. Cuando Página/12 lo entrevistó, justo antes de las presidenciales
de 2012, Hamon soñaba con un “gran movimiento de masas” que acompañaría al
presidente en la calle como quinta columna de apoyo a las medidas que el
mandatario adoptaría contra los liberales. Duró poco. El perfil liberal de la
presidencia de Hollande lo espantó. Esta ala del PS entró en disidencia y ello
obligó al primer ministro Manuel Valls a gobernar varias veces por decreto. Ese
núcleo del PS aspira a plasmar una auténtica “izquierda de transformación”, aún
empañada por las querellas intestinas.
/////
El
ex ministro de Economía Arnaud Montebourg juzga que el gobierno de Hollande fue
“un estrepitoso fracaso”.
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FRANCIA: INSTRUCCIONES PARA EL SUICIDIO POLÍTICO.
La intención de voto de los siete grupos de
Izquierda francesa, sumados, es de sólo el 35%.
*****
Querella de egos, arreglos de cuentas, regateos de
aparatos políticos, los progresistas se atrincheran en sus territorios y
bombardean a sus aliados. Ni la perspectiva de tener que optar entre Marine Le
Pen, Nicolas Sarkozy o Alain Juppé los impulsa a unirse
Eduardo Febbro
Página/12 En Francia
Desde París Página /12 jueves
15 de setiembre del 2016.
Si
alguna agrupación, movimiento de ideas o cofradía de sensibilidades está
buscando un manual de instrucciones para suicidarse políticamente, la izquierda
francesa tiene uno que aplica con un celo estridente.
Según
el recuento que hizo el vespertino Le Monde, hoy existen en Francia no menos de
siete izquierdas cuyo propósito parece ser sólo neutralizarse y destruirse.
Izquierda-reformista de gobierno, la izquierda nostálgica o del pasado, la
izquierda Start-up, la izquierda Made in France, la izquierda verde
–ecologista–, la izquierda protestona y la última en emerger, la izquierda
Quinoa (los medios bautizaron así al Frente de Izquierda de Jean-Luc Mélenchon
desde que contó que consumía quinoa porque hace muy bien a la salud y es una
forma de combatir “el productivismo culpable”). Seis de estas siete izquierdas
están concentradas en un combate personalizado contra la izquierda reformista
de gobierno, y su jefe, el presidente François Hollande. Los años –1997-2002–
en que Francia estuvo gobernada por la llamada “izquierda arcoíris”
(socialistas, ecologistas, comunistas) son un dulce recuerdo que se desintegró
en las elecciones presidenciales de 2002.
Las
izquierda francesas están colocando una a una las piezas de la nueva derrota.
Faltan cerca de 8 meses para las presidenciales de 2017 y todos los sondeos
adelantan que ninguna lista de izquierda pasará la primera vuelta. El duelo
final tendrá como actores a la hoy líder de la ultraderecha, Marine Le Pen, y
al ex presidente Nicolas Sarkozy o al ex primer ministro Alain Juppé. Ni esa
perspectiva desastrosa alienta la ambición unionista.
Querella
de egos, arreglos de cuentas, regateos de aparatos políticos, los progresistas
viven atrincherados en sus territorios y bombardean a sus aliados. Desde que el
jefe del Estado postuló su reelección, las izquierdas se convirtieron a la
nueva religión “Todo menos Hollande”. Las seis izquierdas lo consideran incapaz
de unir a su campo y no le perdonan sus vacilaciones, sus renuncias y su
deslealtad ante la plataforma electoral que le permitió ganar las elecciones
presidenciales de 2012. Cuatro de sus ex ministros se presentan ahora contra él
mientras que otros políticos rehúsan participar en una primaria abierta.
Jean-Luc Mélenchon dice que Hollande “es peor que Sarkozy”. El líder de la
izquierda Made in France, el ex ministro de Economía Arnaud Montebourg, juzga
que el mandato de Hollande fue “un estrepitoso fracaso” cuyos signos han sido
“el abandono y la renuncia” (de los principios). El recién estrenado jefe de la
izquierda Start-up, el también ex ministro de Economía Emmanuel Macron, no sólo
traicionó al mismo presidente que lo promovió sino que, ahora, tras irse del
Ejecutivo y crear su movimiento En Marcha, se convirtió en el más crítico del
gobierno que él mismo encarnó y en estos días anda diciendo que el gobierno
“hizo las cosas a medias”. La izquierda nostálgica (comunistas, algunos
socialistas decepcionados, trotskistas, el Nuevo Partido Capitalista y otros
ultras) no tiene ni peso electoral ni influencias decisivas. Es un traje
desteñido de las glorias pasadas. Los ecologistas jamás han logrado dirimir sus
polémicas de niñitos caprichosos ni definir una plataforma verosímil. Al fin
viene la llamada “izquierda protestona”, cuyos miembros son oriundos del
Partido Socialista, diputados críticos con la política gubernamental a cuya
cabeza está otro ex ministro de Hollande, Benoît Hamon, titular de la cartera
de Educación. Cuando Página/12 lo entrevistó, justo antes de las presidenciales
de 2012, Hamon soñaba con un “gran movimiento de masas” que acompañaría al
presidente en la calle como quinta columna de apoyo a las medidas que el
mandatario adoptaría contra los liberales. Duró poco. El perfil liberal de la
presidencia de Hollande lo espantó. Esta ala del PS entró en disidencia y ello
obligó al primer ministro Manuel Valls a gobernar varias veces por decreto. Ese
núcleo del PS aspira a plasmar una auténtica “izquierda de transformación”, aún
empañada por las querellas intestinas.
En
2015, luego de los atentados islamistas del 13 de noviembre en París, la idea
presidencial de modificar la Constitución para retirarles la nacionalidad a las
personas condenadas por actos terroristas –genuino principio de la
ultraderecha– y la reforma de la ley laboral terminaron por consumar el
divorcio entre todas las izquierdas y la izquierda de gobierno. Aislada,
repudiada, acechada por aliados y adversarios, sancionada por su rotundos
fracasos en la lucha contra el desempleo y sus concesiones fiscales al
patronato, esta izquierda sobrevive en un rincón con balcón al abismo.
Si se reúnen las siete izquierdas, apenas suman el 35 por ciento del
electorado. La izquierda francesa prepara su ataúd. El anti-hollandismo es el
credo obsesivo de todas las izquierdas disidentes de Francia. Con ese manual de
la destrucción, Francia
vería su izquierda desaparecer e instalarse en el escenario político dos
fuerzas dominantes: la derecha y la extrema derecha.
*****
François
Hollande propone una suerte de pacificación nacional a partir de un pacto
democrático. Un gobierno de "traición nacional" que busca una reelección, solo para satisfacer el poderoso ego del Presidente Hollande. Su final, final, serán las elecciones.
***
CIVILIZACIÓN O
BARBARIE A LA FRANCESA.
Francois Hollande
encara su reelección con la Democracia como Bandera.
*****
La derecha plantea la defensa de la “identidad” contra el terrorismo.
Hollande se muestra como el que supo enfrentar los ataques sin violar los
valores fundamentales de la república: “Somos Francia y la democracia es nuestra
mejor arma”.
Eduardo Febbro.
Desde París.
Página /12 viernes 9 de setiembre
del 2016.
La
derecha y el socialismo gobernante plantaron las banderas de lo que será el
tema hegemónico de la campaña electoral para las elecciones presidenciales de
2017: el terrorismo. Ambas lo hacen con visiones muy distintas. La oposición
conservadora, cuyo liderazgo –candidatura– se disputan el ex presidente Nicolas
Sarkozy y el ex primer ministro Alain Juppé, orientó la suya hacia la
metafórica idea de la defensa de la “identidad” contra el terrorismo. A su vez,
el presidente francés, François Hollande, entró este jueves directamente en la
campaña para su reelección con una conferencia cuyo tema es todo un programa
electoral: “La democracia contra el terrorismo”. A pesar del desamor insistente
entre el jefe del Estado y los electores, de los sondeos radicalmente
contrarios –apenas 14 por ciento de aprobación–, del rechazo que suscita con 88
por ciento de las personas que se oponen a su candidatura y del juego de
traiciones y de críticas feroces que emanan de su propio campo, Hollande
decidió asumir la adversidad y postularse para un nuevo mandato. Le sobran
enemigos y le falta apoyo, pero está convencido de que le queda una carta como
paso a lo imposible. Por la izquierda y de cara a las primarias de los
progresistas, el presidente se verá confrontado a al menos ocho candidaturas,
entre las cuales hay cuatro de sus ex ministros. Por la derecha, el presidente
tiene como enemigo a quien gane las primarias de la derecha, previstas para
noviembre, y a la líder de la extrema derecha del Frente Nacional, Marine Le
Pen.
Sus
posibilidades parecen hoy una quimera. Desde que, hace unas dos semanas, el ex
presidente Nicolas Sarkozy entró en campaña con su discurso racial contaminado
con los principios de la seguridad y la identidad, Hollande empezó a
posicionarse como el garante de la protección del país con el pleno respeto del
Estado de Derecho y el único que, en medio de los peores ataques terroristas
que sufrió el país, supo mantener la cohesión nacional. Ese es, hasta el
momento, el eje de la narrativa oficial: ante las amenazas, el horror y la
muerte, la unión contra la división, ante las tentaciones violatorias de los
principios de Francia, de la Constitución y de los derechos humanos planteados
por la derecha, la democracia como metodología irrenunciable. En su poco más de
una hora de discurso, Hollande no oficializó su candidatura, pero sí salió a la
batalla electoral. El contexto es novelesco: nunca había habido un presidente
con tan bajos niveles de aceptación, y nunca se había dado una situación en la
cual hasta sus propios ministros lo traicionaron y sus aliados del PS salieron
a combatir sus proyectos políticos. El último en sumarse al baile de los
traidores fue el ahora ex ministro de Economía, Emmanuel Macron, quien renunció
a su cargo para montar su diseño presidencial. Macron fue promovido por el
mismo Hollande, pero no dudó en dejar el barco gubernamental y criticar al jefe
del Estado cuando estuvo seguro de que los sondeos de opinión le abrían las
puertas de una candidatura presidencial. Nada hizo retroceder a Hollande. El
presidente salió al paso de las propuestas de la derecha con una cautela muy
bien argumentada. Mientras Nicolas Sarkozy y Marine Le Pen concursan para ver
quién propone más medidas represivas, Hollande se mostró como el que supo
enfrentar al terrorismo sin violar la democracia ni desunir al país. El
mandatario dijo: “Las democracias siempre ganan la guerra contra el terror (…)
Somos Francia y la democracia es nuestra mejor arma”. Como ejemplo, se preguntó
si “acaso Guantánamo y el Patriot Act preservaron a los americanos”.
Aunque
luego no cumplió con sus promesas electorales y ello acarreó una honda ruptura
en la izquierda, Hollande marcó una diferencia drástica con la derecha durante
la campaña electoral de las presidenciales de 2012. Ahora ha hecho lo mismo.
Mientras Marine Le Pen y Nicolas Sarkozy promueven ideas difícilmente
aplicables, como poner en la cárcel a los sospechosos de vínculos terroristas
sin juicio alguno, prohibir que los extranjeros traigan a su familia –hijos o
esposa– a Francia, o erradicar el uso del velo en todo el país, Hollande
contrapone una suerte de pacificación nacional mediante la coexistencia a
partir de un inamovible pacto democrático. Sarkozy centró su narrativa en torno
de la identidad, la seguridad y la inmigración. Hollande se apoya en lo que, de
alguna manera, la sociedad francesa demostró luego de los atentados contra el
semanario Charlie Hebdo y el supermercado judío del este de París: en aquel mes
de enero de 2015 millones de personas salieron a la calle con un lápiz en una
mano, el libro de Voltaire Tratado sobre la tolerancia en la otra y el famoso
cartel “Yo soy Charlie”. Es decir, el horror no nos hará abdicar y renunciar a
nuestras raíces profundas. La disputa semántica que se plasmó ahora es intensa:
Sarkozy pone a la identidad en el centro de la temática presidencial, Hollande
reubica a la democracia y el Estado de Derecho como ejes del debate. El
problema es que el mismo presidente que se viste de protector de los
fundamentos intentó violar uno de ellos cuando, tras los atentados del 13 de
noviembre de 2015 en París, se le ocurrió la idea de modificar la Constitución
con el propósito de retirarles la nacionalidad a las personas condenadas por
actos terroristas.
El
jefe del Estado fustigó el terrorismo de corte islamista cuya meta, dijo, “es
la democracia porque encarna lo contrario de lo que es el terrorismo: la
libertad de culto, el respeto, la igualdad entre las mujeres y los hombres.
Esos principios le son insoportables”. Cuando abordó el delicadísimo tema de
Francia y el Islam, del cual la derecha hizo su ingrediente racial preferido,
Hollande se preguntó “si los principios planteados hace un siglo pueden
adecuarse al Islam ahora que el Islam se convirtió en la segunda religión de
Francia”. Su respuesta fue categórica: “sí” se puede. Según Hollande, la
República laica y el Islam con perfectamente capaces de cohabitar. Por ello
preguntó y respondió nuevamente: “El tema se le plantea así a la República:
¿acaso está realmente lista a acoger en su seno una religión que la República
no había previsto hace más de un siglo con esta amplitud? Aquí también respondo
claramente que sí”.
La
diferencia con la derecha, al menos en la retórica, es abrumadora. Fronteras,
identidad, exclusión, atropellos raciales, xenofobia, desprecio por los otros,
la derecha y la ultraderecha francesas hicieron del terrorismo islámico un lema
electoral sinónimo a la idea misma del extranjero. El jefe del Estado reacomodó
las cartas con la idea de que “la democracia es más fuerte que la barbarie que
le declaró la guerra” y, por consiguiente, con el principio según el cual no
hace falta ni violar los principios democráticos ni lanzar acusaciones y
sospechas colectivas contra alguna comunidad nacional para combatir el
jihadismo. El primer paso en el camino hacia una nueva presidencia ha sido muy
bien preparado. Su efecto queda por medirse. Entre el discurso del odio de la
oposición conservadora y la narrativa democrática, constitucional y tolerante
del presidente, la elección no resulta sencilla en un contexto doble: el de
post atentados y el de la amenaza siempre latente. El ministro francés de
Interior, Bernard Cazeneuve, anunció este jueves el arresto de tres mujeres que
se aprestaban a cometer “nuevas acciones violentas e inminentes”.
El gran tema de la historia argentina, arropado con otros protagonistas,
cruzó el Atlántico para incrustarse en la vida y la campaña electoral
francesas: civilización o barbarie. A Hollande le quedan ocho meses para
convencer. Vista desde 2016, la reelección resulta imposible. Con apenas un
apoyo que va del 11 al 15 por ciento, los sondeos predicen que el jefe del Estado sería derrotado
en la primera vuelta, cualquiera que sea su rival.
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