“Nos
convoca una reflexión sobre las ciudades del futuro, a propósito de la
irrupción de un intento de poder político local en escenarios
internacionales, siempre dominados por la lógica de los Estados que dicen
representar a las naciones. Hábitat III
es uno de esos espacios de discusión en los que el esfuerzo principal se
orienta al reconocimiento del rol de las ciudades y de los gobiernos locales en
temas claves de la agenda urbana como expansión, territorio, cambio climático, saneamiento básico, espacio público,
seguridad e inclusión y bienestar social. Más que ciudades de futuro como
acción articulada del deber ser y del discurso políticamente correcto que
repetimos, una y otra vez, en los foros internacionales, cabe la pregunta sobre
el futuro de las ciudades. ¿Hay
futuro? Esta presentación está pensada para contribuir al debate desde una
reflexión y desde una experiencia concreta. Con esta advertencia,
pregunto: ¿Cómo concebir ese poder local desde sus posibilidades y sus
límites? ¿Desde qué ejes se pueden estructurar políticas locales que resuelvan
asuntos locales enfrentando políticas nacionales e intereses multinacionales? ¿Cuál debería ser
la relación de los gobiernos locales y las ciudadanías que habitan su
territorio como acción institucional y como ejercicio de la democracia?”
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NUEVA AGENDA URBANA Y SMART CITY.
Las Ciudades Inteligentes más Vulnerables.
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Joan Subirats.
Miércoles 30 de noviembre del 2016.
En la reciente conferencia de Hábitat III en Quito, uno de los elementos claramente novedosos en
relación a las anteriores ediciones de Vancouver y Estambul es la presencia del
factor tecnológico en la declaración final. Hay bastantes referencias,
pero quisiéramos detenernos en especial en las que aluden al tema de “Smart City” (“ciudad inteligente”) y
los temas del “Big Data”.
Hemos de recordar, de entrada, que una de las
características esenciales del cambio tecnológico que afecta nuestras maneras
de producir, movilizarnos, informarnos o consumir es que rompe con espacios y
dinámicas de intermediación que habían estado dominando muchos de esos
espacios. Y que además, se observa un cambio en las dinámicas de relación
entre actores. En efecto, se extiende la convicción que en muchos casos
conseguiremos mejores resultados compartiendo y colaborando que si lo hacemos
de manera aislada y competitiva. Si partimos de la idea que el
conocimiento es una de las claves que explica la potencialidad del cambio, no
estaríamos hablando de un bien rival, sino que precisamente la capacidad de
cooperar, compartir o colaborar, permitirían multiplicar las potencialidades de
innovación. No es precisamente ocultando datos, aislando nuestros
hallazgos o ideas, como conseguiríamos los mejores resultados, sino que
precisamente sería hibridando esas ideas o datos con otros, cuando podríamos
incrementar la eficacia y eficiencia del proceso innovador o creativo.
Por citar solo algunas referencias, las aportaciones de Hess-Ostrom
(2007), Benkler (2006) o en tono más divulgativo, las de Rifkin (2014) o Mason
(2015) apuntan en esa dirección, señalando los límites del modelo competitivo
capitalista en ese nuevo escenario.
De esta manera se apunta a que la “sharing economy” (economía del compartir) está ya generando un
sector (la economía P2P, Peer to Peer, o producción entre iguales basadas en el
procomún, Bauwens, 2005; Kostakis-Bauwens, 2014), que puede ser una esperanza
de reindustrialización y de nuevo desarrollo urbano y territorial. La
hipótesis sería que la combinación de investigación, programación digital por
un lado y producción y consumo por el otro, podrían constituir una alternativa
(de acceso libre y universal) innovadora y dinamizadora a la que hoy nos ofrece
el capitalismo financiero, de software privativo y de monopolio en las plataformas
de acumulación y distribución de datos.
No es este el lugar para desplegar todas las
consecuencias de este tipo de planteamiento, que, por otra parte, está dando
lugar a una explosión de reflexiones y de prácticas en todo el mundo. Es
cierto, no obstante, que en los últimos tiempos empieza a manifestarse asimismo
un cierto escepticismo o desencanto por la fuerza con que las plataformas y
grandes conglomerados surgidos del modelo
Silicon Valley, son capaces de controlar y apropiarse de la gran capacidad
de innovación y renovación que la lógica del conocimiento y de la economía
compartida conllevan (como ejemplo, Benkler, 2016). Queremos aquí más
bien centrarnos, en el espacio de que disponemos, en las potencialidades y
límites del escenario urbano, de la ciudad, como espacio de dinámicas
colaborativas y como ello ha sido recogido en la Declaración de Quito que ha
culminado Hábitat III.
¿Smart City?.
Crece el interés por las ciudades como espacios de
innovación tecnológica y de experimentación, en momentos en que, como decíamos,
se están reformulando los formatos tradicionales de actividad económica en todo
el mundo. Un mundo cada vez más urbano. Como se ha dicho
reiteradamente, en el 2030 serán dos terceras partes de la humanidad las que vivirán
en ciudades. Las megaurbes ya
no crecen como antes, pero ahora incrementan su población las ciudades de
tamaño grande y medio. En este contexto de alta densidad y de fuerte
presencia simultánea de problemas y oportunidades, las posibilidades de
implementar los avances tecnológicos son innegables.
Además, la gran
ventaja es que lo local es lo más global. Si piensas en temas, por
ejemplo, de seguridad urbana, de residuos o de movilidad, fácilmente lo que
apliques o comercialices en una ciudad lo puedes acabar usando en muchas otras
ciudades. Se abren muchas puertas para repensar procesos y estructuras.
Cambios que dejarán obsoletas ciertas empresas y actividades que no
encuentren su lugar en esos nuevos escenarios, pero que abren muchísimas oportunidades
para otros.
El concepto de
"Smart City" fue, en este sentido, capaz de recoger e incorporar
esas potencialidades y promesas. Sugería cambio y superación del modelo
fordista. Prometía nuevas soluciones a viejos problemas de las ciudades,
pero al mismo tiempo (como otros conceptos de moda) era suficientemente ambiguo
para servir de almohada a lo que cada uno pretendiera. Lo que va quedando
claro es que en los últimos años, el liderazgo y la inversión vienen del lado
de la oferta, del lado de las grandes corporaciones que han apostado por
sistemas avanzados de información y tecnologías de la comunicación y que ahora
invierten en el “Internet de las cosas”. Muchas ciudades han acogido con
entusiasmo esa perspectiva, al entender que este "solucionismo tecnológico"
les permitía salir o prometer salir de situaciones de bloqueo o enfrentarse de
manera aparentemente innovadora a problemas enquistados.
Hoy por hoy, el
modelo de Smart City ha cuajado en una imagen de liderazgo tecnológico en
la que predomina una lógica que calificaría de notablemente jerárquica,
centralizada, tecnocrática y corporativa (Fernández,
2016). Más centrada en resultados que en procesos. La
perspectiva dominante en esa línea apunta a una nueva gestión urbana con tres
valores clave: más eficiencia, más seguridad y más sostenibilidad. Esto
se concreta en programas que buscan reducir el gasto energético, mejorar la
gestión de residuos, favorecer la reducción de consumo de agua, facilitar
mejoras en la movilidad urbana y ayudar a una mayor prevención de los delitos
en el espacio público. Todo muy prometedor y al mismo tiempo muy
políticamente neutral. Aparentemente todos ganan, nadie pierde. Lo
cierto es que no ha habido, más allá de la retórica y de experiencias más bien
limitadas, demasiado espacio para que los ciudadanos expresen lo que quieren,
cómo usan o cómo pueden utilizar esta tecnología de forma autónoma y
transformadora, o cómo evitar los riesgos sobre privacidad y libertad que estas
innovaciones generan o pueden generar. Y en cambio, voces más críticas
apuntan a que de momento esas novedades aumentan el consumismo y la dependencia
de las instituciones hacia las empresas proveedoras.
En la
Declaración de Quito es precisamente este mensaje aséptico, despolitizado
y de neutralidad tecnológica el que se asume, considerando simplemente la
perspectiva de “smart city” como una oportunidad para las ciudades en este
complejo inicio de siglo.
¿Alternativas?.
Pero, ¿hay alternativas? Si vamos más allá del
ámbito estrictamente tecnológico, la idea de que la ciudad pueda ser un espacio
apropiado para experiencias colaborativas, nos acerca a la dinámica de
innovación social y movilización comunitaria. En este sentido, han ido
surgiendo propuestas que exploran nuevos caminos desde lógicas de sistema
abierto, con participación directa de la gente, buscando que la tecnología
sirva para reforzar la democratización de la ciudad y de los propios recursos
tecnológicos. En algunos casos, con la reutilización de espacios vacíos
para diversas utilidades y necesidades sociales (huertos urbanos), en otros con
la gestión cívica de equipamientos públicos o de lugares ocupados, o con otras
alternativas como monedas sociales (Subirats-García Bernardos, 2016)
También ha crecido el interés por ver en la ciudad un
espacio privilegiado para replantear el dominio sobre el uso y la distribución
de bienes considerados básicos, o bienes comunes, como el agua o la energía
(Mattei, 2013). Desde otra perspectiva, se apunta a que la ciudad es por
sí misma un espacio “procomún”, por su naturaleza abierta, compartida entre sus
habitantes, y que necesita ser gestionada para preservar sus cualidades en la
línea de cualquier otro bien común. Lo que implicaría entender el derecho
a la ciudad como la expresión de la capacidad de sus habitantes de decidir
sobre cómo gestionarla, cómo preservar sus recursos y espacios comunes, cómo
asegurar su resiliencia. Con lo que ello implica desde el punto de vista
del sistema de gobierno colectivo necesario para preservar ese “procomún”,
desde lógicas más horizontales, colaborativas y policéntricas. Ello nos
podría llevar a concepciones de co-producción de las políticas locales y de
gobierno compartido (Foster-Iaione, 2016).
Es evidente que, en cualquiera de esas tesituras, la
complementariedad entre nuevas concepciones sobre la ciudad, con la
recuperación de la tradición comunitaria, y tecnología digital, será clave.
Lo importante es entender la tecnología, no solo como una herramienta,
sino más allá, un nuevo espacio en el que explorar nuevas respuestas a las
necesidades democráticas, sociales y ambientales de las ciudades, yendo más
allá de las alternativas que no cambian las lógicas de fondo de los temas y que
tampoco facilitan la apropiación ciudadana de estas nuevas oportunidades.
La fascinación tecnológica y los grandes efectos disruptivos que sus
aplicaciones generan, está produciendo un efecto peligroso. El brillo y
la sensación de control que envuelve cada nuevo aparato o aplicación, nos
impide fijarnos en quién controla el proceso, qué jirones de nuestra identidad
se van desprendiendo, quién acaba gobernando ese nuevo mundo lleno de viejas
desigualdades.
El debate central es el de la soberanía tecnológica,
que a su vez conecta con el acceso y la apropiación de los datos o el grado de
apertura y de acceso a los sistemas operativos y las dinámicas de innovación.
Y aquí de nuevo, los últimos epígrafes de la Declaración Final de Hábitat
III se adhieren a lo prometedor que resulta esta capacidad de manejar y
gestionar datos a gran escala generados por la ciudadanía de manera gratuita y
desinteresada, sin poner en duda en ningún momento quién se apropia de esos
datos, con qué fines y desde qué marcos cognitivos o de valores (O’Neil, 2016).
Es un juego muy desigual si se compara la fuerza mercantil y tecnológica
de las grandes empresas y corporaciones presentes en el escenario con las
capacidades de las ciudades que sirven de escenario para que ello ocurra.
Pero, es asimismo un incentivo para aquellos que quieran seguir dando la
batalla por politizar una transformación que no tiene nada de natural, ya que
sigue marginando y excluyendo personas y colectivos, y sigue distribuyendo
desigualmente costes y beneficios.
El reto de la ciudad compartida, del derecho a la
ciudad, pasa por saber y poder implicar a la ciudadanía en los procesos de
diseño, creación y gestión de los recursos necesarios para la inclusión y el
desarrollo humano en las ciudades, relacionando mejor necesidades y
herramientas. Internet puede facilitar el que avancemos en ciudades
inteligentes que partan de la inteligencia compartida de sus habitantes y que
aprovechen de manera democrática y soberana los datos que entre todos
producimos. Una ciudad en común y para el común (Rendueles-Subirats,
2016). Nadie mejor que los ciudadanos comunes para innovar y mejorar. Ciudadanos
inteligentes en una ciudad compartida. Democrática.
Joan Subirats es Dr. en Ciencias Económicas por la Universidad de
Barcelona; Catedrático de Ciencia Política y fundador e investigador del
Instituto de Gobierno y Políticas Públicas de la Universidad Autónoma de
Barcelona.
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