QUE ES EL POPULISMO, NUEVA ALTERNATIVA
POLÍTICA? O UNA “IDEOLOGÍA” MÁS PELIGROSA QUE EL PROPIO NEOLIBERALISMO.- “La
narración predominante presenta el populismo como una visión
unitaria del mundo, que se contrapone a la neoliberal del mismo modo que lo
hacía el comunismo. Esta tesis es insostenible si se tiene en cuenta que no
existe un cuerpo de textos fundadores que definan principios, valores y
objetivos de esta presunta “ideología”. Si pasamos después a la
descripción “científica” del fenómeno, vemos cómo ella se basa en un
conjunto de características –la hiper-personalización de la figura del
líder, el vínculo directo entre el líder y las masas, el nacionalismo,
el lenguaje simplificado, el estatalismo, el
interclasismo, la polarización entre el pueblo y las élites, la
polémica anticasta (contra los políticos
profesionales, los académicos, los financieros, etc.) y un posicionamiento
anti-institucional– que se ha ido compilando en los años 60 del siglo pasado sobre la base del estudio de los regímenes
latinoamericanos de la mitad del siglo
XX. Se trata de un elenco de escaso valor heurístico teniendo en cuenta que
algunas de esas características son típicas de todos los movimientos en sus
inicios que desaparecen cuando van madurando y que pueden combinarse de formas
muy distintas dando origen a regímenes muy distintos. Si después nos referimos
al estilo populista como técnica de comunicación política es
evidente que se trata de una modalidad adoptada por todos los
partidos en esta época caracterizada por la mediatización, la
espectacularización y la personalización de la política. ¿Entonces qué? Mi
respuesta es que, para comprender el fenómeno populista hay que entender
la naturaleza de rebelión (frecuentemente prepolítica) de las masas populares
frente a la “guerra de clases desde arriba" iniciada en los años
80 del siglo pasado. Detrás del término populismo se esconde un
conjunto articulado y complejo de fenómenos que podríamos definir como la
forma que la lucha de clases asume en la era neoliberal”.
“El momento
populista es de hecho la reacción social a dos procesos: por
un lado, a los efectos de la financiarización de
la economía y a una revolución
tecnológica que han agredido a la
sociedad moderna, haciéndola explotar
y convirtiéndola en un polvo de sujetos
individualizados y, por otro, una revolución
cultural que intenta legitimar las
nuevas formas de explotación capitalista y la transformación de los sistemas liberal-democráticos en regímenes
oligárquicos. Estos procesos han provocado un trágico empeoramiento de
las condiciones de vida de las clases subalternas: desempleo, salarios
de hambre, precarización del trabajo, desmantelamiento de los sistemas sociales
mediante recortes del gasto público y privatización de los servicios, aumento
exponencial de la desigualdad entre una minoría de multimillonarios y una
masa creciente de clases medias proletarizadas. La reacción era inevitable y de
hecho, en unos veinte años, hemos asistido al ciclo de las revoluciones
bolivarianas en América Latina, a las primaveras árabes, al 15-M español y al
Occupy Wall Street en los EEUU, además del nacimiento de los movimientos
antiglobalización de distintas orientaciones ideológicas, pero que comparten
la reivindicación de la reconquista de
alguna forma de soberanía popular y nacional”.
/////
DEMOCRACIA Y MOMENTO POPULISTA: DE AMÉRICA A EUROPA.
*****
Carlo Formenti.
El Viejo Topo.
Sábado 30 de diciembre del 2017.
Nota Edición:
Acaba de Publicarse en España, la
Variable Populista, un libro de Formenti, cuya aparición en Italia dio pie a
una importante e intensa discusión política. Un libro que en palabras de Pablo
Iglesias, reivindica el Populismo como instrumento de autodefensa de las clases
subalternas. El presente Texto es una Ponencia Presentada en la Escuela de
Verano de la Universidad de Trieste.
En una entrevista concedida al Corriere
della Sera en noviembre de 2016, el director del Wall Street
Journal, Gerard Baker, dijo que, en el futuro, la confrontación política no
será ya entre progresistas y conservadores, sino entre globalistas y
populistas. Releída hoy, la afirmación suena como una declaración de guerra.
Eventos como el Brexit, la elección de Trump, la derrota de Renzi en el
referéndum sobre las reformas constitucionales y las preocupaciones suscitadas
por el ascenso de líderes políticos como Tsipras (antes de su rendición a los
dictados de la Troika), Bernie Sanders, James Corbyn, Pablo Iglesias, Jean-Luc
Mélenchon y Marine Le Pen, han dado lugar a que se constituyera un poderoso
frente mundial anti-populista. Los medios de comunicación han orquestado una
masiva campaña propagandista en apoyo a los gobiernos dirigidos por las fuerzas
políticas tradicionales (conservadores, liberales y socialdemócratas),
invitándolos a coaligarse contra la amenaza de las fuerzas genéricamente
populistas –sin distinguir entre las radicales diferencias entre ellas– en
cuanto soberanistas, proteccionistas, estatalistas y antiglobalistas,
contrarias a la libre circulación de las mercancías y del capital y por
ello enemigas del sistema democrático, identificado tout court con
el mercado. La sustancial adhesión de las izquierdas europeas –no pocas veces
también las radicales– a este llamamiento anti-populista de las élites
políticas y económicas neoliberales y de los medios de comunicación mainstream,
introduce uno de los temas de fondo que intento abordar: el llamamiento ha
tenido acogida porque las izquierdas consideran el soberanismo como una
ideología más peligrosa aún que el neoliberalismo. Antes de examinar este
planteamiento hay que deconstruir el sentido del término populismo.
La narración predominante presenta el populismo
como una visión unitaria del mundo, que se contrapone a la neoliberal del mismo
modo que lo hacía el comunismo. Esta tesis es insostenible si se tiene en
cuenta que no existe un cuerpo de textos fundadores que definan principios,
valores y objetivos de esta presunta “ideología”. Si pasamos después a la
descripción “científica” del fenómeno, vemos cómo ella se basa en un conjunto
de características –la hiper-personalización de la figura del líder, el vínculo
directo entre el líder y las masas, el nacionalismo, el lenguaje simplificado,
el estatalismo, el interclasismo, la polarización entre el pueblo y las élites,
la polémica anticasta (contra los políticos profesionales, los académicos, los
financieros, etc.) y un posicionamiento anti-institucional– que se ha ido
compilando en los años 60 del siglo pasado sobre la base del estudio de los
regímenes latinoamericanos de la mitad del siglo XX. Se trata de un elenco de
escaso valor heurístico teniendo en cuenta que algunas de esas características
son típicas de todos los movimientos en sus inicios que desaparecen cuando van
madurando y que pueden combinarse de formas muy distintas dando origen a
regímenes muy distintos. Si después nos referimos al estilo populista como
técnica de comunicación política es evidente que se trata de una modalidad
adoptada por todos los partidos en esta época caracterizada
por la mediatización, la espectacularización y la personalización de la
política. ¿Entonces qué? Mi respuesta es que, para comprender el fenómeno
populista hay que entender la naturaleza de rebelión (frecuentemente
prepolítica) de las masas populares frente a la “guerra de clases desde arriba" iniciada
en los años 80 del siglo pasado. Detrás del término populismo se esconde un
conjunto articulado y complejo de fenómenos que podríamos definir como la forma
que la lucha de clases asume en la era neoliberal.
El momento populista es de hecho la reacción social
a dos procesos: por un lado, a los efectos de la financiarización de la
economía y a una revolución tecnológica que han agredido a la sociedad moderna,
haciéndola explotar y convirtiéndola en un polvo de sujetos individualizados y,
por otro, una revolución cultural que intenta legitimar las nuevas formas de
explotación capitalista y la transformación de los sistemas
liberal-democráticos en regímenes oligárquicos. Estos procesos han provocado un
trágico empeoramiento de las condiciones de vida de las clases subalternas:
desempleo, salarios de hambre, precarización del trabajo, desmantelamiento de
los sistemas sociales mediante recortes del gasto público y privatización de
los servicios, aumento exponencial de la desigualdad entre una minoría de
multimillonarios y una masa creciente de clases medias proletarizadas. La
reacción era inevitable y de hecho, en unos veinte años, hemos asistido al
ciclo de las revoluciones bolivarianas en América Latina, a las primaveras
árabes, al 15-M español y al Occupy Wall Street en los EEUU, además del
nacimiento de los movimientos antiglobalización de distintas orientaciones
ideológicas, pero que comparten la reivindicación de la reconquista de alguna
forma de soberanía popular y nacional.
El Populismo de Derecha - radical - Europeo, con la Sra MARINE LE PEN a la cabeza en esta reunión de "Líderes Europeos". Han Fracasado en su intento de ser Gobierno?. Continuarán? Cambiarán de Metodología, pero no de Estrategia?. Serán menos radicales en sus propuestas políticas Xenofóbicas? Cuál será el final de los Populistas Europeos, porque hoy son del mismo "pelaje político" que los del Brexit de Inglaterra, los ultra-nacionalistas Italianos, Franceses, Ingleses, Alemanes y en general el "populismo ultra-nacionalista" que va copando la mayoría de gobiernos de la Europa Oriental? Tienen al frente el Populismo nacionalista (primero los norteamericanos) del Presidente TRUMP.
***
Comencemos por Europa. El ordoliberalismo alemán,
sobre cuyos principios se funda todo el edificio comunitario, como han
explicado Dardot y Laval, no cambia la idea de que el mercado es un
dato natural y espontáneo sino, al contrario, lo considera como una construcción de
la que el Estado debe hacerse cargo, garantizando el respeto del principio de
competitividad. El Estado, evitando interferir directamente en el proceso
económico –pero impulsando un programa radical de privatización de los
servicios públicos y aplicando los principios de la gestión privada a la
gestión de la administración pública– debe perseguir la estabilidad de los
precios y eliminar todo obstáculo al despliegue de la libre competencia. El
respeto de estos principios es impuesto a los países miembros a través de un
rígido sistema de normas que vacían de contenido las legislaciones nacionales,
reglas que funcionan realmente como una Constitución europea a través de una
serie de Tratados vinculantes (véase la reforma del artículo 81 de la
Constitución italiana que impone el equilibrio presupuestario, llegando a
prohibir toda política industrial que comporte inversiones públicas e
imponiendo además al Estado la enajenación del patrimonio público que aún quede
sin privatizar). La Unión Europea no es, como se obstinan en argumentar los
europeístas “progresistas”, un proceso inacabado a la espera de su
perfeccionamiento político que debería permitir su democratización, se trata de
una superestructura paraestatal que, por un lado, mantiene restos de la forma
clásica del estado de cada país y, por otro, establece un orden nuevo
subordinado al mercado, una estructura de gobernanza multinivel. Además, la UE
se presenta como un mega-experimento moral y antropológico, una verdadera y
propia utopía que se propone crear “el hombre nuevo” del orden neoliberal. De
aquí una pedagogía social y política que aspira a formar ciudadanos que se
consideren emprendedores de sí mismos y uniformicen su propia vida a las reglas
y los principios que presiden la gestión de una empresa. La utopía europeísta
impulsada por la Europa real no es la de Altiero Spinelli sino más bien la de
von Hayek, el cual, entre las dos guerras mundiales, soñó la construcción de
una entidad supranacional y supraestatal que, además de posibilitar un sistema
monetario uniforme y reglas jurídicas comunes, salvaguardase tales reglas de
las presiones indebidas de las organizaciones de los trabajadores y de los
ciudadanos titulares de la soberanía democrática sobre bases nacionales. El
nivel de violencia que ésta utopía ordoliberal está dispuesta a ejercer frente
a toda fuerza que se oponga a su proyecto se ha visto claramente en la
ferocidad con la que se ha destrozado la resistencia del pueblo griego que
había votado contra los acuerdos leoninos exigidos por la Troika para “sanear”
la economía y la deuda griegas. Ese ejemplo ha demostrado de una vez por todas
que la democracia es incompatible con el neoliberalismo.
Los efectos combinados de financiarización y
hegemonía ordoliberal en el sistema político configuran de hecho un proceso de
des-democratización que busca vaciar la democracia de la sustancia sin suprimir
la forma. La filosofía que inspira tal proceso remite al
pensamiento de Friedrich von Hayek y de los “elitistas” de primeros del siglo
XX como Mosca, Pareto y Michels. Para todos ellos el objetivo estratégico
consiste en reforzar el poder ejecutivo, ponerlo al abrigo de los estados de
ánimo vacilantes de los ciudadanos-electores que provocan la inestabilidad,
cuando no la ruina, de los regímenes democráticos: por ello no consideran la
democracia como un fin en sí misma sino como un instrumento para la selección
de los grupos dirigentes. Las instituciones políticas forjadas en estos principios
no configuran ni siquiera lo que Lenin definía el “comité de los negocios de la
burguesía”, sino un sistema de poder que integra completamente a las élites
económicas y las élites políticas. Basta pensar en fenómenos como el que en
Estados Unidos fue bautizado como “el sistema de puertas giratorias”, es decir,
la práctica por la que los manager de las grandes empresas privadas, los bancos
y las sociedades financieras, reciben importantes encargos públicos o son
nombrados, además, ministros, o los efectos de aquel proceso de
“financiarización” que hace que más de la mitad de los miembros norteamericanos
de la Cámara de Representantes pertenezca a la élite de los multimillonarios.
Concentrando la atención en la “complicidad” entre
élites económicas y políticas, se corre, sin embargo, el riesgo de analizar el
fenómeno desde un punto de vista moral, como si se tratase de la “corrupción”
de la política por las finanzas. Por el contrario, hay que partir del análisis
de la utopía ordoliberal que hemos referido antes: la convergencia entre élites
no es solo cuestión de intereses, ni la transición al régimen post-democrático
es asunto de la “traición” a las reglas, estamos ante un lúcido diseño político
que impone a los estados la uniformización a las normas del derecho privado,
configurando la propia legislación en base a los principios de la competencia
económica. Así, la democracia liberal es vaciada de contenido y los dirigentes
de los estados, comenta Crouch, no responden ya ante los ciudadanos, sino que “son
sometidos al control de la comunidad financiera internacional, los organismos
especializados y las agencias de rating”. Y además, “los estados
son considerados unidades productivas como las otras en una vasta red de
poderes político-económicos sometidos a normas similares”. La
inevitable consecuencia de esta filosofía es la privatización de los servicios
sociales: de conformidad con el principio en base al cual la dimensión de la
eficiencia y del rendimiento financiero debe ser asumida como referencia de
toda actividad social, el estado abandona su actividad propia para destinarlas
al mercado. La privatización de los servicios es una de las etapas
fundamentales del proceso de construcción del hombre nuevo neoliberal, el
ciudadano, de hecho, observa Crouch, una vez convertido en “cliente” del
servicio privatizado, “no puede ya plantear al gobierno cuestiones relativas a
la prestación del servicio, porque la prestación fue subcontratada fuera, el
servicio se hizo postdemocrático.
En la misma dirección avanza el proceso de
transformación de los partidos. Mientras el partido tradicional se presentaba
como una sucesión de círculos concéntricos (de fuera a dentro: electores,
simpatizantes, militantes, funcionarios, dirigentes y líder), el partido
post-moderno parece más bien una elipse en la que los simpatizantes y los
militantes pierden peso hasta casi desaparecer, los funcionarios disminuyen
numéricamente y llevan a cabo funciones casi exclusivamente técnicas, mientras
el líder ocupa uno de los puntos de definición de la elipse alrededor del cual
gira todo el resto e instaura una relación directa con las masas electorales
que pasa casi solamente a través de los canales mediáticos. Especialmente
Crouch ha llamado la atención en la rapidez con la que los partidos
socialdemócratas han mudado la piel para adecuarse a la nueva situación: en una
primera fase, se vieron castigados por el debilitamiento de su base
tradicional, compuesta por obreros y empleados de los servicios públicos,
después, una vez tomado el camino de la “tercera vía” trazada por Tony Blair y
Bill Clinton, comenzaron a recoger el apoyo transversal de todas las categorías
sociales y, conforme hacían suyos los principios neoliberales, a conseguir el
apoyo financiero de las grandes empresas, a las que intentaron demostrar que
“la socialdemocracia no sólo puede prosperar en un ambiente capitalista
liberal, sino que en tal ambiente produce también un grado de liberalismo más
elevado que el del liberalismo tradicional dejado a sí mismo”.
El Populismo de IZQUIERDA EUROPEO. TSIPRAS - Primer MInistro- de Grecia - hace tres años, radical y anti-FMI, anti-Troika - después humillado, "pisoteado" por el FMI, la Troika Europea y obligado a imponer la Política de extrema derecha en su país. Derrotado?. PABLO IGLESIAS, máximo Dirigente y Líder del PODEMOS - dirigente del nuevo Movimiento de IZQUIERDA "nacido", producto histórico-político del celebre movimiento juvenil LOS INDIGNADOS 15-M. (15 de Mayo del 2011, acampados en La Puerta del Sol). La juventud española contra las políticas neoliberales del ajuste, reajuste económico. Continua en la Lucha Política - la batalla de las Ideas en las Calles y Plazas Públicas - hogar histórico de la Izquierda. El tiempo nos dirá si sale adelante o es hundido, barrido políticamente, en especial por la "Nueva Derecha Liberal" del Movimiento CIUDADANOS.
***
Se trata de comprender por qué la mayoría de las
izquierdas europeas se niegan a tomar nota de lo que se ha dicho hasta ahora y
consideran todas las posiciones populistas –también las de izquierda– que
asumen un punto de vista soberanista como antidemocráticas. A ese fin intentaré
reconstruir en grandes líneas el secular debate sobre la cuestión nacional que
ha atravesado toda la historia del marxismo. La célebre frase mordaz del Manifiesto en
la que Marx dice que “los trabajadores no tienen patria” tiene un significado
ambiguo en cuanto asocia al rechazo del patriotismo burgués el concepto
de privación de una patria que los proletarios deben ganarse,
elevándose a clase nacional. Es sin embargo innegable que el punto
de vista juvenil de Marx se mantenía anclado en una visión economicista que
atribuía a la burguesía la misión “civilizatoria” de romper todas las barreras
que se oponen al desarrollo de las fuerzas productivas, incluyendo las barreras
de las fronteras nacionales. Este posicionamiento será superado cuando Marx tuvo
que hacer las cuentas con los efectos de la opresión colonial del pueblo
irlandés por parte del imperialismo británico. Su posición pasará de la idea de
que sólo la revolución del proletariado inglés podría restituir la libertad a
los ingleses, al punto de vista opuesto: solo una victoriosa lucha de
liberación del pueblo irlandés –liquidando las condiciones de relativo
privilegio de los proletarios ingleses– podría crear las condiciones de una
revolución proletaria en Inglaterra. De la convicción de que la revolución es
fruto de las condiciones objetivas que existen solo en el
punto más alto de desarrollo de las fuerzas productivas, se pasa por tanto al
reconocimiento de que al capitalismo se le puede atacar mejor allí donde se
acumulan las contradicciones políticas más radicales.
Lenin –polemizando con las posiciones de Rosa
Luxemburg y León Trotsky, cercanas a las del Marx del Manifiesto–
irá más lejos, innovando las ideas del Marx maduro mediante el análisis de la
fase imperialista: la creación de grandes imperios coloniales por parte de las
potencias más importantes crea condiciones completamente nuevas, que exaltan el
papel de las luchas de liberación nacional en el marco de la lucha mundial
contra el capitalismo. Encontramos una análoga evolución del pensamiento
gramsciano: cercano a las posiciones del joven Marx hasta que el sistema
capitalista pareció evolucionar hacia la unificación del mundo, Gramsci cambió
de punto de vista conforme el estado nacional burgués volvía a dominar la
escena política (tras el final de la primera globalización y el fracaso de las
revoluciones socialistas en el centro de Europa). En la “guerra de posiciones”
que opone burguesía a proletariado en estas nuevas condiciones, Gramsci, sin
renegar de la perspectiva internacionalista, se concentra en la necesidad de
construir un bloque social que solo puede moverse en el contexto nacional (en
lo que fue definido como el giro nacional-popular de Gramsci).
Los ecos de este debate se apagaron hasta
desaparecer a partir de los años 70 del siglo pasado. Se podría justificar este
giro porque en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial se realizó el
proceso de liberación de la mayor parte de los países del Tercer Mundo del yugo
de la opresión nacional. Pero se trata de un error de perspectiva: es
precisamente a partir de aquellos años, como ha explicado Samir Amin,
que las burguesías nacionales de aquellos países, después de haber sido
protagonistas –forzadas por las rebeliones de sus pueblos– de las luchas de
liberación nacional, vuelven a desempeñar el papel de agentes mediadores de los
intereses del capital transnacional, en un contexto que no contempla ya la
ocupación militar directa de sus respectivos territorios sino la integración en
el proceso de globalización impulsado por la unificación de Occidente bajo la
hegemonía estadounidense. Y es precisamente este retorno de la tendencia a la
unificación mundial de los mercados lo que va a deslumbrar a las izquierdas
occidentales encerrándolas de nuevo en una visión economicista. Nace así un
“pensamiento único” en las izquierdas occidentales sobre la cuestión de la
relación entre la lucha anticapitalista y la cuestión nacional que rechaza las
tesis de Frantz Fanon, el último gran exponente del punto de vista que fue ya
del Marx maduro, de Lenin y de Gramsci. Allí donde Fanon contestaba la relación
automática entre progreso y Occidente, acusando al cosmopolitismo y al
universalismo burgueses (travestidos de internacionalismo) de ser armas
dirigidas a destruir la resistencia de los pueblos coloniales, la mayoría de
los intelectuales de izquierda occidentales asumen un punto de vista de un
internacionalismo doctrinal y abstracto, junto a la tesis según la cual la
superación del capitalismo puede darse solo donde las fuerzas productivas alcanzan
su nivel más alto de desarrollo (un punto de vista que, entre otras cosas,
ignora que hasta hoy las únicas revoluciones socialistas se han llevado a cabo
por las clases obreras en formación de los países periféricos aliadas con las
grandes masas campesinas). Si se exceptúan las reflexiones de aquellos autores
que –como Arrighi, Wallerstein y Samir Amin– han asumido como central la
contradicción centro-periferia en su análisis del sistema mundo, todos los
otros exponentes de la inteligencia marxista han acabado por considerar
negativa o hasta reaccionaria todo tipo de reivindicación de la soberanía
nacional. Contra esta visión pretendo proponer un punto de vista que no solo
reivindica la validez de las reivindicaciones soberanistas de los países periféricos,
sino que afirma que la lucha por la soberanía nacional puede asumir un carácter
progresivo también para los pueblos europeos (sobre todo para los pueblos
mediterráneos). Antes debo aclarar qué entiendo exactamente por soberanía
nacional y por qué considero posible distinguir entre los diferentes
significados que el concepto asume en el campo populista.
Si la cuestión nacional ha vuelto a ser el centro
de atención de los movimientos que declaran una orientación socialista –desde
los regímenes bolivarianos en América Latina a los partidos europeos como
Podemos y la formación francesa dirigida por Jean-Luc Mélenchon o la red de
fuerzas que en los EEUU apoyaron la candidatura presidencial de Bernie Sanders–
no es solo porque el péndulo de la historia parece que ha comenzado a oscilar
en la dirección opuesta al proceso de globalización: lo importante es que el
ataque del capitalismo global no se dirige tanto contra el Estado, que como
hemos visto sufre, por el contrario, un proceso de reforzamiento, sino contra
la Nación, de la que se teme su naturaleza de ámbito territorial en el que
pueden hacerse valer más fácilmente las razones y las relaciones de fuerza de
las clases subalternas. Por un lado, un capitalismo cada vez más concentrado y
agresivo necesita de los servicios de un estado supranacional, por otro se
multiplican las fuerzas que ven en la reconquista de formas de autoridad
territorial el único instrumento para embridar aquellos flujos incontrolados de
capital y de mercancías que amenazan las condiciones de vida de las
poblaciones.
El autor que mejor ha sostenido que cualquier paso
hacia el socialismo es imposible sin una “desconexión” del sistema capitalista
global es, de nuevo, el economista egipcio Samir Amin.La idea de
que la integración de las economías locales en el sistema mundial sea por sí
mismo un factor positivo de desarrollo, sostiene Amin, ignora una realidad
evidente: mientras que en el centro el proceso de acumulación se guía por la
dinámica de las relaciones internas, en las periferias ello está en gran medida
determinado por la evolución del centro, no está dotado de una autonomía real.
Las mutaciones inducidas por el capitalismo global de los monopolios, argumenta
Amin, han anulado el poder de las viejas clases dirigentes periféricas, a las
que han incorporado nuevos estratos dominantes de “agentes de negocios” que
cumplen el papel de intermediarios locales de los intereses de las élites
económicas y políticas globales. Esta descripción no vale solo para las
periferias de los países ex coloniales, sino también para aquellos países de
Europa del Sur que sufren hoy la hegemonía del imperialismo alemán mediante el
proceso de integración europea: también ellos viven condicionados por una
economía constreñida por la división desigual del trabajo a producir mercancías
de rango inferior con un trabajo de menor remuneración (basta pensar en el
desmantelamiento de la gran industria italiana progresivamente sustituida por
los distritos de pequeñas y medianas empresas que trabajan para las grandes empresas
alemanas o al más general proceso de terciarización de nuestro país que, al
igual que España, se ve cada vez más obligado a contar con el turismo como
principal fuente de recursos). Si todo esto es verdadero es evidente que la
lucha anticapitalista no puede pasar hoy más que por las periferias y su
desconexión del centro, lo que implica reconquistar la soberanía popular y
nacional.
La abundancia de referencias a la soberanía tanto
por la derecha como por la izquierda del campo populista plantea, sin embargo,
un problema semántico. Es evidente que este término representa un campo de
batalla discursivo en el que se decide quién tendrá la hegemonía. Ni tampoco
faltan los instrumentos conceptuales para distinguir: la idea de nación cambia
de sentido y de naturaleza según esté más o menos identificada con la de etnia,
el patriotismo democrático, republicano y antifascista reivindicado por fuerzas
como Podemos, el partido de Mélenchon y la red de Sanders que no tiene nada que
ver con el de formaciones abiertamente xenófobas y racistas. Mientras que en la
derecha la idea de soberanía evoca el cierre de las fronteras a los emigrantes,
en la que la oposición a los flujos de personas es objetivo prioritario más que
la regulación de los flujos de mercancías y capitales, en la izquierda se
reivindica en primer lugar el derecho de las comunidades políticas locales a
gestionar la propia vida de forma autónoma de las interferencias internas, así
como se reivindica la reintegración de los ciudadanos en el Estado del que han
sido realmente expulsados (un Estado que incorpore nuevas instituciones de
democracia directa contra el Estado transnacional construido por las élites
globales). Pero lo dicho no es aún suficiente. Para profundizar en el asunto
hay que dar un paso atrás, volviendo al análisis de la categoría de populismo.
Parto del análisis del fenómeno populista efectuada
por el filósofo argentino Ernesto Laclau. Mientras que el sistema
liberal democrático funciona, argumenta Laclau, las necesidades de los
distintos grupos sociales son satisfechas de forma diferencial, por lo que
faltan los presupuestos para que se instaure una frontera arriba/abajo,
élite/pueblo. Y viceversa, cuando el sistema es incapaz de absorber de forma
diferencial las necesidades, las demandas insatisfechas se acumulan y entre
ellas puede establecerse una relación de equivalencia, que Laclau denomina
“cadena de equivalencias”, y en este punto surge la crisis populista, mientras
nuevas fuerzas políticas pueden surgir para lanzar un “llamamiento populista”.
Para que ese llamamiento encuentre su correspondencia, es necesario que las
demandas sean unificadas mediante un denominador común capaz de encarnar la
totalidad de la serie, por lo que se necesita que una demanda particular
adquiera la centralidad. Laclau llama hegemonía –con una explícita referencia
al concepto gramsciano– a esta asunción de un significado universal por parte
de la particularidad. Lo que atribuye tal rol hegemónico a una determinada
demanda son los factores contingentes, circunstanciales. Laclau no cree, por
tanto, que exista una necesidad histórica que atribuya a priori el papel
hegemónico a una específica clase social, aunque admite que el potencial
antagonismo deba inevitablemente residir en las subjetividades “externas” al
sistema, en la masa de marginados, de los abandonados y de los “diferentes”
generada por el abanico de conflictos y de contradicciones económicas,
políticas y sociales producidas por el capitalismo financiarizado y
globalizado. Esta pluralidad antagonista no está, sin embargo, en condiciones
de dar autónoma y espontáneamente vida a un sujeto unitario si no es unificada
mediante alguna forma de sobredeterminación política: la crisis populista no
tiene, por tanto, solución sin un sujeto político en condiciones de
gestionarla. Si surge un sujeto de ese tipo, se activa un potencial de ruptura
sistémica, en la medida en que el populismo señala una fractura entre la
tradición liberal y la tradición democrática. La tradición liberal se basa en
el gobierno de la ley, en la protección de los derechos humanos y en el respeto
de las libertades individuales; la tradición democrática, por el contrario, apela
a las ideas de igualdad, identidad entre gobernantes y gobernados y soberanía
popular. Que hoy la democracia venga concebida exclusivamente en términos de
estado de derecho y de defensa de los derechos humanos, mientras las ideas de
igualdad y de soberanía popular hayan sido marginadas, confirma que la relación
entre tradición liberal y tradición democrática no es una necesidad sino el
producto de una articulación histórica contingente. El populismo, con su
reivindicación de soberanía popular, encarna por tanto la irrupción del
elemento democrático en un sistema representativo que aparece ya replegado
exclusivamente en la tradición liberal, y es precisamente por esto que puede
representar un paso de discontinuidad sistémica.
El pueblo de Laclau no es una entidad
transhistórica fundada en bases étnicas y/o antropológicas preexistentes a la
política y que, como en la ideología de las derechas, la política cumple solo
la tarea de encarnar/representar, el pueblo es una construcción política, es el
producto de la operación hegemónica de un proyecto político capaz de unir a
sujetos distintos en un bloque social unitario (aquí Laclau es explícitamente
deudor de las categorías gramscianas de bloque social, hegemonía y guerra de
posiciones). Pero si el pueblo es una construcción política, esto también vale
para la Nación, que no puede existir si no es en referencia al pueblo y, con
más razón, vale para los conceptos de soberanía popular y nacional. Esta
retorsión “gramsciana” de las tesis de Laclau ha encontrado aplicaciones tanto
en el proyecto político del Mas (el partido de Morales y de Linera) y del
Estado boliviano, como en la evolución de Podemos de movimiento anti-casta a
partido titular de un proyecto radical de transformación socialista de la
sociedad española. Son dos experiencias que nos interesan aquí especialmente,
en cuanto ambas han de medirse con la presencia, en sus respectivos países, con
identidades étnico-lingüísticas que reivindican la propia autonomía política
del Estado nacional centralizado, una situación que les ha permitido
interpretar el tema de la soberanía nacional desde un punto de vista que
acentúa posteriormente las distancias de las ideologías nacionalistas de
derecha. La Constitución boliviana reconoce explícitamente el carácter multinacional del
país, yendo más allá de un genérico multiculturalismo y la concesión de
limitadas autonomías a las comunidades indias; por su lado, Podemos ha
estrechado las relaciones tanto con los movimientos municipalistas como con las
formaciones políticas de la izquierda radical compromnetidas en la lucha por la
independencia política de los pueblos vasco y catalán. Todo esto significa que
soberanía popular y nacional pueden y deben funcioar a diversas escalas,
planificando la construcción de nuevas entidades territoriales con confines que
resulten, al mismo tiempo, permeables a las personas y cerrados a los flujos de
mercancías y del dinero por estar en conflicto con los intereses de las
comunidades locales. Construir pueblo, construir nación, construir comunidad, por
el socialismo y contra la hegemonía del capital global.
*****
Ponencia
presentada en la Escuela de Verano “¿ Crisis d ela Democracia? Léxico político
para el siglo XXI”, de la Universidad de
Trieste. Traducción de konkreto.
*****
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