Qué bestia tan bruta; ¿habrá llegado por fin su hora...? Sin embargo, haga usted lo que haga, no culpe solo a Donald Trump por esto.
Él no fue más que la versión particularmente inquietante de Homo sapiens
llevado a la Casa Blanca por una
fuerte reacción de descontento en las elecciones
de 2016. Imprevistamente, una vez ahí, se encontró con unos poderes
incomparables que le estaban esperando como sendas pistolas a punto de
disparar. Automáticamente, tal como
pasó con los dos presidentes que le precedieron, se convirtió no solo en el
comandante en jefe de este país sino también en el asesino en jefe, es decir, se encontró con el control personal de una
fuerza aérea de drones que –obedeciendo sus órdenes de matar a quien a él
se le antojase–, podían ser enviados a cualquier lugar de la Tierra. Siempre a
su entera disposición, él también tenía el equivalente de lo que el historiador Chalmers Jonson llamó una
vez el ejército (hoy en día, ejércitos) privado: tanto los agentes
irregulares de la CIA (bien conocidos por Johnson) como las enormes y
secretísimas unidades de Operaciones Especiales de las fuerzas armadas. Sin embargo, por encima de todo eso, se
encontró al frente del mayor arsenal nuclear del planeta, un armamento que él y
solo él podía ordenar que se utilizara.
“En resumen,
como los demás presidentes de este país desde agosto de 1945, él estaba totalmente
armado y con la capacidad de –sin ayuda de nadie– convertir en un abrir y
cerrar de ojos a este mundo, o una importantes parte de él, en un infierno, un
páramo de “fuego y furia”, según su
incendiaria frase dirigida a Corea del
Norte. Dicho con otras palabras, el 20 de enero de 2017, Trump se convirtió
en la personificación de un planeta del “sálvese quien pueda” (aunque en
realidad desde los años cincuenta ya no hay un sitio donde esconderse). Da lo mismo que
su ignorancia acerca de la naturaleza y potencia de semejante armamento sea
supina”.
/////
EL HOMBRE MÁS PELIGROSO DEL MUNDO.
¿A quién le importa?.
*****
Tom Engelhardt.
TomDispatch.
Rebelión lunes 1 de enero del 2018.
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba
García.
No a ellos, no al planeta, no a él; tampoco a
nosotros, evidentemente
Empecemos por el universo todo e internémonos en
nuestro mundo. ¿A quién le importa? A ellos –los extraterrestres–, no; por lo
que sabemos, ellos no están acá. Hasta donde sabemos, en nuestra galaxia y tal
vez en otros sitios más, aparte de nosotros (y el resto de criaturas en este
modestísimo planeta nuestro) no hay existencia humana. Entonces no contamos con
alienígena alguno por ahí que se preocupe por lo que le pasa a la humanidad. No
existen.
Y, por supuesto, en cuanto al planeta –la Tierra–
en sí, no puede preocuparle, no importa qué podamos hacerle. Y estoy seguro de
que para el lector no es una novedad que cuando se trata de él –y me refiero a él,
por supuesto, el presidente Donald J.Trump, de quien se sabe que tiene un vacío
en el sitio donde en el ser humano normal podría estar la empatía... no le dé
demasiada importancia. Más allá de él mismo, sus negocios y, posiblemente (solo
posiblemente) su familia, es claro que no podríamos importarle menos ni, para
el caso, lo que pueda pasarle a cualquiera de nosotros una vez que él haya
dejado este mundo.
En cuanto a nosotros, al menos quienes vivimos en
Estados Unidos, ya sabemos algo sobre la naturaleza de nuestras preocupaciones.
Un estudio de la Universidad de Yale publicado el pasado marzo decía que el 70
por ciento de los estadounidenses –una sorprendente proporción, aun así lejos
de abrumadora (si se tienen en cuenta los muy conocidos peligros que ello
supone), cree que el calentamiento global es algo que ya está sucediendo. Sin
embargo, menos de la mitad de nosotros imagina que este fenómeno pueda
afectarle personalmente. Entonces. Citemos al eminentemente citable Alfred F. Newman:
“Qué... ¿preocupado yo?”.
Digámosle eso, de paso sea dicho, a los vecinos de
Ojai y otros puntos calientes del sur de California –verdaderos infiernos, en
estos momentos–, que están siendo reducidos a cenizas en este diciembre, un mes
que hasta no hace mucho era poco significativo en relación con los incendios en
este estado. Pero esas quemazones no deberían sorprendernos, ya que las
temporadas de incendios se están haciendo más prolongadas en este recalentado
planeta. Simplemente, un diciembre ardiente forma parte de lo que el gobernador
de California llamó hace poco tiempo “la nueva normalidad”, mientras
inspeccionaba los daños producidos por el fuego; como probablemente lo sean
también –otros exponentes de la nueva normalidad de nuestro mundo estadounidense–
los cada vez más fuertes huracanes en el Atlántico, que aumentan su intensidad
a su paso sobre las caldeadas aguas del Caribe y el golfo de México antes de
castigar a este país.
En la estela de los años más calurosos registrados,
todos vivimos en un planeta con una nueva normalidad, es decir, un planeta más
extremo. Entonces, tal vez sea adecuado que la versión política de esa nueva
normalidad implique un presidente desaforadamente recalentado, autoritario,
hiperpromocionado, exageradamente tuiteado (aunque solo el 60 por ciento de
nosotros crea que él podría de verdad hacernos daño). Se trata de un hombre
que, como informó hace poco tiempo el New York Times, empieza a ser
asaltado por las dudas y la inquietud si no ve su nombre en los titulares de la
prensa, si no está en el centro de la imagen de la TV por cable durante un día
o dos. Se trata de un hombre que solo pareciera sentirse de maravilla cuando el
caldero está hirviendo y él es el centro del universo. ¡Y qué mundo hemos
preparado para este incendiario personaje! (Volveremos sobre esto más
adelante.)
En estos momentos estamos inmersos en una
Trump-apocalipsis en pleno desarrollo. En cierto sentido, ya los estábamos
antes de que Donald entrara en el Despacho Oval. Solo pensemos qué significa el
haber elegido a un ser humano evidentemente trastornado para que se desempeñe
en el más alto cargo de la nación más poderosa y potencialmente destructiva de
la Tierra. ¿Qué os dice eso? Una posibilidad es, que dado que prácticamente la
mayoría de los votantes estadounidenses lo llevaron a la Casa Blanca, durante
la campaña de 2016 ya estábamos viviendo en un país profundamente trastornado.
Y pensando en las elecciones del 1 por ciento, el crecimiento de la
plutocracia, el florecimiento de una nueva Era Dorada cuya desigualdad en el
reparto de la riqueza ya debe estar compitiendo con su predecesora del siglo
XIX, el crecimiento del estado de la seguridad nacional, nuestras interminables
guerras (convertidas ahora en “generacionales”), el aumento de la militarización
de este país y la desmovilización popular –por mencionar solo algunos de los
rasgos estadounidenses del siglo XXI–, esto no debería sorprender en absoluto.
¿Podría Donald Trump ser el final de la historia de la evolución?
Hace unos días, mientras reflexionaba sobre lo
extremado de este momento trumpiano, apareció en mi mente una descripción de la
evolución que había conocido en mi juventud. Recuerdo que las ilustraciones
empezaban con una criatura pisciforme que surgía del agua para transformarse en
un reptil; otra, conocida como “La marcha del progreso”, comenzaba con una
criatura encorvada similar a un mono. Las siguientes eran una sucesión de
figuras que, de izquierda a derecha, se enderezaban cada vez más hasta llegar
al Homo sapiens, un tipo musculoso que andaba –¡oh!– completamente
erguido.
Él, por supuesto, era un orgulloso espécimen igual
a nosotros, y nosotros éramos –sin explicitarlo– éramos el presuntuoso final de
la línea en este planeta. Nosotros éramos eso: ¡el progreso personificado! Sin
embargo, incluso en mi juventud, también nosotros estábamos en el proceso de
actualizar ese punto final de la evolución. En el punto culminante de la Guerra
Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el temor a otro tipo de final,
uno que podía ser el autentico final de todo lo conocido, se había convertido
en un pesadillesco lugar común en nuestra vida.
Por ejemplo, puedo recordar vívidamente una noche
de hace casi 60 años en la que yo estaba a cuatro patas avanzando lentamente
entre los escombros de una ciudad que había sido devastada por un bomba
atómica. Era solo una pesadilla, por supuesto, pero de un tipo muy normal para
los adolescentes de entonces. Y hubo momentos –especialmente en 1962, durante
la crisis de los misiles en Cuba– en los que esas pesadillas nucleares dejaron
el mundo de los sueños y saltaron a la cultura de la vida cotidiana. E incluso
antes de eso, cuando éramos niños, era normal sentir miedo cada vez que ululaba
la sirena de alarma por ataque aéreo mientras estábamos en la escuela, y en la
radio en el escritorio de la maestra se oían las advertencias; entonces,
corríamos a guarecernos debajo del poco sólido escritorio.
Con la implosión de la Unión Soviética en 1991,
esos temores se desvanecieron, a pesar de que no debería haber sido así en un
mundo en el que crecía el número de países con armas atómicas. Para entonces,
ya sabíamos de la amenaza del “invierno nuclear”. Su significado sería
terrorífico. Una guerra nuclear perfectamente imaginable, no entre
superpotencias sino entre potencias regionales como India y Pakistán podía
poner tanto humo y tantas partículas en la atmósfera como para impedir durante
años la llegada de la luz del Sol a la Tierra y enfriar drásticamente el
planeta: resultado posible, la muerte por hambre de la mayor parte de la
humanidad.
Sin embargo, solo ahora esos temores de
aniquilación nuclear han vuelto de un modo significativo. Más de medio siglo
después de las imágenes de “La marcha del progreso” se hicieran populares, si
quisiéramos ponerlas provisionalmente al día deberíamos agregar un personaje
particularmente reconocible (y bastante apropiado) en el último lugar de ese
diorama: un hombre corpulento, ligeramente encorvado, con mentón prominente, de
expresión furibunda y un inconfundible arreglo capilar de color anaranjado.
Lo que nos lleva a una cuestión bastante sencilla:
¿podría ser que Donald Trump resultara ser el final de la historia de la
evolución? La respuesta, bien que provisional, es que sí podría. Como mínimo,
ahora mismo él puede ser considerado el hombre más peligroso de la Tierra.
Ciertamente, respecto de todo lo que conduce al momento actual, para nosotros
él podría ser la parada final (o al menos el hombre que indicó el camino hacia
ella) en la historia humana.
Qué bestia tan bruta; ¿habrá llegado por fin su hora...?
Sin embargo, haga usted lo que haga, no culpe solo
a Donald Trump por esto. Él no fue más que la versión particularmente
inquietante de Homo sapiens llevado a la Casa Blanca por una fuerte
reacción de descontento en las elecciones de 2016. Imprevistamente, una vez
ahí, se encontró con unos poderes incomparables que le estaban esperando como
sendas pistolas a punto de disparar. Automáticamente, tal como pasó con los dos
presidentes que le precedieron, se convirtió no solo en el comandante en jefe
de este país sino también en el asesino en jefe, es decir, se encontró con el
control personal de una fuerza aérea de drones que –obedeciendo sus órdenes de
matar a quien a él se le antojase–, podían ser enviados a cualquier lugar de la
Tierra. Siempre a su entera disposición, él también tenía el equivalente de lo
que el historiador Chalmers Jonson llamó una vez el ejército (hoy en día,
ejércitos) privado: tanto los agentes irregulares de la CIA (bien conocidos por
Johnson) como las enormes y secretísimas unidades de Operaciones Especiales de
las fuerzas armadas. Sin embargo, por encima de todo eso, se encontró al frente
del mayor arsenal nuclear del planeta, un armamento que él y solo él podía
ordenar que se utilizara.
En resumen, como los demás presidentes de este país
desde agosto de 1945, él estaba totalmente armado y con la capacidad de –sin
ayuda de nadie– convertir en un abrir y cerrar de ojos a este mundo, o una
importantes parte de él, en un infierno, un páramo de “fuego y furia”, según su
incendiaria frase dirigida a Corea del Norte. Dicho con otras palabras, el 20
de enero de 2017, Trump se convirtió en la personificación de un planeta del
“sálvese quien pueda” (aunque en realidad desde los años cincuenta ya no hay un
sitio donde esconderse). Da lo mismo que su ignorancia acerca de la naturaleza
y potencia de semejante armamento sea supina.
Hablando de infiernos planetarios, cuando se trató
de la segunda panoplia de instrumentos de destrucción masiva –acerca de las
cuales no era menos ignorante y estaba aun más subyugado, él también se
encontró equipado. Trump llevó al Despacho Oval su “Hagamos que Estados Unidos
vuelva a ser grande” y, con esta frase, su nostalgia por un mundo de los
combustibles fósiles de su infancia en los cincuenta. Armado por la corporación
de la Gran Energía, llegó preparado para asegurar que el país más rico y más
poderoso del globo podía allanar el camino hacia más oleoductos, gasoductos,
fractura hidráulica, perforación en el mar y prácticamente todas las formas
imaginables de explotación del petróleo, el gas natural y el carbón (pero de
ninguna manera las energías alternativas). El significado real de todo esto es:
a partir de sus órdenes ejecutivas y de las decisiones de los variopintos
negacionistas del cambio climático y los entusiastas de los combustibles
fósiles que él nombró en los puestos clave de su administración, Trump puede
asegurar que en los próximos años habrá cada vez más descarga de gases de
efecto invernadero –emitidos por la quema de combustibles fósiles– en la
atmósfera, creando así las condiciones para otro tipo de apocalipsis.
Sobre la aceleración de calentamiento global
alentada durante su primer año en el cargo, es razonable decir –con cierto
orgullo trumpiano– que una vez más el presidente ha hecho lo necesario para que
Estados Unidos sea de verdad un país excepcional. En noviembre, solo cinco
meses después de que el presidente Trump anunciara que tan pronto como fuera
posible EEUU se retiraría del acuerdo climático de París de lucha contra el
calentamiento global, Siria (entre todos los países) finalmente lo firmó; este
fue el último país que lo hizo. Esto significó que nuestro país se quedaba
realmente... bueno, no se puede decir ‘a la intemperie’, pero mostraba,
bastante literalmente, su excepcionalidad en su determinación por garantizar la
destrucción del medioambiente que durante tanto tiempo ha asegurado el
bienestar de la humanidad y hecho posible la existencia de aquellas imágenes
del progreso de la evolución.
Aun así, tampoco es posible culpabilizar solo al
presidente Trump por esto. Él no es responsable de la inventiva –ese regalo
evolutivo, que nos ha conducido, deliberadamente, en el caso de las armas
nucleares e inconscientemente (al principio) en el caso del cambio climático–
pusiera en nuestras manos unos poderes que antes solo manejaban los dioses y de
hecho, desde el 20 de enero de 2017, en las de Donald J. Trump. No le
responsabilicemos, solo a él, del hecho de que el momento más terrorífico de la
historia humana podría llegar no por la caída de un asteroide llegado del
espacio exterior sino desde la Torre Trump.
Entonces, henos aquí viviendo con un hombre cuyo
impulso último parece ser el convertir el mundo a su alrededor en un caldero
hirviendo. Es posible que ciertamente él pueda ser el primer presidente –desde
Harry Truman en 1945– que ordene la utilización de armas nucleares. Como
comentó hace poco tiempo Beatrice Fihn, directora de la Campaña Internacional
por la Abolición de las Armas Nucleares, las amenazas a Corea del Norte podrían
ser solo “un pequeño berrinche” [de Trump], lejos de una guerra nuclear en
Asia. En última instancia, es posible que él esté propiciando una carrera
armamentística nuclear en la que países que van desde Carea del Sur y Japón
hasta Irán y Arabia Saudí podrían acabar con unos arsenales capaces de terminar
con el mundo, dejando el invierno nuclear en las manos de... bueno, mejor ni
pensarlo.
Ahora, imaginemos otra vez ese diorama de la
evolución –ya corregido– o tal vez, para honrar el reciente anuncio de Donald
Trump de que Estados Unidos reconocería a Jerusalén como la capital de Israel,
recordemos las palabras del poeta William Butler Yeats sobre un mundo en el que
“lo mejor carece de toda condena y lo peor está lleno de apasionada intensidad”
mientras alguna “bestia brutal, ¿habrá llegado al fin su hora?” arrastra los
pies “en la dirección de Belén para nacer”. Pensemos entonces en qué auténtico
horror es que tanto poder destructivo esté en las manos de cualquier ser
humano; nada menos que en las de semejante trastornado e inquietante sujeto.
Por supuesto, mientras Donald Trump podría
representar el final de la línea evolutiva iniciada en algún valle africano
hace millones de años, cuando se trata del ser humano nada en este mundo está
esculpido en piedra. Aún tenemos la libertad potencial de elegir otra cosa, de
hacer otra cosa. Tenemos la capacidad tanto de la maravilla como del horror.
Tenemos el talento tanto para crear como para destruir.
Parafraseando a Jonathan Schell, el destino del
planeta Tierra no está solo en las manos de Donald Trump sino también en las
nuestras. Si a ellos, esos inexistentes alienígenas, no les importa, si
al planeta no le puede preocupar y si el extraterrestre en la Casa Blanca le
importa un bledo, nos corresponde a nosotros preocuparnos. A nosotros nos
corresponde manifestarnos, resistir y cambiar, comunicarnos y convencer, luchar
por la vida y contra su destrucción. Si el lector tiene cierta edad, todo lo
que tiene que hacer es mirar a sus hijos o nietos (o a los de sus amigos y
vecinos) y sabrá que nadie –ni siquiera Donad Trump– debería tener el derecho
de condenarlos a las llamas. ¿Qué han hecho ellos para acabar en un infierno en la Tierra.
2018
está en el horizonte*. Trabajemos por un tiempo mejor no por el final de los
tiempos.
* La nota
original en inglés fue publicada el 21 de diciembre de 2017.
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project,
autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The
End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute
y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow
Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a
Single-Superpower World.
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