Se
trata de un gesto típicamente colonial: ver el
territorio vacío para evitar hacerse cargo de los potenciales impactos
ambientales y humanos que pueda causar la actividad emprendida por un agente
foráneo como la minería del litio. Sin embargo, si el periodista de Forbes hubiera sido un poco menos
bárbaro, se hubiera informado de que en los oasis que bordean el Salar de Atacama viven comunidades
indígenas, según el registro arqueológico, al menos desde el 8,000 AD. De
hecho, el pueblo atacameño o Lickan Antay –gente de la tierra en kunza, su lengua– fue
capaz de levantar toda una civilización en mitad del desierto más árido del
mundo, domesticar la llama y otros camélidos para utilizarlos en sus largas
caravanas transandinas, emplear el fruto del chañar y del algarrobo (dos de los
pocos árboles que crecen en estos parajes) para aportar proteína a su dieta y fabricar “aloha”, un licor
utilizado en ceremonias y ritos. En los
Oasis del Salar de Atacama se cosecha hoy alfalfa, maíz, papas y habas; en
sus huertos sigue habiendo árboles frutales que reciben agua a través de un
escrupuloso sistema de uso comunal del agua que convive con el turismo
ecológico y otros emprendimientos comunitarios. Y por si todo eso fuera poco
además han sobrevivido a las distintas olas de colonialismo desde la llegada de los
españoles hasta el presente.
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Región de CATAMARCA, Argentina, y el inicio de la explotación del Litio. Problema central, para las empresas explotadoras de Litio, que son zonas geográficas Reservadas y protegidas por las ComunidadesAndinas.
LA
FIEBRE DEL LITIO AMENAZA A LAS CULTURAS INDIGENAS DE LOS DESIERTOS DE SAL
ANDINOS.
La
extracción de este metal alcalino para las baterías de los coches eléctricos
requiere enormes cantidades de agua.
*****
Luis Martín-Cabrera.
Ctxt
Rebelión viernes 16 de marzo del 2018.
No hace falta ser experto en energía para darse
cuenta de que es imperativo buscar alternativas a los combustibles fósiles,
entre otras cosas, porque estamos llegando al principio del fin de la
producción de petróleo, pero sobre todo porque los efectos destructivos que
provocan –agotamiento permanente de fuentes de agua, deforestación, inundaciones,
vertidos tóxicos, incendios, huracanes, subida de los niveles del mar, etc.–
son cada vez más palpables para la mayoría de la población mundial.
Una de las soluciones tecnológicas para paliar los
deletéreos efectos de la economía del petróleo es la producción de automóviles
eléctricos. El estado de California, por ejemplo, planea reducir la emisión de
gases en un 40% hasta llegar a niveles inferiores a los de 1990. Para ello,
proyecta crear una serie de incentivos financieros y de regulaciones que permitan
que en el 2030 haya 4.2 millones de autos eléctricos en su parque
automovilístico. En Europa algunos estados como Holanda tienen objetivos
incluso más ambiciosos y aspiran a tener un parque automovilístico 100%
eléctrico para el 2030.
Con semejantes incentivos estatales, los
principales productores de autos mundiales –Ford,
Toyota, Nissan, General Motors, BMW, etc.– hace tiempo ya que llevan
experimentando con vehículos híbridos y modelos eléctricos, pero ninguna de
ellas iguala en ambición ni en grandilocuencia tecno-utópica a la californiana TESLA y a su capitán de industria Elon
Musk. Como Steve Jobs en su día, Musk, portada incluso de revistas de
entretenimiento como Rolling Stone,
es idealizado o vilipendiado como el auténtico gurú de una secta que podría
salvarnos del apocalipsis ecológico sin renunciar a la comodidad de nuestros
vehículos utilitarios. De las paredes de la gigafactory de Tesla en Nevada
cuelga un cartel enorme que reza: “Para
acelerar la transición mundial a la energía sustentable”.
TESLA produce
automóviles eléctricos de lujo con la promesa de alcanzar niveles de producción
masivos y precios al alcance de las clases medias. Pero, como el iphone en su día, los
automóviles TESLA son mucho más que
un automóvil: son el futuro, “un sueño hecho realidad”, como le escuché decir a
una de sus usuarias californianas. Los modelos TESLA poseen, entre otras cosas,
reconocimiento facial, capacidad de estacionarse automáticamente y,
eventualmente, autonomía para operar sin control humano. Además de sus
vehículos eléctricos, Musk ha
producido en Australia la batería de
litio más grande del mundo con 100 megavatios de potencia
para abastecimiento eléctrico doméstico, planea fabricar camiones eléctricos para el transporte de mercancías pesadas
e incluso lanzar automóviles que alcancen la luna.
Con estos mimbres resulta casi imposible restarse
al optimismo tecnológico que promueve Musk,
o, si no se comparte su visión futurista, al menos no reconocer la necesidad de
iniciar lo antes posible una transición hacia el uso de energías alternativas
al petróleo, a ser posible renovables y más limpias. Sin embargo, antes de
aceptar las nuevas soluciones tecnológicas que se nos ofrecen, deberíamos, por
una cuestión de ética esencial, preguntarnos de dónde vienen los materiales que
hacen posible el uso de estas nuevas energías en la producción de vehículos
limpios.
En este caso la pregunta puede ser bastante simple
y, a la vez, bastante esquiva. La funcionalidad de los vehículos eléctricos depende de la capacidad de fabricar baterías
relativamente livianas. Hoy por hoy esto se consigue fabricando baterías de
litio, las mismas que también hacen posible que la batería de nuestros
celulares y computadores funcione sin estar conectada a una fuente de red. La pregunta
entonces es: ¿De dónde viene el litio y qué efectos tiene su minería en las
comunidades donde opera?
El litio está
bastante concentrado en ciertas áreas geográficas. Hay litio en roca en Australia, en Carolina del Norte
(Estados Unidos) y en algunos lugares de China,
pero la forma más barata de extraer litio es mediante evaporación en salares
(lagos de sal formados tras un prolongado periodo de erupción volcánica). Hay
salares en Tíbet y en Nevada
(Estados Unidos), pero la mayoría de las reservas mundiales de litio –entre el 80% y el 85% dependiendo de los
expertos—están en una zona transandina que se extiende a través de las
fronteras de Argentina, Bolivia y Chile
e incluye los salares de Atacama
(Chile), Hombre Muerto, Olaroz y Salinas
Grandes (Argentina) y Uyuni y
Coipasa (Bolivia) entre otros muchos de menor tamaño. Se trata de cuencas endorréicas (cerradas al flujo de los
ríos y otros cauces de agua) que oscilan entre los 2,400 y los 4,000 metros de altitud y que presentan
índices de precipitación muy bajos y de radiación muy altos. O dicho más
prosaicamente: hace mucho calor en el día, mucho frío en la noche y hay muy
poco agua para la vida en general.
La revista Forbes, que rebautizó
la zona con el nombre de "Arabia Saudí del Litio", describe en estos
términos el Salar del Atacama:
"Nada crece en el corazón del Salar de Atacama, esta antigua cuenca
lacustre, 700 millas al norte de Santiago, debe ser el lugar más seco del
planeta, una tierra baldía, cubierta de una costra de rocas de sal que se
parece a una plasta de vaca […]. Si no fuera por la preciosa salmuera que
burbujea 130 pies por debajo de la superficie, los humanos se mantendrían
alejados del Salar de Atacama".
Se trata de un gesto típicamente colonial: ver el
territorio vacío para evitar hacerse cargo de los potenciales impactos
ambientales y humanos que pueda causar la actividad emprendida por un agente
foráneo como la minería del litio. Sin embargo, si el periodista de Forbes hubiera sido un poco menos
bárbaro, se hubiera informado de que en los oasis que bordean el Salar de
Atacama viven comunidades indígenas, según el registro arqueológico, al menos
desde el 8,000 AD. De hecho, el pueblo atacameño o Lickan Antay –gente de la
tierra en kunza, su lengua– fue capaz de levantar toda una civilización en
mitad del desierto más árido del mundo, domesticar la llama y otros camélidos
para utilizarlos en sus largas caravanas transandinas, emplear el fruto del
chañar y del algarrobo (dos de los pocos árboles que crecen en estos parajes)
para aportar proteína a su dieta y fabricar “aloha”, un licor utilizado en
ceremonias y ritos. En los Oasis del
Salar de Atacama se cosecha hoy alfalfa, maíz, papas y habas; en sus
huertos sigue habiendo árboles frutales que reciben agua a través de un
escrupuloso sistema de uso comunal del agua que convive con el turismo
ecológico y otros emprendimientos comunitarios. Y por si todo eso fuera poco
además han sobrevivido a las distintas olas de colonialismo desde la llegada de
los españoles hasta el presente.
Por eso, las malas noticias para los inversionistas
de Forbes y para el optimismo tecnológico del norte es que, lejos de ser una
tierra baldía, el Salar de Atacama, como el resto de territorios del llamado
triángulo suramericano del litio, sigue habitado por las comunidades
ancestrales Aymara, Quechua, Kolla y
Lickan Antay que son, según derecho consuetudinario, los legítimos dueños
del territorio, los que lo siguen haciendo florecer respetando sus ciclos de
regeneración mediante todo un sistema ritual de pagos a la tierra y respeto a
la naturaleza.
A diferencia de los occidentales, estos pueblos
indígenas, que se consideran los herederos directos de los Incas, no ven la
naturaleza como un objeto exterior a ellos del que pueden disponer a capricho o
destruir, sino como un ser vivo. Verónica
Chávez, de la comunidad de Santuario
de Tres Pozos en Salinas Grandes (Argentina), cuenta que el Salar es un ser
vivo con sus venas de agua y sus ciclos de regeneración que atraviesan la
estación de las lluvias hasta secarse y hacer brotar la sal que se cosecha
después, en la estación seca, como una planta más. Por eso cuando llegaron las
mineras del litio a explotar el Salar, el efecto en ella fue demoledor: “Por lo
que yo vi, era que gente venía sin conocimiento, no les importaba nada el
destrozo de nuestra Mamita Pacha, le tiraban ácido, le rompían la venita de
agua, ¡hacían todo un desastre! Y para mí es un dolor eso, porque ella es una
mamita para mí, a una madre no se le hace eso”.
Conviene, no obstante, no idealizar ni romantizar a
los pueblos indígenas de los salares. En la cuenca de Salinas Grandes, Argentina, han logrado parar, de momento, la
explotación del litio, pero unos kilómetros más al este, en Olaroz y Laguna
Guayatayoc, las comunidades Lickan Antay han firmado un acuerdo con la minera
Orocobre (proveedor principal de litio para Toyota). Lo mismo sucede en el
Salar de Atacama donde la norteamericana Rockwood Lithium, subsidiaria del
gigante minero Abermale, tiene convenio con la mayoría de comunidades
indígenas. A veces estos convenios se firman por intereses, porque las
comunidades tienen necesidades de infraestructura o fuentes adicionales de
ingresos y, otras veces, se hace a regañadientes, porque si van a sacar el
mineral de la tierra es mejor que quede algo en las comunidades. Pero en todos
los casos, los pueblos indígenas quieren lo mismo: que se aplique el convenio 169 de la OIT, que haya consulta previa, libre
e informada; en el caso de la cuenca de Salinas grandes, sus 33 comunidades
incluso tienen un protocolo llamado Kachi Yupi, huellas de sal en
quechua, que estipula cómo llevar a cabo esta consulta.
La realidad, sin embargo, no parece dispuesta a
respetar la voluntad de estos pueblos indígenas. La presión que ya existía
sobre el litio se está incrementando exponencialmente porque si para una batería de teléfono móvil hacían
falta 3 gramos de litio, para un auto eléctrico hacen falta casi 20 kilos, más
de 50 si se trata de uno de los rutilantes modelos de tesla.
Con el cambio de ciclo político en Argentina y Chile parece que se han
abierto las puertas definitivamente para la explotación sin límites del llamado
oro blanco de los salares. Mauricio Macri en Argentina está otorgando licencias
de explotación sin consultas y sin muchas cortapisas, hay en la actualidad
hasta 63 proyectos aprobados en las provincias de Salta,
Jujuy, Catamarca y La Rioja. Del mismo modo, en Chile, con la llegada de
Sebastián Piñera al poder, la minera SQM –una de las más corruptas de la
región, privatizada durante la dictadura de Pinochet y vendida a su yerno Julio
Ponce Lerou, envuelto hoy en escándalos de financiación política ilegal– acaba
de llegar a un acuerdo con el Estado chileno para retomar y aumentar la
explotación de litio en el Salar de Atacama. Paralelamente, Elon Musk visita
clandestinamente el país para explorar la posibilidad de abrir una megafábrica
de baterías de litio en Chile con gran regocijo de las clases dirigentes.
Estos movimientos entre bambalinas, sin duda, hacen
que las comunidades indígenas se sientan amenazadas. Saben que la minería del litio extrae grandes cantidades de salmuera y
agua que luego se secan al sol en mega piscinas, son conscientes de que
viven en cuencas cerradas cuyas fuentes de agua están interconectadas y pueden
llegar a secarse definitivamente haciendo la vida en el salar inviable. Como
explica Sandra Flores, de la comunidad de Coyo en Atacama, esta posibilidad se
vive como un potencial genocidio cultural. En sus propias palabras:
“[Explotar
el litio] es terminar con una parte de la humanidad y lo que es la cultura. Eso creo
que sería como…trágico, o sea… como decir tú puedes matar a la otra persona y
lo matas y listo. Para mí eso es trágico, para mí sería eso, traer algo grande
para que mate a los pequeños, eso sería como lo trágico, lo terrible. Es…
extinguir una cultura, matarla. Qué ha costado harto vivir en este desierto, es
difícil, no es fácil, y… lo hemos podido conservar muchos años… Pero no tenemos
las armas para poderlo seguir cuidando, no tenemos. Si el gobierno prefiere el
litio, no tenemos nada más que hacer, porque no podemos luchar con algo tan
grande. […] Pero si la luchamos, si la gente se preocupa de poder conservar el
agua...”.
Es evidente que necesitamos alternativas al
petróleo, pero también pensar en los desafíos que presentan esas nuevas
tecnologías y hacernos preguntas incómodas: ¿podemos simplemente sustituir los autos que funcionan con hidrocarburos
por autos eléctricos? ¿Qué papel debe cumplir el transporte colectivo y
público en la lucha contra el calentamiento global? ¿Existen alternativas al
litio como por ejemplo la batería de sodio? ¿Impiden la minería transnacional y
los inversores financieros la búsqueda de alternativas al litio? ¿Estamos
dispuestos a facilitar con nuestros patrones de consumo la destrucción de
ecosistemas de gran complejidad y diversidad como los de los salares? ¿Queremos asumir
éticamente la destrucción de culturas milenarias y modos de vida y gestión de
lo social alternativos al modo de vida occidental?
*****
Luis Martín-Cabrera es profesor
de Estudios Culturales y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de
California San Diego. Su proyecto sobre el litio ha sido financiado con una
beca de la Fundación Wihting.
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