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Qué
no hacer. Ante
este panorama psicosocial, cuya expresión en la arena política facilita
coyunturalmente la aparición y la adhesión a personajes grotescos - que obviamente no resolverán, sino que complicarán los
conflictos-, es bueno prevenirse de adoptar actitudes negligentes o
catastrofistas. Minimizar estos fenómenos, negando su existencia, no hace sino
permitir su operatividad. Muy conocidas son las líneas del poema “Primero vinieron”, erróneamente atribuidas al
dramaturgo alemán Brecht y expresadas
originalmente en un sermón por el pastor luterano
antinazi Martin Niemöller, quien advertía sobre las consecuencias
fatales de la indiferencia. A su vez, maximizar su
importancia, vuelve sombría la escena, sembrando terror e impotencia, al tiempo que, dando una entidad desmedida a posturas canallescas, impide ver aquellos factores
también presentes que alientan y construyen en dirección evolutiva.
Absolutamente
desaconsejable es degradar al propio pueblo por su elección, tildándolo de ignorante, de ingenuo o de servil. Muy
por el contrario, cabe reconocer el frecuente defecto de las “minorías ilustradas” de no lograr entablar un diálogo
efectivo con la franja social más vulnerada en
sus derechos y oportunidades, cayendo en burbujas de autoafirmación que se
desvanecen al verse contrastadas con el rechazo popular.
Por último, externalizar de modo absoluto las causas del
avance del irracionalismo en la esfera política
con referencia a los manejos del imperialismo, las maniobras de los grupos de
poder o la omnipresente propaganda de los medios hegemónicos a su servicio,
disminuye la comprensión integral y, una vez más, empequeñece la intencionalidad de los pueblos y su capacidad de sobreponerse a esos embates, aunque ciertamente los
factores citados constituyan una parte del problema a
título de auto preservación sistémica en tiempos de
crisis.
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QUÉ
HACER (Y QUÉ NO) ANTE EL AVANCE REACCIONARIO DE LA EXTREMA DERECHA.
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Por Javier
Tolcachier.
Fuente. TeleSUR
martes 16 de mayo del 2023.
Los triunfos
electorales de Gustavo Petro, Xiomara Castro, Gabriel
Boric, Pedro Castillo, el retorno del MAS al
gobierno boliviano y el de Lula a la presidencia de Brasil,
junto a las victorias en las urnas de Andrés Manuel
López Obrador y Alberto Fernández inauguraron una nueva ola de gobiernos
progresistas en América Latina.
Fruto de
importantes movilizaciones populares
contra la violenta imposición de un ya
desgastado neoliberalismo en la región, la construcción de alianzas amplias logró reconquistar
la dirección política en varios feudos gobernados durante décadas por
personeros del capital.
Con ello se
reactivaron aspiraciones de autodeterminación,
integración y multilateralismo, que habían sido postergadas por el
reflujo conservador posterior a la oleada de gobiernos populares de inicios de
siglo.
Ante esta reconfiguración del mapa político regional y al igual que lo acontecido en ocasiones anteriores, la reacción conservadora no se haría esperar. Una combinación de maniobras judiciales, golpes parlamentarios, ahogo financiero, entre otras presiones imperialistas extorsivas, una cerrada difamación mediática e incluso intentos de magnicidio, se sucederían contra las figuras políticas que auguraban un viraje positivo en las políticas públicas en favor de las mayorías.
En paralelo,
ensombreciendo el panorama, las fuerzas de extrema derecha, luego
de acabada su dolorosa gestión
gubernamental en Brasil y su derrota en las urnas por poco margen, vuelve a recobrar protagonismo con los resultados de la reciente elección de consejeros constitucionales en Chile, el apoyo de
un importante número de paraguayos a una opción ultraconservadora y el redoble
de tambores alrededor de una figura
afiebrada y mediáticamente inflada para las próximas elecciones en Argentina.
Ante esta
avanzada reaccionaria, lejos de caer en un alarmismo
fútil o un pánico inmovilizador, cabe primero que todo una profunda reflexión sobre su trasfondo y una posterior
acción decidida.
Pasado,
presente y futuro en la conciencia colectiva
Esta erupción
de postulados políticos violentos
presenta innegables similitudes con
tragedias históricas anteriores. La crisis financiera producida
por la volatilidad de la economía especulativa, la proyección de
culpabilidad hacia minorías – ayer
judíos y gitanos, hoy migrantes -, el rechazo a la
diversidad, los discursos de odio, amplificados ahora de modo segmentado y masivo por el uso de canales digitales, la altisonancia y el histrionismo mesiánico
y las falsas promesas de pasados míticos idílicos, configuran un escenario de evidentes semejanzas con
rasgos presentes en las sociedades europeas de
la primera mitad del siglo XX. Elementos que abonaron el terreno para
el surgimiento del fascismo y la
hecatombe de guerras posteriores.
Por otro lado, el presente de las poblaciones es objetivamente asfixiante. La miseria se agiganta, mientras los minúsculos sectores adinerados pretenden refugiarse en el cinismo y la anestesia ante el sufrimiento ajeno, acudiendo a la represión, la criminalización y la expansión de las adicciones como infame respuesta al legítimo reclamo de los grandes conjuntos por condiciones de vida dignas.
A su vez,
cierta “corrección política”, impuesta por el
poder a través de los medios del sistema como “líneas rojas” que
no pueden ser franqueadas, hace flaquear la posibilidad de estos nuevos gobiernos de cumplirle realmente
al pueblo las
consignas de campaña. A esto se
suma la debilidad intrínseca de los frágiles
pactos de intereses particulares, el corto tiempo de sus mandatos, el enquistamiento en los distintos poderes del
Estado de funcionarios proclives al
inmovilismo y los candados legales
que el mismo sistema instituye para continuar sin cambio de fondo alguno.
De este modo,
quienes fueron interpelados para estampar con su voto su voluntad de
transformación, sienten que han
sido estafados
por la lentitud, tibieza o incluso traición en
el accionar de mandatarios y
parlamentarios que no dan la talla. Surge así la tan mentada muletilla de la “clase política”, usada hasta la saciedad
por los energúmenos de la derecha radical, que no solo entronca con cierta evidencia de postergación de las necesidades reales de los pueblos, sino que
recuerda y es funcional a aquella degradación de lo público y lo político tan cara – en su doble acepción - para la
ideología neoliberal.
La
contradicción verdadera es mucho más profunda. En el marco de un sistema en el
que el dinero es el verdadero poder, amo, señor y dios
de la organización social y la escala de valores de la época, la gestión política resulta
apenas una pieza del entramado. En ocasiones, sirviendo con valentía y buenas
intenciones como un escudo protector ante
el insano ataque capitalista y en otras,
favoreciendo la destrucción o actuando
como un señuelo para distraer la mirada del
fondo de la cuestión.
A este
presente pantanoso, se suma la gran
inestabilidad que sienten los individuos, producto de una
aceleración del tiempo histórico, provocando la desaparición de
referencias existenciales anteriormente válidas, al tiempo que se fracturan los
lazos de hermandad y cercanía, arrojando a grandes contingentes humanos al
desamparo y la soledad.
Finalmente,
el malestar interno, característico de todos los finales de época, se ve aumentado por la sensación de futuro sin salida
alguna. Las imágenes de mejoría
social progresiva, que representaban
un horizonte creíble en los períodos
del industrialismo, en los que estudiar y trabajar
con tesón eran preceptos que
daban sostén al cotidiano esfuerzo, hoy resultan consignas vacías en un marco
evidente de precarización, desocupación e
incertidumbre.
Todo esto explica por qué, en un contexto de globalización forzada por apetencias corporativas, pero también de interconexión creciente de culturas y pueblos, el crecimiento de las ultraderechas y los irracionalismos fanáticos no es un asunto local que pueda resolverse por completo en ámbitos restringidos, sino que se ha convertido en un fenómeno mundial.
Qué
no hacer
Ante este panorama psicosocial, cuya expresión en la arena
política facilita coyunturalmente la aparición y la
adhesión a personajes grotescos - que obviamente no resolverán, sino que complicarán los conflictos-, es bueno prevenirse de adoptar actitudes negligentes
o catastrofistas.
Minimizar
estos fenómenos, negando su existencia, no hace sino permitir su operatividad. Muy
conocidas son las líneas del poema “Primero vinieron”, erróneamente
atribuidas al dramaturgo alemán Brecht y expresadas
originalmente en un sermón por el pastor luterano antinazi Martin Niemöller, quien advertía sobre las consecuencias fatales de
la indiferencia.
A su vez, maximizar su importancia, vuelve sombría la escena,
sembrando terror e impotencia, al tiempo que,
dando una entidad desmedida a posturas canallescas,
impide ver aquellos factores también presentes que alientan y construyen en
dirección evolutiva.
Absolutamente
desaconsejable es degradar al propio pueblo por su elección, tildándolo de ignorante, de ingenuo
o de servil. Muy por el contrario,
cabe reconocer el frecuente defecto de las “minorías ilustradas” de no lograr
entablar un diálogo efectivo con la franja social más vulnerada en sus derechos y oportunidades, cayendo en
burbujas de autoafirmación que se desvanecen
al verse contrastadas con el rechazo popular.
Por último, externalizar de modo absoluto las causas del avance del irracionalismo en la esfera política con referencia a los manejos del imperialismo, las maniobras de los grupos de poder o la omnipresente propaganda de los medios hegemónicos a su servicio, disminuye la comprensión integral y, una vez más, empequeñece la intencionalidad de los pueblos y su capacidad de sobreponerse a esos embates, aunque ciertamente los factores citados constituyan una parte del problema a título de auto preservación sistémica en tiempos de crisis.
Qué
hacer
Del
diagnóstico anterior, forzosamente reducido al marco de una nota de análisis periodístico, se desprenden algunas
posibilidades de acción inmediata y mediata.
La clave
general es la erradicación de toda forma de violencia, sea esta física, económica, religiosa, étnica, psicológica, moral, de género, etc.
Violencia que, en su naturalización
objetiva y subjetiva, da cobijo a las actitudes reaccionarias.
La
No Violencia, como estadio superador de la especie humana,
en permanente
cambio y evolución, debe convertirse
en el nuevo paradigma de la organización social, las relaciones interpersonales y
la actitud individual y colectiva.
Desde ese
horizonte será posible erigir las utopías transformadoras
en todas las esferas y espacios.
Así, el cambio político tenderá a
incluir la participación popular directa como única garantía de un tipo nuevo de democracia, promoviendo la autogestión y la co-gestión, acortando
de este modo las distancias entre los asuntos públicos más generales y la vida
cotidiana de la población.
Para que esto
sea efectivo, será preciso descentralizar el poder hacia la base social, hacia la comunidad misma, pero también, al mismo tiempo, desarmar la concentración en pocas manos, interfiriendo
en los mecanismos especulativos y corporativos, fortaleciendo el sistema económico cooperativo,
apoyando a los medios comunitarios, brindando a las personas un sustento básico
universal, adhiriendo a experiencias
alternativas en curso como el comercio justo, la
agroecología o las tecnologías libres,
entre muchas otras.
Pero, sobre
todo, es necesario desligar el ideal felicitarlo del consumo irracional materialista, que no solo
acarrea sufrimiento en la imaginación por su insaciabilidad, sino que nos vuelve competidores
y no aliados en la causa por el bien común.
Como es
lógico, esto no será posible sin un cambio simultáneo en la interioridad de los
grandes conjuntos, transformación
que al igual que los imprescindibles cambios sociales, conlleva
dedicación y recursos aplicados.
En este sentido, la creación de
programas oficiales en co-gestión comunitaria que brinden espacio para que cada persona y colectivo pueda desactivar en su propia conciencia y conducta la violencia interna, deberían ser prioritarios.
En cuanto a
la acción inmediata, es preciso reconstruir el
tejido social, animando a familiares, colegas, vecinos
y desconocidos a rebelarnos ante los
muros que pretenden separarnos. Acoger
al otre con los brazos abiertos,
brindarle protección y calma ante la
zozobra, saltar por sobre el individualismo lacerante, ayudar a integrar
crecientemente las diferencias y discrepancias, ir más allá de lo que divide y valorar lo que nos une, se vuelve hoy imperativo.
Para lograr
ese trato cálido y alimentar la esperanza en
este tiempo de agonías estructurales, el camino es comenzar a sentir lo verdaderamente humano en cada uno y cada una, no
simplemente su presencia objetal o animal, sino la
intención que lo caracteriza y la aspiración de crecimiento y liberación que
vive en ese grandioso ser.
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