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“Si
en el Perú la izquierda no le
reconoció nada, respecto
de la derecha Vargas Llosa supo
que era
un excéntrico liberal y demócrata en un espectro de mercas y autoritarios: “Ya sabemos cómo es la realidad y en qué
puede convertirse la CONFIEP,
que hoy ha pasado a servir desembozadamente a la dictadura” (Entrevista con
César Hildebrandt, 1992). Un intransigente, un moralista. No en vano Enrique Krauze lo agrupó junto a otros latinoamericanos bajo la
etiqueta de “redentores”. Alguna vez Valentín Paniagua me contó que,
durante la campaña de 1990, antes de salir a un mitin en el Cusco, le aconsejaban “Mario, no digas que vas a privatizar la energía
que la plaza está llena y la gente se irá”. Y Vargas Llosa subía al estrado
y aseguraba que iba a privatizar la energía, aunque la gente
se marchara. Las convicciones.
“Menos
importante que su tránsito por el comunismo y
el liberalismo es,
entonces, constatar que tanto sus
novelas como sus posturas buscaron despabilar al Perú. Las soluciones que abrazó a lo largo de las décadas variaron, pero no fue conformista ni
complaciente con nuestros peores
males. Es más, probablemente
nadie los ha expuesto con más constancia, crudeza y arte. Cada uno puede reservarle críticas y diferencias (para mí, lo diré, en buen
republicano, la aceptación de un título nobiliario siempre me resultó
difícil de procesar), pero ¿cuál
es la relevancia de esas diferencias cuando
se acaba de cerrar una vida-obra así de honda y vasta? La de una
nota a pie de página al interior de un anexo extemporáneo.
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CELEBRACIÓN DE LA CATEDRAL,
por
Alberto Vergara.
*****
Por
Alberto Vergara. Politólogo.
Fuente. La Republica domingo 4 de mayo del 2025
“Vos sos América, la tuya es la verdadera
luz americana,
su verdadero drama, y también su
esperanza en la medida
en que es capaz de haberte hecho lo
que sos”.
Carta
de Julio Cortázar a Mario Vargas Llosa (1965)
Toronto
amanecía el 7 de octubre de 2010 cuando mi amigo Jorge
Valladares gritó desde la sala: “¡se
lo dieron a Vargas Losa, el Nóbel, se lo dieron a Vargas Llosa!”
Salí corriendo de mi cuarto, Eduardo Dargent
del suyo y los tres nos abrazamos y
saltamos como niños emocionados, como si fuese
el gol que Jefferson
Farfán le haría a Nueva Zelanda
siete años después.
Ninguno
de nosotros
conocía Vargas Llosa, por cierto. Por
eso mismo, muchas veces me he preguntado de qué estaba hecha esa algarabía de
tres peruanos anónimos en la mañana canadiense. ¿Qué resortes
afectivos tocaba Vargas Llosa
para producir aquella euforia?
Con su
fallecimiento la pregunta reemerge: ¿Qué le debemos y qué le
reconocemos a Vargas Llosa?
Saquémonos de encima primero las obviedades, que, siendo obvias, son las más
imponentes: una obra
literaria descomunal. En general, es difícil que uno relea novelas y, sin embargo, muchos
hemos vuelto varias veces a Conversación en la catedral, La guerra
del fin del mundo, La ciudad y los perros o La fiesta
del Chivo. Solamente enumerar estas cuatro novelas mayores produce vértigo. Y al lado
hay cincuenta libros más. Muchas de sus
novelas “menores” serían ellas solas el logro literario de la mayoría
de escritores.
Ahora,
esta obra inmensa no se
explica solamente por el trabajo y el talento de Vargas Llosa sino, además, por algo que llamaría la
convicción. O una suma de convicciones. Pero quedémonos por el momento en el
ámbito literario.
La primera y fundamental fue la de ser un escritor profesional desde muy joven en un país donde probablemente nadie lo había sido y muy pocos lo han conseguido luego. Hace algunos años la revista Hueso Húmero publicó algunas de las cartas que el joven Vargas Llosa le enviaba a su amigo Abelardo Oquendo mientras escribía La ciudad y los perros y uno solo puede rendirse ante ese joven de 24 ó 25 años buscando no defraudar el llamado de la literatura. De la experiencia, afirma, “voy a salir loco”. Porque está la vocación personal por la literatura, pero además el llamado de la gran literatura: “y ya me enredé, carajo, porque estuve leyendo al cojudo de Faulkner…” La doble convicción: intentar ser un escritor, pero además ser uno universal, ser la vanguardia.
¡Y
lograrlo! Vargas Llosa,
los autores del Boom y algunos
de sus predecesores (Borges, Rulfo) reinventan América Latina. Sus novelas y cuentos muestran a los
latinoamericanos que el vecindario es uno solo, que padecen los mismos males y albergan esperanzas
semejantes. Y que no constituyen un espacio cultural atrofiado frente
a la literatura universal. Dostoievski puede ser mexicano, Joyce peruano y Kafka colombiano. En los sesenta el Boom construye y difunde una
imagen contemporánea de América Latina cuando se produce un doble fenómeno improbable: la creación vanguardista junto
al éxito comercial. Escritores y ciudadanía en sintonía.
En el
caso de Vargas Llosa, en
muchas de sus novelas aparecerá una forma despiadada de estructurar y
ejercer el poder en el Perú y en América Latina. No solo el poder político, propenso a dictaduras de todo tipo, sino una forma
cotidiana de arbitrariedad, en
especial, contra los menos
favorecidos. El abuso político, social, económico sobresale como parte de un mismo fenómeno. Abusos que, además, suelen sufrir
con especial ensañamiento las mujeres. De manera, diría, obstinada, en
muchas de sus novelas, Vargas Llosa nos
recuerda que en el Perú el verdadero lazo social es la injusticia.
Esta es una poderosa forma de construcción nacional. No la de la reverencia patética a estatuas ecuestres, sino el establecimiento de unas preguntas inconformes e incómodas sobre qué somos y lo que podríamos ser. Ningún recuento histórico ha incrustado en el imaginario nacional en qué consiste la corrupción y los abusos de las dictaduras como las aventuras y desventuras de Zavalita; ningún científico social ha conseguido transparentar el salvajismo de los caucheros en la Amazonía como La casa verde. Y podríamos poner más ejemplos. Una obra profundamente política y moral.
Pero
sigamos con las
convicciones. Además de la literaria, hubo las
políticas y morales. Y sería
cómodo recurrir a Borges para señalar
que nada hay menos importante
en un artista que sus opiniones políticas. Pero tiendo a
pensar que el sartreano Vargas Llosa arquearía
las cejas. Sus posturas le valieron ataques de
derecha e izquierda según las temporadas, Como cantó Dylan sobre Billy the Kid, “they don’t like you to be so free”.
Más
allá de las posturas concretas que abrazó en distintos
momentos de su larga vida, me gustaría subrayar tres cuestiones clave
y subyacentes a esas posiciones (que
muchas veces son relegadas).
La
primerísima que
suele olvidarse es que, aún si
alguien rechaza las opiniones de Vargas
Llosa, debe aceptar que siempre
fueron eso, opiniones. Nunca fue funcionario de un gobierno y,
sobre todo, jamás fue burócrata de alguna
dictadura de derecha o izquierda como ha sido el caso de muchos intelectuales. No
estamos ante Heidegger.
Pero, además, ninguna de sus opiniones fue moralmente aberrante ni políticamente inaceptable. Incluso
las menos democráticas (apoyar a la revolución cubana en los sesenta
y al gobierno del general Velasco en los
setenta), nunca fueron cheques en
blanco ni se convirtió en un
lambiscón o apparachik de esos experimentos.
Y
después de esas
décadas no apoyó a ningún régimen autoritario. Una izquierda
sectaria –fórmula de cierta redundancia—, estos días le
ha achacado algunas de sus posiciones políticas
más tardías, como apoyar la candidatura de Bolsonaro en 2022 o la de Keiko Fujimori contra Castillo. Lo curioso es que se trata de una izquierda que siempre menospreció a Vargas Llosa y que, en realidad,
no necesitaba de estas opiniones tardías
para despreciarlo.
Mi
punto no es respaldar cada una
de sus posturas políticas –no podría--, es señalar que estas – inclusive las tardías, cuando ya octogenario
y débil fue arrastrado, como el
mundo, hacia la polarización--
estuvieron dentro de los márgenes de lo
democrático y ninguna en apoyo de
un régimen autoritario (lo más
cercano y triste fue respaldar a Dina Boluarte, a
los 87 años).
Pero hay algo más. Si uno puede discrepar de muchas
de sus posturas, debemos subrayar y reconocer que nunca opinó para cabildear un nombramiento,
para recibir una prebenda ni para quedar bien con alguna panaca.
En un país donde abundan las lealtades de arriendo, Vargas Llosa dijo siempre lo que genuinamente consideró lo correcto. No
habló a media voz. Como cuando enmendó al
presidente Fernando Belaúnde asegurando que
su deber no era tirar a la basura los
informes de Amnistía internacional (“en
boca de Pinochet o de Fidel Castro semejante declaración
tendría lógica”), sino investigar que
las violaciones de derechos humanos no estuvieran
ocurriendo en Perú; como cuando
le torció la mano al presidente Alan García y consiguió que se construyera el Lugar de la memoria en Lima; como cuando calificó de “traición” el indulto que su propio candidato Kuczynski otorgó a Alberto Fujimori.
Y no
habló a media voz en ninguna parte. Ni en Cuba cuando rompió con la dictadura. Ni
en México cuando acuñó aquello de la dictadura perfecta. Ni en
Chile cuando aseguró que ahí
había una derecha moderna,
pero otra cavernaria.
Si
en el Perú la izquierda no le reconoció nada, respecto de la derecha Vargas Llosa supo que era un excéntrico liberal y
demócrata en un espectro de mercas y autoritarios:
“Ya sabemos cómo es la realidad y en qué puede convertirse
la Confiep, que hoy ha pasado a
servir desembozadamente a la dictadura” (Entrevista con César Hildebrandt,
1992).
Un intransigente, un moralista. No en vano Enrique Krauze lo agrupó junto a otros latinoamericanos bajo la
etiqueta de “redentores”. Alguna vez Valentín Paniagua me contó que,
durante la campaña de 1990, antes de salir a un mitin en el Cusco, le aconsejaban
“Mario,
no digas que vas a privatizar la energía que la plaza está llena y la
gente se irá”. Y Vargas Llosa
subía al estrado y aseguraba que iba a privatizar la
energía, aunque la gente se marchara. Las convicciones.
Menos importante que su tránsito por el comunismo y el liberalismo es,
entonces, constatar que tanto sus
novelas como sus posturas buscaron despabilar al Perú. Las soluciones que abrazó a lo largo de las décadas variaron, pero no fue conformista ni
complaciente con nuestros peores
males. Es más, probablemente
nadie los ha expuesto con más constancia, crudeza y arte.
Cada uno puede reservarle críticas y diferencias (para mí, lo diré, en buen
republicano, la aceptación de un título nobiliario siempre me resultó
difícil de procesar), pero ¿cuál
es la relevancia de esas diferencias cuando
se acaba de cerrar una vida-obra así de honda y vasta? La de una
nota a pie de página al interior de un anexo extemporáneo.
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