martes, 20 de mayo de 2025

LAS CARTAS DE FERNANDO TÚPAC AMARU, POR CECILIA MÉNDEZ.

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Más allá de la tortura y ejecución pública ejemplariza doras ejercidas sobre cuerpos de los acusados por la rebelión, la sentencia de Areche, cómo es bastante conocido en la historiografía, incluía la destrucción de retratos, pinturas, vestidos y música y otras expresiones culturales que pudieran revivir la memoria de los incas. Pero   lo que se ha subrayado menos es que la sentencia buscó también suprimir la memoria insurgente en la palabra escrita, concretamente sus archivos.  Si en el cuerpo, como blanco punitivo de la violencia del Estado, la lengua era la palabra hablada, la sentencia de Areche buscó también destruir la palabra escrita, los archivos que daban fe de un linaje y una descendencia. Ordenó así recolectar e incinerar en plaza pública de Lima todos los autos y documentos presentados por José Gabriel en la Audiencia de dicha ciudad para probar su linaje inca (como descendiente de Felipe Túpac Amaru, el último Inca, ejecutado por el virrey Toledo en 1572), para que no quede memoria de tales documentos (citado en el “Estudio Introductorio” p.  40).

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LAS CARTAS DE FERNANDO TÚPAC AMARU. 

POR CECILIA MÉNDEZ.

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Sus cartas son el testimonio humano de un joven que habiendo sido obligado someterse y depender de un Estado que mató a sus padres y a su hermano, lo separo de su país y de su familia, defendió su nombre, su derecho al trabajo, y su humanidad con dignidad. 

 

Poe Cecilia Méndez. Docente Universitaria. USA.

Fuente. La República lunes 19 de mayo del 2025-

Hay cosas del pasado que nunca podremos conocer.  Porque los silencios, como dijo el maestro haitiano Michel-Rolph Trouillot, entran en la historia desde el momento mismo de la constitución de los archivos.  Pero silenciar es también una forma de ejercer poder, empezando por el poder de narrar el pasado, como arguye en su célebre libro, Silenciando el Pasado, de 1995. 

Fernando Túpac Amaru, el hijo menor de José Gabriel Túpac Amaru y Micaela Bastidas, que fue obligado a presenciar la tortura y ejecución de sus padres y su hermano mayor Hipólito, en la plaza mayor del Cuzco un día como hoy, hace 244 años siendo un adolescente, sufrió la condena del silencio en carne propia. Porque, aunque fue condenado al destierro, sin haber cometido otro delito que “ser hijo del padre” , o “el de haber nacido”, como él mismo lo puso en una de sus sentidas cartas al rey de España,  su sentencia mayor,  porque se proyecta a la posteridad, fue al silencio.  Una condena contra su familia, contra una estirpe, contra los caciques y descendientes de los incas que osaron levantase contra la monarquía hispánica tras 250 años de dominio colonial. Esto es más que una metáfora.  En cumplimiento del ritual macabro de la sentencia del visitador José Antonio de Areche que Fernando fue obligado a presenciar cuando aún no había cumplido los 13 años, a todos los reos debía cortárseles la lengua antes de su ejecución. Pero su madre Micaela “no quiso dar la lengua, y se la cortó el verdugo [sic] después de muerta”, según 



“La Relación de las últimas actuaciones judiciales obradas por el señor visitador del Cuzco [Areche] del 19 de mayo de 1781.  La elocuencia simbólica del acto nos ahorra mayor explicación. Pero la desobediencia de Micaela, su rechazo a ser silenciada, tendría que ser mejor valorada, como siento que lo hizo su hijo, el joven Fernando, después de haber leído detenidamente las 16 cartas inéditas que este escribió durante su destierro en España, desde que tenía 19 años en 1787 hasta su muerte, solo, pobre y enfermo, en Madrid, a la edad de 30 años, en 1798. Estas acaban de ser publicadas por la nueva editorial peruana Isole, como Las Cartas de Fernando Túpac Amaru, 1782-1798.

 El material, que estudié para escribir el “Estudio introductorio” del libro — y que me tomo la libertad de parafrasear extensamente en esta columna — incluye, además, otras dos cartas de Fernando previamente publicadas, las respuestas de las autoridades y sus deliberaciones relacionadas con sus pedidos. La publicación, producto del trabajo colectivo de varias personas animadas por la fundadora de Isole,  Viola Varotto, quien encontró los documentos en el Archivo General de Indias de Sevilla, no es solo el  portal de ingreso a una vida de indudable importancia histórica  que ha permanecido silenciada por más de dos siglos,  sino que nos permite conocer las reverberaciones menos conocidas de la   “Gran rebelión” de 1780-1783, particularmente las jurídicas, para no hablar de su evidente actualidad. El libro, además, constituye en sí mismo, una subversión al silencio que el poder colonial quiso imponer sobre los descendientes biológicos y potenciales herederos políticos del cacique rebelde, y a todos quienes osaran subvertir la autoridad colonial.

Más allá de la tortura y ejecución pública ejemplarizadoras ejercidas sobre cuerpos de los acusados por la rebelión, la sentencia de Areche, cómo es bastante conocido en la historiografía, incluía la destrucción de retratos, pinturas, vestidos y música y otras expresiones culturales que pudieran revivir la memoria de los incas. Pero   lo que se ha subrayado menos es que la sentencia buscó también suprimir la memoria insurgente en la palabra escrita, concretamente sus archivos.  Si en el cuerpo, como blanco punitivo de la violencia del Estado, la lengua era la palabra hablada, la sentencia de Areche buscó también destruir la palabra escrita, los archivos que daban fe de un linaje y una descendencia. Ordenó así recolectar e incinerar en plaza pública de Lima todos los autos y documentos presentados por José Gabriel en la Audiencia de dicha ciudad para probar su linaje inca (como descendiente de Felipe Túpac Amaru, el último Inca, ejecutado por el virrey Toledo en 1572), “para que no quede memoria de tales documentos (citado en el “Estudio Introductorio” p.  40).



Por ello, de alguna manera, la publicación de este libro constituye un ejercicio de restitución, que más allá de su valor histórico intrínseco es de especial actualidad en un contexto en que ya no son las autoridades coloniales, sino las propias autoridades republicanas encargadas por velar nuestro patrimonio documental y cultural, quienes lo ponen en peligro, como demuestra el inminente desalojo y desmembramiento de nuestro archivo más importante, el Archivo General de la Nación ahora en curso, replicado desmembramiento que sufrieron los rebeldes tupacamaristas, y el propio Tupac Amaru, hace casi dos siglos y medio, como bien lo puso Hans Cuadros en una columna aptamente titulada “La cultura desmembrada” en este diario (25/04/2025).

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