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“En otras palabras, como ha sugerido el investigador geopolítico Brian Berletic, lo
que a menudo se presenta en los medios
de comunicación como una “brecha
transatlántica” sin precedentes podría
ser, en realidad, más bien una “división
del trabajo” en la que los europeos
mantienen la presión sobre Rusia
mientras Estados Unidos centra su atención en China. De este análisis se desprende una imagen de una clase política europea sumida en una profunda crisis de legitimidad, atrapada
entre las presiones externas y la decadencia interna. Lejos de actuar en función de los intereses racionales y estratégicos
de sus naciones, los líderes europeos parecen
cada vez más sometidos a las
estructuras de poder transatlánticas, a los imperativos políticos internos y a los reflejos psicológicos moldeados por décadas de dependencia y negación.
“Su respuesta a la
guerra
de Ucrania —y a la renovada
presencia de Trump en la escena
mundial— refleja menos una estrategia
geopolítica coherente que un intento
frenético por preservar un orden que
se desmorona por todos los medios necesarios. En este contexto, las acciones
de Europa no son simplemente erróneas,
sino que son sintomáticas de una
disfunción más profunda en el corazón mismo del proyecto de la UE. La
militarización de la sociedad, la erosión
de las normas democráticas, la consolidación del poder tecnocrático y
la represión
de la disidencia no son medidas
temporales de guerra, sino los
contornos de un nuevo paradigma
político, nacido del miedo, la dependencia y la inercia
institucional. Envuelta en
un discurso sobre la seguridad y los valores,
la clase dirigente europea no está defendiendo el continente, sino afianzando
su subordinación, tanto a la hegemonía de un Washington en declive, como a sus propios regímenes fallidos.
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LA AUTODESTRUCCIÓN DE
EUROPA.
*****
¿Cómo debemos interpretar la postura
aparentemente autodestructiva de Europa? Cuatro dimensiones
interrelacionadas pueden ayudar a explicar la postura de sus líderes: la psicológica,
la política, la estratégica y la transatlántica.
Thomas Fazi, thomasfazi.com
Fuente. Jaque al Neoliberalismo. Sábado
10 de mayo del 2025.
Para los que no están familiarizados con
la política europea, puede resultar difícil descifrar lo que está sucediendo en
estos momentos, y esto se hace aún más evidente en la respuesta del continente
a la evolución de la situación en Ucrania.
Desde el resurgimiento político de
Donald Trump y su iniciativa para negociar el fin del
conflicto entre Rusia y Ucrania, los
líderes europeos han actuado de una manera que parece desafiar la lógica básica
de las relaciones internacionales, en particular el realismo, según el
cual los Estados actúan
principalmente para promover sus propios intereses estratégicos.
En lugar de
apoyar los esfuerzos diplomáticos
para poner fin a la guerra, los líderes
europeos parecen decididos a frustrar las iniciativas de paz
de Trump, socavando las
negociaciones y prolongando el conflicto.
Desde el punto de vista de los intereses fundamentales de Europa, esto no solo es desconcertante, sino irracional. La guerra en Ucrania, que se describe mejor como un conflicto proxy entre la OTAN y Rusia, ha infligido un daño económico inmenso a las industrias y los hogares europeos, al tiempo que ha aumentado drásticamente los riesgos de seguridad en todo el continente.
Presidenta de la Unión Europea. Ursula von der Leyen, apodada “la presidenta americana de Europa”,
*****
Se podría argumentar,
por supuesto, que la participación de Europa en la guerra fue errónea
desde el principio, resultado de la arrogancia
y de un error de cálculo estratégico,
incluida la creencia errónea
de que Rusia sufriría un rápido colapso económico y una derrota militar.
Sin embargo,
sea cual sea la razón que motivó la
respuesta inicial de Europa a la
guerra, cabría esperar que, a la luz
de sus consecuencias, los líderes
europeos aprovecharan con entusiasmo
cualquier vía viable hacia la paz
y, con ella, la oportunidad de
restablecer las relaciones diplomáticas
y la cooperación económica con Rusia.
En cambio,
han respondido con alarma a la “amenaza”
de la paz. Lejos de acoger con satisfacción
la oportunidad, han redoblado su apuesta:
han prometido apoyo financiero y militar indefinido a
Ucrania y han anunciado un plan de rearme sin precedentes que sugiere que Europa se está preparando para un
enfrentamiento militarizado a largo plazo con Rusia, incluso en caso de que se alcance un acuerdo negociado.
¿Cómo debemos interpretar esta postura
aparentemente autodestructiva?
Este
comportamiento puede parecer
irracional si se juzga en el contexto de los intereses generales u objetivos de Europa, pero resulta más comprensible si se analiza desde la perspectiva de los intereses de sus líderes.
Cuatro dimensiones interrelacionadas pueden ayudar a explicar su posición: la psicológica, la política, la estratégica y la transatlántica.
La brecha
cada vez mayor entre sus expectativas
iniciales y la trayectoria real de la
guerra ha creado una especie de disonancia
cognitiva, que los ha llevado a adoptar narrativas cada vez
más delirantes, incluyendo llamamientos
alarmistas para prepararse para una guerra
total con Rusia.
Esta desconexión no es meramente retórica, sino que revela un malestar más profundo a medida que
su visión del mundo choca con hechos incómodos sobre el terreno.
La psicología
también ofrece una perspectiva sobre la
reacción de Europa ante Trump.
En la medida en que Washington
siempre ha considerado a la OTAN como una forma de garantizar la subordinación estratégica
de Europa, la amenaza del presidente
de reducir los compromisos de Estados
Unidos con la alianza podría suponer
una oportunidad para que Europa se
redefiniera como actor autónomo.
El problema es que Europa ha estado atrapada en una relación de subordinación con Estados Unidos durante tanto tiempo que ahora que Trump amenaza con desestabilizar su histórica dependencia en materia de seguridad, Europa es incapaz de aprovechar esta oportunidad; en cambio, está intentando replicar la agresiva política exterior de Estados Unidos, para «convertirse» inconscientemente en Estados Unidos.
Por eso,
después de sacrificar voluntariamente
sus propios intereses en aras de la hegemonía estadounidense, ahora se
presentan como los últimos defensores
de las mismas políticas que los han convertido
en irrelevantes.
Se trata más
de un reflejo psicológico que
de una muestra de convicción real, un
débil intento de enmascarar la
humillación de haber sido expuestos por su patrón como meros vasallos,
una farsa hueca de “autonomía”.
Más allá de
lo psicológico y lo simbólico,
también entran en juego cálculos más
pragmáticos. Para la actual generación de líderes europeos, admitir
el fracaso en Ucrania equivaldría a un suicidio político, especialmente teniendo en cuenta los inmensos costes económicos que
soportan sus propias poblaciones.
La guerra se
ha convertido en una especie de justificación existencial de su mandato. Sin ella, sus
fracasos quedarían al descubierto.
En un momento en que los partidos
del establishment se ven sometidos a una presión creciente por
parte de los movimientos y partidos “populistas”, se trata de una vulnerabilidad que no pueden permitirse.
Poner fin a la guerra también requeriría reconocer que el desprecio de la OTAN por las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad contribuyó a desencadenar el conflicto, lo que socavaría la narrativa dominante de la agresión rusa y pondría de manifiesto los propios errores estratégicos de Europa.
Ante estos dilemas, los líderes europeos han optado por afianzar su posición. La continuación
del conflicto —y el mantenimiento
de una postura hostil hacia Rusia—
no solo le proporciona un salvavidas
político a corto plazo, sino que también les sirve de pretexto para consolidar el poder en sus países, reprimir la disidencia y adelantarse a futuros
retos políticos.
Lo que a primera vista
puede parecer una incoherencia
estratégica, refleja, al analizarlo
más detenidamente, un intento
desesperado de gestionar la
decadencia interna proyectando fuerza
en el exterior.
A lo largo de la historia,
los gobiernos han exagerado, inflado
o incluso inventado amenazas externas
con fines políticos internos, una
estrategia que sirve para múltiples
objetivos, desde unir a la población y silenciar
la disidencia hasta justificar el aumento del gasto militar y la expansión del poder estatal.
Esto se aplica sin
duda a lo que estamos presenciando
actualmente en Europa. En
términos económicos, existe la esperanza de que el aumento de la
producción de defensa pueda ayudar a
reactivar las anémicas economías europeas,
una forma burda de keynesianismo militar.
No es de extrañar, en
este sentido, que el país que lidera la remilitarización sea Alemania, cuya economía ha sido la más afectada por la guerra en Ucrania.
Los planes de remilitarización de Europa sin
duda serán una bendición para el complejo
militar-industrial del
continente, que ya está registrando
ganancias récord, pero es poco probable
que lleguen a los europeos de a pie, sobre todo porque un mayor gasto en defensa implicará inevitablemente recortes
en otros
ámbitos, como las pensiones,
la sanidad y la seguridad social. Janan Ganesh, columnista del Financial Times,
expresó
la lógica subyacente:
Europa
debe recortar su estado del bienestar para construir un estado bélico.
Dicho esto, aunque los factores económicos sin duda influyen, podría decirse que los verdaderos objetivos del programa de rearme europeo no son económicos, sino políticos.
En los últimos quince años, la Unión Europea ha evolucionado hacia una estructura cada vez más autoritaria
y antidemocrática. Especialmente
bajo el mandato de Von der Leyen, la Comisión
Europea ha aprovechado una crisis tras otra para aumentar su influencia en ámbitos de competencia que antes se
consideraban exclusivos de los gobiernos nacionales, desde los presupuestos financieros y la política sanitaria hasta los asuntos exteriores y la defensa, a expensas del control democrático y la rendición de cuentas.
Durante los
últimos tres años, Europa
se ha militarizado cada vez más,
ya que von der Leyen aprovechó la crisis de Ucrania para situarse al frente de la respuesta del bloque,
transformando efectivamente a la Comisión,
y a la UE en su conjunto, en un
brazo extendido de la OTAN.
Ahora, bajo el pretexto de la “amenaza rusa”, von der Leyen pretende acelerar drásticamente este proceso de centralización
de la política del bloque. Ya ha propuesto, por ejemplo, la compra colectiva de armas en nombre de
los Estados miembros de la UE,
siguiendo el mismo modelo de “yo
compro, usted paga” utilizado para la adquisición de vacunas contra la COVID-19.
Esto daría a la Comisión el control efectivo sobre todo el complejo militar-industrial de
los países de la UE, el último de
una larga lista de golpes institucionales encabezados por Bruselas.
Se trata de
algo más que de aumentar la producción de
armas. Bruselas persigue una militarización integral de toda la sociedad.
Esta ambición se refleja en la aplicación
cada vez más estricta de la política exterior de la UE y la OTAN, desde las
amenazas y presiones utilizadas para coaccionar a líderes no alineados como Viktor Orbán en Hungría y Roberto Fico en Eslovaquia para que se sometan, hasta la prohibición total de los candidatos
políticos críticos con la UE y la
OTAN, como se ha visto en Rumanía.
En los próximos
años, este enfoque militarizado se
convertirá en el paradigma dominante en Europa, ya
que todas las esferas de la vida
—política, económica, social, cultural y científica— quedarán subordinadas
al supuesto objetivo de la seguridad
nacional, o más bien supranacional.
Esto se utilizará para justificar políticas cada vez más represivas
y autoritarias, invocando la amenaza de la “injerencia rusa” como pretexto
para todo, desde la censura en Internet
hasta la suspensión de las libertades civiles fundamentales,
pasando, por supuesto, por una mayor
centralización y verticalización de la autoridad de la UE, especialmente teniendo en cuenta
la inevitable reacción que estas políticas
generarán. En otras palabras, la “amenaza
rusa” servirá como último recurso
para salvar el proyecto de la UE.
Por último,
está la dimensión transatlántica. Sería un error considerar la actual ruptura
transatlántica únicamente a través
del prisma de los intereses divergentes de los líderes europeos y estadounidenses.
Más allá de estas diferencias, puede haber dinámicas más
profundas en juego. No es descabellado suponer que los europeos puedan estar, en cierto modo, coordinándose con la clase dirigente demócrata estadounidense y la facción liberal-globalista del Estado
permanente estadounidense, la red de intereses arraigados que abarca la burocracia, el Estado de seguridad y el
complejo militar-industrial
estadounidenses.
Estas redes,
que siguen activas a pesar de la “guerra
contra el Estado profundo” declarada por Trump, tienen un interés
común en descarrilar las conversaciones
de paz y perturbar la presidencia de
Trump.
En otras palabras, lo que en
apariencia parece ser un choque entre
Europa y Estados Unidos puede ser, en
realidad, en un sentido más fundamental,
una lucha entre diferentes facciones del imperio estadounidense —y, en gran
medida, dentro del propio establishment
estadounidense— librada a través de proxies
europeos. Al fin y al cabo, muchos de los líderes europeos actuales tienen fuertes vínculos con estas redes.
Por supuesto, Estados Unidos
tiene una larga historia de influencia política en Europa. A lo largo de décadas, ha construido fuertes lazos
institucionales con los aparatos estatales de los países de Europa occidental, en particular entre sus
servicios de defensa e inteligencia.
Además, el establishment estadounidense ejerce una
influencia considerable sobre el discurso
público europeo a través de los principales medios de comunicación en inglés y los think tanks. Estos think tanks, como el German Marshall Fund, el National Endowment for Democracy, el Council on Foreign Relations y el Atlantic Council, contribuyen a configurar los discursos políticos que dominan la sociedad europea y, de hecho, hoy
en día están a la vanguardia de la promoción de la idea de que “ningún acuerdo es mejor que un mal
acuerdo”.
Sus orígenes se
remontan a la Guerra Fría, cuando Estados Unidos promovía activamente la integración
europea como baluarte contra la Unión Soviética. En otras palabras,
la UE, especialmente en sus primeras etapas, siempre ha estado
comprometida con el atlantismo, y
esto no ha hecho más que intensificarse tras la Guerra Fría.
Por eso, el
establishment tecnocrático de la UE —en concreto, la Comisión Europea— ha estado históricamente más alineado con Estados Unidos que con los gobiernos
nacionales europeos.
Ursula von der Leyen,
apodada “la presidenta americana de
Europa”, es un ejemplo claro de esta
alineación, ya que trabaja incansablemente
para mantener el compromiso de la UE
con la estrategia geopolítica belicista de Estados Unidos,
especialmente en lo que respecta a Rusia
y Ucrania.
Una herramienta
clave en esta alianza siempre ha sido
la OTAN, que hoy en día desempeña un papel fundamental para contrarrestar los
esfuerzos de Trump por cambiar el
enfoque de Estados Unidos hacia
Rusia.
En este contexto, la postura de Europa, aunque aparentemente dirigida contra
Trump, se deriva del reconocimiento de que algunos elementos de la clase
dirigente estadounidense se oponen firmemente a las overturas de Trump hacia Putin,
albergan una profunda animadversión
hacia Rusia y consideran que las
amenazas del presidente de retirarse de la OTAN y socavar otros
pilares del orden de posguerra
constituyen un desafío estratégico
para los sistemas que han sostenido la hegemonía estadounidense durante
décadas.
Esta conexión
podría explicar las políticas “irracionales” de ciertos líderes europeos, al menos desde
la perspectiva de los intereses objetivos de Europa: en primer lugar,
su apoyo ciego a la guerra proxy
liderada por Estados Unidos en Ucrania y, ahora, su insistencia en continuar la guerra a toda costa.
Según esta interpretación, los objetivos del establishment transatlántico parecen
bastante claros: demonizar a Trump,
presentándolo como un “apaciguador de Putin”, y avivar las inquietudes europeas sobre su vulnerabilidad militar, entre otras
cosas exagerando la amenaza rusa, con el
fin de empujar a la opinión pública a
aceptar un aumento del gasto en defensa
y la continuación de la guerra durante el mayor tiempo posible.
Ninguna
de las partes en esta guerra civil transatlántica tiene realmente en cuenta los
intereses de Europa.
La facción trumpista
considera a Europa un rival económico,
y el propio Trump ha criticado
repetidamente a la UE, calificándola
de “atrocidad” diseñada para “joder” a Estados Unidos,
y ahora está considerando imponer fuertes
aranceles a Europa. Por otro lado, la facción liberal-globalista ve a Europa
como un frente crítico en la guerra proxy
contra Rusia.
En este contexto, un
escenario en el que los europeos
prolonguen la guerra en Ucrania
—al menos a corto plazo— podría
considerarse un compromiso entre las dos
facciones. Estados Unidos
podría salir del atolladero ucraniano
mientras busca el acercamiento con Rusia y desplaza su atención hacia China
y Asia-Pacífico, al tiempo que culpa directamente a Zelensky y a los europeos del
fracaso de la paz.
Mientras tanto, la continua implicación de Europa en la guerra garantiza su separación económica y geopolítica de Rusia y refuerza su dependencia económica de Estados Unidos, especialmente en el contexto del aumento del gasto en defensa, gran parte del cual se destinaría al complejo militar-industrial estadounidense.
Al mismo
tiempo, los representantes europeos del establishment
liberal-globalista seguirían utilizando la amenaza rusa para afianzar
su poder. En general, este acuerdo podría considerarse aceptable para ambas
partes.
En otras palabras,
como ha sugerido el investigador
geopolítico Brian Berletic, lo que a menudo
se presenta en los medios de comunicación
como una “brecha transatlántica” sin precedentes podría ser, en realidad, más bien una “división del trabajo” en la que los europeos mantienen la presión sobre Rusia mientras Estados
Unidos centra su atención en China.
De este análisis se
desprende una imagen de una clase política europea sumida en una
profunda crisis de legitimidad, atrapada entre las presiones externas y la decadencia
interna.
Lejos de actuar en función de los intereses racionales y estratégicos
de sus naciones, los líderes europeos parecen
cada vez más sometidos a las
estructuras de poder transatlánticas, a los imperativos políticos internos y a los reflejos psicológicos moldeados por décadas de dependencia y negación.
Su respuesta a la
guerra
de Ucrania —y a la renovada
presencia de Trump en la escena
mundial— refleja menos una estrategia
geopolítica coherente que un intento
frenético por preservar un orden que
se desmorona por todos los medios necesarios.
En este contexto,
las acciones de Europa no son
simplemente erróneas, sino que son sintomáticas de una disfunción más profunda
en el corazón mismo del proyecto de la UE.
La militarización de la sociedad, la
erosión de las normas democráticas, la consolidación del poder tecnocrático y la represión de la disidencia
no son medidas temporales de guerra, sino los contornos de un nuevo paradigma político, nacido del miedo, la dependencia y
la inercia institucional. Envuelta en un discurso sobre la seguridad y los valores, la clase dirigente europea no
está defendiendo el continente,
sino afianzando su subordinación, tanto a la hegemonía
de un Washington en declive, como a
sus propios regímenes fallidos.
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