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Cada tipo de minería tiene sus
inconvenientes particulares, tanto si se trata de las explotaciones
tradicionales de petróleo, gas, oro, níquel, carbón, cobre y similares, como si se extraen los metales
vinculados a las tecnologías más modernas, incluyendo por supuesto los llamados “minerales estratégicos”
utilizados en la energía atómica. El continente americano es rico en todos
ellos y la expansión de las economías centrales en las últimas décadas ha
generado una demanda considerable (y precios al alza) incentivando el enérgico impulso de la minería por parte de los
gobiernos latino-americanos, con independencia de su signo político. La crisis actual y sobre todo lo
complicado que resulta a estas alturas predecir su posible evolución en el
inmediato futuro se convierten en un sólido argumento en favor de quienes ponen
en tela de juicio la conveniencia de
confiar en las exportaciones de materias primas como recurso principal para
financiar el desarrollo. Si desciende bruscamente la demanda y caen los
precios toda la estrategia exportadora se viene abajo. Así ocurrió siempre y nada indica que ahora no
vaya a pasar lo mismo.
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La vieja maldición de la
minería.
“El continente americano es rico en minerales estratégicos”
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Lunes 16 de julio del 2012.
Juan Diego García (especial para ARGENPRESS.info)
Los argumentos que
esgrimen las comunidades afectadas por las modernas explotaciones mineras en
América Latina se refieren al menos a tres aspectos diferentes: las condiciones
técnicas propias de este tipo de explotaciones y su impacto, las condiciones
institucionales y políticas del país y los inconvenientes de un modelo
económico orientado fundamentalmente a exportar materias primas como recurso
estratégico para impulsar el desarrollo.
En contra de quienes se
oponen a la gran minería es usual aducir que con su actitud impiden el
progreso, que los intereses egoístas de comunidades minoritarias no pueden
prevalecer sobre los intereses generales de la nación, que existen garantías
técnicas suficientes para hacer asumible el impacto en el medio ambiente, que
un país no puede renunciar a la explotación de sus recursos o sencillamente que
las comunidades están siendo manipuladas por grupos de extremistas que buscan
réditos políticos debilitando a las autoridades.
Es probable que en la
oposición de ciertos colectivos se pueda constatar la influencia de
convicciones contrarias al industrialismo y a la civilización actual; también
es común que se produzcan contradicciones (a veces difíciles de resolver) entre
los intereses locales y nacionales, como lo es que la minería puede adelantarse
reduciendo el impacto negativo sobre la población y la naturaleza, y que en tal
caso, mucho depende del tipo de autoridades e instituciones con las que se
cuente.
Cada tipo de minería
tiene sus inconvenientes particulares, tanto si se trata de las explotaciones
tradicionales de petróleo, gas, oro, níquel, carbón, cobre y similares, como si
se extraen los metales vinculados a las tecnologías más modernas, incluyendo
por supuesto los llamados “minerales
estratégicos” utilizados en la energía atómica. El continente americano es
rico en todos ellos y la expansión de las economías centrales en las últimas
décadas ha generado una demanda considerable (y precios al alza) incentivando
el enérgico impulso de la minería por parte de los gobiernos latinoamericanos,
con independencia de su signo político. La crisis actual y sobre todo lo
complicado que resulta a estas alturas predecir su posible evolución en el
inmediato futuro se convierten en un sólido argumento en favor de quienes ponen
en tela de juicio la conveniencia de confiar en las exportaciones de materias
primas como recurso principal para financiar el desarrollo. Si desciende
bruscamente la demanda y caen los precios toda la estrategia exportadora se
viene abajo. Así ocurrió siempre y nada indica que ahora no vaya a pasar lo
mismo.
En este contexto cobra
entonces enorme relevancia la amarga experiencia del pasado (incluso de un
pasado muy reciente) y se impone una revisión a fondo de las condiciones
específicas (de todo tipo) en las cuales se adelanta o se desea adelantar hoy
este tipo de proyectos.
La historia de la
minería en América Latina no puede sino generar pesimismo. Ningún país de la
región ha conseguido desarrollarse aprovechando los beneficios dejados por la
minería o por cualquiera de los otros sectores económicos que juegan igual
papel en la estrategia exportadora: alimentos, madera o mercancías de escaso
valor agregado, para no mencionar la “exportación” masiva de mano de obra a las
economías centrales (con la enorme carga de dolor y sufrimientos para el-la
emigrante y su familia, y sin olvidar la sensible pérdida para el país de un
recurso humano precioso que no se compensa ni de lejos con la remesa de
divisas) o el tráfico ilegal de psicotrópicos (cuyos escasos beneficios jamás
igualan el enorme perjuicio para la economía y la sociedad locales). Agotadas
las minas, solo quedan pueblos desolados, obreros con silicosis y un paisaje de
mayor atraso que contrasta con la riqueza que acumulan los empresarios (sobre
todo extranjeros) y las migajas de vergüenza que se reparten gobernantes
cipayos, burócratas corruptos y los dictadores militares o civiles de turno
cuya función no es otra que “garantizar el orden”.
Algunas explotaciones
mineras solo se pueden llevar a cabo destruyendo casi de forma irreversible el
medio ambiente. Si se hacen cálculos globales -es decir, que superen los
estrechos márgenes de la contabilidad de la empresa- el balance será siempre
negativo. Mientras las empresas obtienen ganancias considerables el daño sobre
el agua, al aire, la biodiversidad, la salud de la población, las reservas en
bosques y similares resulta un costo que no asume la entidad que extrae pero
recae directamente sobre la comunidad afectada no menos que sobre toda la
nación. En tales condiciones todo indicaría que mientras no se sea técnicamente
posible evitar semejantes consecuencias lo razonable es desistir de tales
empresas. Ocurre así, por ejemplo, con la energía atómica, seguramente
fundamental en muchos aspectos (y a cuya investigación no se puede renunciar)
pero con consecuencias negativas que la técnica actual aún no resuelve: manejo
de residuos radioactivos, resultados incontrolables de los accidentes, y -no
menos inconveniente- su posible uso militar. Igual ocurre con la extracción de
oro que requiere ingentes cantidades de agua, el uso masivo de cianuro y otros
venenos y la destrucción de regiones enteras, obligando casi siempre al
desplazamiento de la población (otro costo que apenas aparece en la
contabilidad de la empresa). Y como el oro o la energía atómica, muchos de los
actuales proyectos mineros resultan desaconsejables desde todo punto de vista.
Ahora, en el caso de
explotaciones mineras que pueden desarrollarse con un manejo razonable del
impacto sobre la naturaleza y las personas, es decir, explotaciones que
minimizan los daños y sobre todo que garantizan una economía sostenible, la
cuestión a resolver se reduce entonces a determinar las condiciones técnicas e institucionales
en las cuales han de llevarse a cabo. (No sobra recordar que toda acción humana
supone siempre un determinado impacto sobre la naturaleza; que la especie
humana dejó de ser parte de la misma desde hace milenios y que la condición de
recolectores y cazadores solo se registra hoy en grupos marginales en regiones
de la periferia de la civilización).
Que se respeten los
procedimientos técnicos adecuados, que la explotación revierta en beneficio de
la comunidad directamente afectada y sobre la nación entera, que los ingresos
públicos (impuestos, regalías, participaciones, etc.) sirvan realmente como un
recurso para promover el desarrollo, salir de la pobreza y superar la condición
de países dependientes y atrasados, dependerá entonces del tipo de autoridades
que deban garantizarlo. Gobiernos de escaso o nulo sentimiento nacional,
burocracias corruptas y un funcionariado ineficiente, son todas ellas
condiciones que conspiran abiertamente contra estos propósitos. Así, los
requerimientos técnicos se quedan como letra muerta en el papel de los
contratos, las instituciones legislan según los deseos de las empresas (casi
todas multinacionales), la corrupción administrativa permite cerrar los ojos
ante incumplimientos y atropellos, repitiendo las formas tradicionales que han
permitido el saqueo de recursos para contribuir al desarrollo y bienestar de
las economías centrales. Cualquiera con curiosidad puede indagar, por ejemplo,
cuál fue el precio del barril de crudo desde los comienzos del siglo XX hasta la
llamada “crisis del petróleo” en los años 70 (creación de la OPEP). Entonces,
será claro que ésta, como cualquier otra actividad minera, ha servido realmente
para contribuir a la riqueza de unos y al empobrecimiento de otros. En el
centro del sistema se benefician principalmente los grandes capitalistas; en la
periferia, las clases dominantes criollas, esas oligarquías primitivas y
obsecuentes, con sus dictadores sanguinarios, sus sátrapas y reyezuelos de
opereta o -más recientemente-, con presidentes que encabezan remedos de
democracia.
En síntesis, en unos
casos y por su propia naturaleza determinadas explotaciones mineras resultan
inaceptables desde todo punto de vista; en otros, siendo apropiadas, todo
depende de las condiciones políticas e institucionales que garanticen las
medidas técnicas de prevenciones, aseguren el control oficial adecuado de las
explotaciones (pago de impuestos, cantidades extraídas, cuidado del medio
ambiente, régimen laboral al que se somete a los trabajadores, respeto a los intereses
de las comunidades directamente afectadas, etc.) y sobretodo que se destinen
esos recursos a la inversión social y productiva.
Aunque no resuelve todos
los interrogantes del problema, la nacionalización de estos recursos y su
control riguroso por parte del estado constituyen un paso decisivo en la buena
dirección. En esta perspectiva entonces, mucho dependerá del tipo de gobierno,
de su apoyo social y de sus propósitos de futuro. Que estas condiciones
favorables no siempre se producen explica la creciente oposición (local y
nacional) a muchos proyectos mineros en el continente; la manera como se
resuelven estas contradicciones indica bien a las claras la naturaleza de los
gobiernos. En unos casos se resuelven mediante el diálogo y la negociación;
pero con frecuencia, se asiste a las escenas ya conocidas de represión, cárcel
o muerte, además de las campañas de intoxicación y manipulación de la opinión
pública, impidiendo un debate de suma importancia pues se trata ni mas ni menos
que de evitar que en las condiciones de hoy, se repita el mismo proceso de
esquilmar y saquear recursos que en buena medida explican el cuadro de atraso
de los países de América Latina. O sea, impedir que abandonando todo esfuerzo
de industrialización propia, estos países afiancen su naturaleza de economías
complementarias multiplicando los enclaves coloniales del pasado y sacrificando
unos recursos no renovables que seguramente serían indispensables para su
propio desarrollo.
No hay que sorprenderse
demasiado si los indígenas de una comunidad amenazada por una explotación a
cielo abierto evocan a la Pacha Mama (la madre tierra) y se oponen a la mina
porque afecta una montaña “sagrada”, pues detrás de un concepto seguramente
extraño a la racionalidad occidental (que no permite dar entidad de sujeto a
algo que es obviamente un objeto) se esconde una reflexión muy ligada a la
realidad: allí, en esa montaña, se produce el agua, elemento básico para la
vida. Con categorías diferentes y desde la óptica occidental se diría que la mencionada
montaña resulta intocable pues asegura el suministro de agua a una ciudad. Se
ordena entonces no afectarla, se la asume como intocable (“sagrada” dirán los
indígenas). Ocurre sin embargo que por su propia naturaleza el sistema
capitalista es depredador y no se detiene ante nada cuando se trata de
beneficios económicos, sea “sagrado” o “intocable”. Solo una movilización muy
enérgica de la población puede conseguir que las autoridades impidan la
profanación/destrucción de aquella “montaña sagrada”.
Resulta por demás paradójico que los defensores del
capitalismo se mofen de un lenguaje seguramente premoderno y bastante romántico
que acude a los fetiches, cuando todo su discurso teórico no es otra cosa que una sistemática
sublimación que convierte de hecho al capital en un sujeto y nos deja a los
demás convertidos en objetos bajo su dominio.
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