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¿De verdad? ¿Cómo pudieron bascular tan
drásticamente las opiniones sobre el poder norteamericano en el curso de estas
décadas? Desde luego, las bases económicas del poder nacional son más
profundas que todo eso. Y frente a esos sucesivos bandazos experimentados por
el sentido común dominante en estas décadas, siempre ha habido opositores,
también ahora. Pero ¿cómo es posible que
los comentaristas atiendan a los mismos datos y, sin embargo, saquen
conclusiones tan dispares?
Respuesta: no se
ha debatido sobre los datos sobre los que habría que debatir, sobre todo ahora.
El modo tradicional de conceptualizar el
poder nacional ha sido atender a la llamada contabilidad nacional (sobre todo, al PIB, pero también a la balanza
comercial, a la deuda nacional,
a la participación nacional en la producción
industrial mundial, etc.) y compararla con la de otras naciones. Así, cuando el PIB japonés crecía
rápidamente entre los 60 y los 80,
se equiparó eso con el auge del poder económico japonés. Lo que tenía pleno
sentido en la era anterior a la globalización,
cuando la producción estaba severamente contenida dentro de las fronteras
nacionales y las empresas exportaban sus bienes y servicios para competir a
escala planetaria. De modo que cuando
los transistores “made-in-Japan” comenzaron a inundar el mercado
norteamericano en los 60, eso no
sólo reflejaba un incremento del PIB
y de las exportaciones japoneses, sino también un incremento de la capacidad de
las empresas japonesas, como
Sony, para batir competitivamente a empresas norteamericanas como RCA.
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El ocaso del
poder económico de EE.UU.
¿Qué es hoy una
potencia nacional?
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Sean Starrs.
Sin Permiso jueves 14 de agosto del 2014.
No se ha debatido sobre los
datos sobre los que habría que debatir. El modo tradicional de conceptualizar
el poder nacional ha sido atender a la llamada contabilidad nacional (sobre todo,
al PIB, pero también a la balanza comercial, a la deuda nacional, a la
participación nacional en la producción industrial mundial, etc.) y compararla
con la de otras naciones. Pero en la era de la globalización, y en la medida en
que las mayores empresas transnacionales del mundo realizan ahora vastas
operaciones por todo el globo, esa ecuación entre contabilidad nacional y poder
nacional comienza a resquebrajarse.
Anduvimos obsesionados con
el declive o la persistencia del poder norteamericano en las últimas tres
décadas: el ejemplo más reciente es una encuesta de Gallup que revela una
creciente insatisfacción con el papel desempeñado por los EEUU en el mundo.
Pero todo empezó en los 80, con una ola de declivismo desencadenada por el auge
del Japón. Las ideas agoreras desaparecieron súbitamente en medio del
triunfalismo de los 90, cuando los EEUU se convirtieron en la única
superpotencia mundial. Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 y la
invasión de Irak, muchos pensaron “imperio” era mejor apodo, con unos EEUU
aparentemente capaces de reconfigurar el mundo prácticamente a su buen placer.
Y luego, tan sólo unos pocos años después –¡ahí va!— el declivismo regresó
recrecido, con un poder norteamericano supuestamente desplomándose como si de
la última reina de Hollywood se tratara. China vino a reemplazar a Japón como
potencia hegemónica ascendente, y la mayor crisis financiera mundial desde 1929
–originada en los propios EEUU— venía supuestamente a ser el último clavo en el
ataúd del Siglo Norteamericano.
¿De verdad? ¿Cómo pudieron
bascular tan drásticamente las opiniones sobre el poder norteamericano en el
curso de estas décadas? Desde luego, las bases económicas del poder nacional
son más profundas que todo eso. Y frente a esos sucesivos bandazos experimentados
por el sentido común dominante en estas décadas, siempre ha habido opositores,
también ahora. Pero ¿cómo es posible que los comentaristas atiendan a los
mismos datos y, sin embargo, saquen conclusiones tan dispares?
Respuesta: no se ha debatido
sobre los datos sobre los que habría que debatir, sobre todo ahora. El modo
tradicional de conceptualizar el poder nacional ha sido atender a la llamada
contabilidad nacional (sobre todo, al PIB, pero también a la balanza comercial,
a la deuda nacional, a la participación nacional en la producción industrial
mundial, etc.) y compararla con la de otras naciones. Así, cuando el PIB
japonés crecía rápidamente entre los 60 y los 80, se equiparó eso con el auge
del poder económico japonés. Lo que tenía pleno sentido en la era anterior a la
globalización, cuando la producción estaba severamente contenida dentro de las
fronteras nacionales y las empresas exportaban sus bienes y servicios para
competir a escala planetaria. De modo que cuando los transistores “made-in-Japan”
comenzaron a inundar el mercado norteamericano en los 60, eso no sólo reflejaba
un incremento del PIB y de las exportaciones japoneses, sino también un
incremento de la capacidad de las empresas japonesas, como Sony, para batir
competitivamente a empresas norteamericanas como RCA.
Pero en la era de la
globalización, y en la medida en que las mayores empresas transnacionales del
mundo realizan ahora vastas operaciones por todo el globo, esa ecuación entre
contabilidad nacional y poder nacional comienza a resquebrajarse. China, por
ejemplo, ha venido siendo el mayor exportador mundial de productos electrónicos
desde 2004, y sin embargo, eso no significa que las empresas chinas sean
líderes mundiales en la electrónica. Aun cuando China dispone virtualmente del
monopolio mundial en la exportación del iPhone, por ejemplo, es Apple la que
recoge el grueso de los beneficios de las ventas del iPhone. Más en general,
más de tres cuartos de las 200 mayores empresas que exportan desde China son
extranjeras, no chinas. Lo que es de todo punto distinto a lo que ocurrió con
el auge del Japón, impulsado por empresas japonesas que producían en Japón y
exportaban al mundo.
A esa conclusión llegué en
mi investigación recientemente publicada en International Studies Quarterly.
Allí analizo las 200 mayores empresas transnacionales listadas por Forbes
Global 2000, las distribuyo en 25 sectores y luego calculo la participación
combinada en los beneficios de cada una de las nacionalidades representadas. El
alcance de la dominación norteamericana es estupefaciente. De los 25 sectores,
las empresas norteamericanas tienen la mayor participación en beneficios en 18,
y dominan absolutamente (con una participación en beneficios del 38% o más) en
13 (más de la mitad). Ningún otro país llega siquiera a aproximarse a ese
dominio norteamericano a todo lo largo y ancho de este vasto capitalismo
global. Solo otro país, Japón, domina un sector (el de empresas
comercializadoras y operadores de mercado), que es, por cierto, uno de los más
pequeños entre los 25. En cambio, las empresas norteamericanas dominan
particularmente en la frontera tecnológica, con cifras de superioridad
asombrosos: un 84% de la participación en beneficios en hardware y software
para computadoras (a pesar de que China se haya convertido desde 2011 en el
mayor mercado mundial de PCs), un 89% de participación en beneficios del sector
de salud y equipos y servicios sanitarios, así como un 53% en los beneficios de
farmacéuticas y empresas de biotecnología. Acaso más sorprendente, la
dominación norteamericana de los servicios financieros se ha incrementado desde
el desplome de Wall Street en 2008, pasando de una participación en beneficios
de un 47% en 2007 al increíble 66% registrado en 2013. En una palabra: a despecho
de casi siete décadas de incremento de la competencia global y del auge de
vastas regiones del mundo (sobre todo , el Este asiático), las empresas
transnacionales norteamericanas siguen dominando la cúspide del capitalismo
global, un fenómeno por el que pasa por alto la contabilidad nacional.
Eso no significa negar que
el auge de China ha sido extraordinario, sino que tenemos que ir más allá de la
contabilidad nacional si queremos entender qué está pasando. Básicamente, la
economía china está estructurada a dos niveles: un nivel está dominado por el
Estado y está cerrado al exterior, mientras que el otro está más o menos
abierto. En muchos de estos últimos sectores, la empresas norteamericanas son
ya dominantes, de modo que, en este sentido, el auge de China lo que hace
realmente es incrementar el poder y la influencia de los EEUU, en la medida en
que esas empresas se incrustan crecientemente en la sociedad china. En lo
atinente a los sectores nacionalmente protegidos, China ha crecido rápidamente
sobre todo en sectores dominados por el Estado (banca, construcción, forestal,
metalurgia y minería, gas y petróleo, telecomunicaciones), pero esos sectores
están bien contenidos dentro de las fronteras chinas, y sus empresas estatales
chinas no compiten en el mundo exterior con las empresas transnacionales
norteamericanas (aunque gas y petróleo constituyen una excepción destacable).
Pero si ahora vivimos en la
era de la globalización y esas empresas operan por doquiera, ¿podemos realmente
considerarlas parte del poder norteamericano? Sí, porque todavía son en última
instancia propiedad de ciudadanos norteamericanos: de las 100 mayores empresas
transnacionales, en promedio, más del 85% de sus acciones y participaciones
tienen titularidad norteamericana. Así, un increíble 42 por ciento de los
millonarios del mundo son norteamericanos (en contraste con un 4% de chinos).
Que la participación del PIB de los EEUU en el producto mundial haya declinado,
hasta ser menos de un 25% luego del deslome de 2008 sólo revela hasta qué punto
se ha globalizado el poder gran-empresarial norteamericano.
Pero eso impulsa el
crecimiento de la desigualdad en los EEUU, uno de los asuntos definitorios de
nuestra época, desde el movimiento “Ocupa Wall Street” hasta los “Juegos del
hambre”, pasando por el discurso sobre el estado de la nación del presidente
Obama este año. Y eso es así, porque el 1% en la cúspide posee el 42 por ciento
de las grandes empresas, y en la medida en que éstas incrementan su poder
global, también se incrementa la riqueza de los propietarios norteamericanos de
activos (y por lo mismo, la desigualdad). Pero no puede entenderse este hecho
sin repensar el
poder nacional en la era de la globalización y comprender que el poder de los
EEUU no ha declinado, sino que se ha globalizado.
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Sean Starrs se doctoró en la York
University de Toronto y actualmente es profesor asistente de relaciones
internacionales en la City University de Hong Kong.
Traducción para
www.sinpermiso.info: Mínima Estrella.
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