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Es inviable justificar a esos personajes que
construyen discursos con esmerada razonabilidad, para luego vitorear
barbaridades
y apoyar peligrosas consignas que buscan trastocar el modo de vida de la
sociedad. Es sabido que no se puede estar de acuerdo en la totalidad de
los asuntos de la agenda política. También se asume que no todo se puede
cambiar en poco tiempo. Pero existen límites y es vital identificarlos,
para saber que se puede lograr y que no. Allí es cuando parecen obnubilarse
algunos, permitiendo que esa línea se vaya corriendo progresivamente. Algunos
creen que solo se trata de mantener esa cuota de poder que el funcionario
supone disponer. Es por eso que aceptan lo que sea. Pretenden retener ese
espacio de maniobra que los apasiona y pagan costos impensados, cediendo a
diario, tranzando inclusive con la corrupción que los circunda hasta
naturalizarla e incorporarla como hábito al ejercicio de sus tareas. Así es que
concluyen también aceptando la inmoralidad y los desaciertos, como si eso fuera
requisito necesario para hacer política. Ellos mismos se convencen de que
solo se trata de insignificantes daños colaterales, aparentemente menores y
argumentan diciendo que para lograr cambios hay que estar dentro y ensuciarse,
y que eso es parte de las reglas del sistema. Lo central es que cada individuo
debe decidir hasta donde llega, cual es su frontera personal, donde está el
umbral que no aceptará sobrepasar, y eso tiene que ver con los valores
profundos con los que cada ser humano comulga. Se
debe poner en la balanza los objetivos por un lado y los medios que se aceptan
utilizar para lograrlo, por el otro.
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En política, los Caudillos
se consideran como "semidioses" y viven a expensas de la contribución
de los militantes, simpatizantes, contribuyentes, ciudadanos (muy pocos), pero,
por esa vía no es mucho, es para vivir "regularmente", pero más allá
está el camino, el canal para vivir como “multimillonarios” es decir, de
quienes hacen el papel y fiel servicio de lobistas, por el cual, sí "la
plata llega sola".
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LA DESPRECIABLE ACTITUD DE LOS SECUACES.
*****
Alberto Medina Méndez.
Los caudillos siempre precisan de aduladores
en sus entornos. Sin ese compacto coro de halagadores seriales que respaldan
todas sus decisiones, el líder parece perder esa autoestima que lo invita a
imponer y avanzar.
Es difícil entender a quienes avalan sus
determinaciones sin cuestionarlas. Es bueno asumir que el jefe no siempre tiene
razón. Los liderazgos consistentes se construyen con mentes abiertas, amplitud
de criterio, disposición para escuchar a todos, con ganas de aprender,
para seleccionar las alternativas óptimas. Esos conductores suelen ser hábiles,
convocan a los mejores, a los más capaces, a los que pueden ofrecer soluciones
con sentido común, sensatez y una cuota de conocimiento técnico combinado con
talento profesional.
Algunos dirigentes políticos, mediocres y de
escasa personalidad, tienen una tendencia indisimulable a rodearse de ineptos,
de individuos poco competentes, de escasa formación académica y con
temperamentos débiles a la hora de proponer ideas y establecer posiciones
propias.
A veces, ese núcleo de colaboradores está
compuesto de gente con avanzados estudios. Resulta complejo entonces
decodificar la humillante conducta que asumen esos que optan por exaltarlo todo
obedientemente, con un silencio cómplice excesivamente funcional a los
objetivos del jerarca.
Se puede entender la mezquindad, la terquedad
y hasta el error habitual del líder de turno. Es posible comprender la
naturaleza y el peso de la responsabilidad de quien tiene la tarea de conducir,
pero eso no puede explicar jamás porque algunos protagonistas, aparentemente
inteligentes, deciden jugar el perverso juego de alinearse incondicionalmente.
No se visualizan en esos grupos de trabajo,
personas aptas para fijar una postura diferente, diciendo lo que nadie quiere
escuchar y listas para dar el paso al costado si las circunstancias así lo
requieren, sobre todo cuando se recorre un camino inapropiado, inaceptable y
sin regreso posible.
Es inviable justificar a esos personajes que
construyen discursos con esmerada razonabilidad, para luego vitorear
barbaridades y apoyar peligrosas consignas que buscan trastocar el modo de vida
de la sociedad.
Es sabido que no se puede estar de acuerdo en
la totalidad de los asuntos de la agenda política. También se asume que no todo
se puede cambiar en poco tiempo. Pero existen límites y es vital
identificarlos, para saber que se puede lograr y que no. Allí es cuando parecen
obnubilarse algunos, permitiendo que esa línea se vaya corriendo
progresivamente.
Algunos creen que solo se trata de mantener
esa cuota de poder que el funcionario supone disponer. Es por eso que aceptan
lo que sea. Pretenden retener ese espacio de maniobra que los apasiona y pagan
costos impensados, cediendo a diario, tranzando inclusive con la corrupción que
los circunda hasta naturalizarla e incorporarla como hábito al ejercicio de sus
tareas. Así es que concluyen también aceptando la inmoralidad y los
desaciertos, como si eso fuera requisito necesario para hacer política.
Ellos mismos se convencen de que solo se trata
de insignificantes daños colaterales, aparentemente menores y argumentan
diciendo que para lograr cambios hay que estar dentro y ensuciarse, y que eso
es parte de las reglas del sistema. Lo central es que cada individuo debe
decidir hasta donde llega, cual es su frontera personal, donde está el umbral
que no aceptará sobrepasar, y eso tiene que ver con los valores profundos con
los que cada ser humano comulga. Se debe poner en la balanza los objetivos por
un lado y los medios que se aceptan utilizar para lograrlo, por el otro.
Es en los actos oficiales o hasta en la
obscena "cadena nacional", cuando se pueden observar con más claridad
las poses asumidas por los funcionarios del gobierno y amigos del poder que
siempre secundan al líder ocasional. La indigna costumbre gestual de aplaudirlo
todo, de sonreír frente a comentarios tan superficiales como de dudoso sentido
del humor y ovacionar lo inadmisible, termina configurando un comportamiento
patético.
En muchos casos merodean el poder,
empresarios, profesionales, hombres y mujeres exitosos en su actividad. Ninguno
de ellos precisa de dádivas o favores, ni de los salarios que ofrece un
circunstancial gobierno, aunque la mayoría lo acepta con demasiada
satisfacción.
En la inmensa mayoría de los casos, funciona
de otro modo. Habitualmente los mediocres son solo rehenes de una remuneración,
de una cómoda posición que los lleva a recibir una compensación económica a cambio
de sus servicios. La contraprestación no implica solo trabajar, sino también la
deshonra de decir que sí siempre y aclamar todo sin condiciones.
El proceder de los elogiadores compulsivos no
es intrascendente. Se trata de integrantes de un equipo que cumplen el rol de
participes necesarios, porque son parte de lo que sucede, saben lo que ocurre a
su alrededor y nadie los obliga a estar ahí. Aunque así lo reciten, no pueden
pretender que se los considere como meros espectadores.
No son pocos los que, en privado, critican al
líder, su estilo y hasta sus formas. Pero no se animan a confrontar con el
patrón. No tienen la valentía suficiente para decir lo que piensan porque temen
cometer el pecado de no agradar al jefe. No le plantean sus puntos de vista
discrepantes, ni tienen el coraje de retirarse a tiempo cuando así corresponde.
Queda claro que el líder puede equivocarse,
que sus resoluciones no siempre son las adecuadas y que sus visiones a veces se
encaminan hacia el inevitable fracaso. Pero eso no sucede solo por sus propios
errores, ni por su enérgico carácter o sus evidentes defectos personales, sino también por la despreciable actitud de los secuaces.
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