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Los poderes, decíamos, vertebran las
relaciones entre los seres humanos. El poder político, el Estado en su acepción moderna como consustanciación última
de ese poder, es en muy buena medida sinónimo de poder sin más, más aún que la
misma clase dominante (para quien el Estado
es su instrumento de dominación). Aunque, lo decíamos, no lo agota: el poder político no es todo el poder. Es
su expresión más descarnada, pero no la única. E incluso en los primeros pasos
socialistas del pasado siglo, esas distintas expresiones de otros
poderes (el patriarcado, el adultocentrismo, el eurocentrismo racista) no dejaron
de seguir estando presentes. El poder no
es intrínsecamente “malo”. Plantearlo así es un reduccionismo simplista, un
maniqueísmo empobrecedor. El poder es,
en definitiva, expresión de asimetrías, de las distintas diferencias que
pueblan la vida humana. No es malo ni tampoco bueno. Es una demostración de la
dinámica que nos constituye, que nos aleja del instinto animal y nos hace seres
simbólicos, sociales. Dado que somos
humanos, somos finitos, incompletos. La muerte es el límite por excelencia. Y también la sexualidad; las
diferencias sexuales anatómicas conllevan un límite insalvable: o se es macho o
hembra, lo cual, humanizados que somos, nos
fuerza a tomar una identidad, o caballero o dama (en realidad, somos esto
último, sabiendo que esa construcción
cultural nunca está libre de raspaduras y cicatrices). Esos límites: la
muerte y la sexualidad, atraviesan nuestra vida de cabo a rabo, recordándonos
día a día que no
somos absolutos, completos, totalidades monolíticas y eternas.
!!Cambiar la sociedad¡¡. !!Cambiar la Historia¡¡ No necesita de super-héroes, de héroes titánicos, mitológicos, super-hombres y menos dictadores, menos de dioses como el mercado: Necesita de Líderes sociales y humanistas que hacen de la política y la democracia, el mecanismo de cambio y transformación para forjar y construir una nueva y superior sociedad.
***
El ejercicio del poder es un fabuloso
antídoto contra esto. No contra la finitud, contra la incompletud (esos son nuestros
límites absolutos contra los que no podemos ir). ¡Son un antídoto contra la
angustia que los límites nos provocan! ¿Por
qué el poder fascina tanto? ¿Por qué el ejercicio de cualquier poder (también
los micropoderes: el del basurero más viejo sobre el basurero más joven, el del
conductor de autobús que decide si se detiene en una parada o no, el del
profesor que califica al alumno, etc., etc.) se torna subyugante? ¿Por qué, incluso, entre los militantes de izquierda, de los partidos
socialistas que decididamente buscan una transformación en las
relaciones humanas, se repite este circuito? ¿Por qué esta sorda, nunca
declarada pero real y constante necesidad de mostrar quién es “más revolucionario”, por ejemplo? Pues
porque el poder nos hace sentir dioses,
completos, sin faltas, plenos. La experiencia de la vida nos enseña que las
luchas por poder no son una quimera, una elucubración filosófica: están en
todos lados, en el Consejo de Seguridad
de Naciones Unidas, en la toma de
decisiones de una corporación transnacional, en el Vaticano, en un rancho
precario en el seno de una humilde familia, en un prostíbulo, en la tienda de
barrio.
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El poder político y el poder económico, hoy en tiempos de la globalización neoliberal, en la era de la transnacionalización de los monopolios imperialistas, es una unidad. Ambos son una realidad concatenada y el Poder en sí.
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POLITÓLOGO. MARCELO COLUSSI: BREVE REFLEXIÓN SOBRE EL PODER.
*****
Marcelo
Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
Viernes
28 de febrero del 2014.
Que el
poder está en el centro de la vida humana no es ninguna novedad. La historia de
la Humanidad, al menos hasta donde hay registro, es una continua lucha en torno
a él. Es, siguiendo a Hegel, una
prolongada, interminable “mesa sacrificial” donde, en su búsqueda, mueren y
mueren cantidades interminables de seres humanos. Y como van las cosas,
analizando con toda atención nuestro mundo y las primeras experiencias
socialistas desarrolladas en el siglo XX, nada indica con certeza que estemos
prontos a entrar en un paraíso libre de conflictos no regido por asimetrías,
donde las luchas por espacios de poder desaparezcan.
Esta
aseveración, por cierto, no invalida de ningún modo la búsqueda de un mundo
donde las relaciones interhumanas pueden dejar de ser tan sanguinaria como las
actualmente conocidas. El ideal
socialista de una sociedad planetaria de “productores libres asociados” que viven solidariamente en
mancomunidad, no puede ser invalidada de antemano, si no se demuestra con total
determinación su imposibilidad. Si esas primeras experiencias socialistas
(entiéndase así: ¡primeras!, nadie
dijo que no pueda haber más, corregidas y aumentadas en un futuro mediato.
Valga recordar que los primeros balbuceos del capitalismo nacen en el siglo XII
con la Liga Hanseática, en el norte
de Europa, habiendo sido necesarios siglos para que madurara y se convirtiera
en lo que es hoy), si esos primeros pasos del socialismo no dieron todos los resultados que se esperaba en
relación a la creación de un mundo con relaciones más horizontalizadas, ello no
significa que esa búsqueda no siga siendo válida. Resignarse a que ello no es
posible no está demostrado. La historia,
en todo caso, va evidenciando que, lenta pero invariablemente, esos poderes se
van democratizando: ya no hay faraones omnipotentes
que deciden arbitrariamente la vida de sus esclavos, los reyes medievales son rémoras payasescas, la equidad de género o
étnica están ya puestas como infaltable tema de agenda y las democracias
representativas del capitalismo, aunque no solucionan los problemas cruciales
de la Humanidad, son una avanzada (muy parcial, pero avanzada al fin) con
respecto a los regímenes autoritarios unipersonales. El mundo sigue siendo terrible, injusto, sanguinario…, pero hay
cuotas de mayor civilización. Los poderes omnímodos pueden comenzar a ser
cuestionados. “En la Edad Media me hubieran quemado a mí; hoy queman mis
libros. ¡Eso es progreso!”, dijo Freud
sarcástico ante la entrada de los nazis en su Austria natal. Sarcástico, pero
al mismo tiempo muy agudo.
La
constatación de lo que es el mundo actual y la historia que lo precede tiene al
poder como un eje determinante. Las
relaciones entre los seres humanos, sea que las querramos ver cómo relaciones
interindividuales de tú a tú o como relación entre grupos, entre grandes masas,
entre colectivos de escala planetaria, se organizan siempre como relaciones de
poder. La solidaridad existe, a veces. Y también el amor (¿cuánto dura el amor
eterno? Quizá el de la madre con su hijo lo sea). Existen, pero siempre en una
compleja relación de tensión con su contrario: con la explotación, con la
no-consideración del otro (fácilmente el otro puede ser “el enemigo”), incluso
con el aprovechamiento del otro, con el más abierto y descarnado odio (¿por
qué, si no, se repite siempre la guerra como una constante en nuestra historia?).
No
estamos diciendo que la “esencia” última del ser humano está dada por una
maldad originaria. Así planteado, el acertijo no tiene solución. ¿Nacemos o nos
hacemos violentos, codiciosos, egoístas? No importa, amén de ser imposible dar
una respuesta acabada. Lo constatable es que, como dijo Marx, “la violencia es la
partera de la historia”. Si nos quedamos con una visión biologista,
fatalista, están demás todas estas reflexiones. Pero creemos firmemente que se
pueden buscar alternativas. ¿Qué otra cosa es, si no, el socialismo?
Es
constatable que desde que hubo sociedades con una producción más allá del
llenado de las necesidades primarias, es decir: desde que hubo agricultura, los seres humanos se
hicieron sedentarios. Y fue desde allí que claramente podemos encontrar relaciones de poder entre grandes grupos.
Surgen entonces las clases sociales,
vertebradas en torno a la tenencia y acceso a los medios de producción. La
historia de estos últimos diez mil años es la historia de las luchas en torno al
manejo de los mismos. El poder que marcó estos milenios gira en torno a
quién decidía la producción: el productor real queda ajeno al producto
producido y, paradójicamente, se lo apropia quien no lo ha producido, el dueño
de los medios productivos.
Pero los poderes que atraviesan al ser humano, si bien se
anudan en torno a cómo se resuelve la sobrevivencia diaria (la lucha de clases
entre productores y dueños de los medios de producción), son más. También se
dan entre géneros, entre jóvenes y viejos, entre grupos distintos: entre quien
sabe y no sabe, entre normales adaptados a las reglas de convivencia
consensuadas y desadaptados, entre modos culturales diversos, etc. Es decir que
las relaciones entre los distintos estamentos, grupos y subgrupos humanos
vienen estando marcadas por un amplio entrecruzamiento de relaciones de poder. La pregunta de fondo en todas estas relaciones
sería: ¿quién manda?
Decir
que esa búsqueda afanosa de poder está en la naturaleza humana es, en todo
caso, atrevido. Podría argumentarse que, con el advenimiento de la agricultura,
cuando hubo más producción de la necesaria para sobrevivir, esa presunta
naturaleza se expresó, y alguien (el más listo, el más fuerte, ¿quién sabe?) se
la apropió, lo cual indicaría que en vez de una espontánea solidaridad
horizontal de base lo que surgió fue un afán de poderío, una voluntad de
imposición. Ello, de todos modos, no pasa de la hipótesis. Hoy, con un mundo
que ha entrado en la producción
industrial masiva donde se inventan a diario necesidades artificiales, esa
misma productividad abre las posibilidades para plantearse un mundo de iguales,
de “productores libres asociados”, como
reclamaba Marx. Esa es la propuesta socialista. Y de hecho, en varios
puntos del planeta, esos ideales se materializaron en proyectos sociopolíticos
concretos en el pasado siglo.
Pero
la búsqueda de poder no terminó en esos primeros laboratorios sociales con la
proclamación de una nueva sociedad. Lo cual se evidencia en la forma que fueron
asumiendo esos experimentos. En todos los casos, más allá de las reales y
profundas mejoras que experimentaron las mayorías populares, siguieron
presentes camarillas con amplios, amplísimos en algunos casos, excesivos si se
quiere, cuotas de poder político. Más
aún: en todas las experiencias socialistas siempre apareció una figura
mesiánica en el lugar de conductor de ese proceso transformador: el líder heroico, el comandante, ¿el
superhombre? Curiosa figura que impone más aún reflexionar en torno al
poder.
Como hipótesis podría pensarse que la magnitud del cambio en ciernes es tan grande, tan monumental (¡cambiar la sociedad!, ¡cambiar la historia!) que se hace necesaria la aparición de un héroe titánico que pueda conducirlo. Y, por supuesto, el culto a su personalidad no se hace esperar. Las democracias capitalistas (esto nos las excluye de ser sanguinarias maquinarias explotadoras y trituradoras de personas) no necesitan de estos “héroes” casi mitológicos. El mercado (¡dios mercado!, por cierto) se encarga de regular la vida social.
Los poderes, decíamos, vertebran las relaciones entre los seres humanos. El poder político, el Estado en su acepción moderna como consustanciación última de ese poder, es en muy buena medida sinónimo de poder sin más, más aún que la misma clase dominante (para quien el Estado es su instrumento de dominación). Aunque, lo decíamos, no lo agota: el poder político no es todo el poder. Es su expresión más descarnada, pero no la única. E incluso en los primeros pasos socialistas del pasado siglo, esas distintas expresiones de otros poderes (el patriarcado, el adultocentrismo, el eurocentrismo racista) no dejaron de seguir estando presentes.
Como hipótesis podría pensarse que la magnitud del cambio en ciernes es tan grande, tan monumental (¡cambiar la sociedad!, ¡cambiar la historia!) que se hace necesaria la aparición de un héroe titánico que pueda conducirlo. Y, por supuesto, el culto a su personalidad no se hace esperar. Las democracias capitalistas (esto nos las excluye de ser sanguinarias maquinarias explotadoras y trituradoras de personas) no necesitan de estos “héroes” casi mitológicos. El mercado (¡dios mercado!, por cierto) se encarga de regular la vida social.
Los poderes, decíamos, vertebran las relaciones entre los seres humanos. El poder político, el Estado en su acepción moderna como consustanciación última de ese poder, es en muy buena medida sinónimo de poder sin más, más aún que la misma clase dominante (para quien el Estado es su instrumento de dominación). Aunque, lo decíamos, no lo agota: el poder político no es todo el poder. Es su expresión más descarnada, pero no la única. E incluso en los primeros pasos socialistas del pasado siglo, esas distintas expresiones de otros poderes (el patriarcado, el adultocentrismo, el eurocentrismo racista) no dejaron de seguir estando presentes.
El poder no es intrínsecamente “malo”. Plantearlo así es un
reduccionismo simplista, un maniqueísmo empobrecedor. El poder es, en
definitiva, expresión de asimetrías, de las distintas diferencias que pueblan
la vida humana. No es malo ni tampoco bueno. Es una demostración de la dinámica
que nos constituye, que nos aleja del instinto animal y nos hace seres
simbólicos, sociales.
Dado que somos humanos, somos finitos, incompletos. La muerte es el límite por excelencia. Y también la sexualidad; las diferencias sexuales anatómicas conllevan un límite insalvable: o se es macho o hembra, lo cual, humanizados que somos, nos fuerza a tomar una identidad, o caballero o dama (en realidad, somos esto último, sabiendo que esa construcción cultural nunca está libre de raspaduras y cicatrices). Esos límites: la muerte y la sexualidad, atraviesan nuestra vida de cabo a rabo, recordándonos día a día que no somos absolutos, completos, totalidades monolíticas y eternas. El ejercicio del poder es un fabuloso antídoto contra esto. No contra la finitud, contra la incompletud (esos son nuestros límites absolutos contra los que no podemos ir). ¡Son un antídoto contra la angustia que los límites nos provocan!
Dado que somos humanos, somos finitos, incompletos. La muerte es el límite por excelencia. Y también la sexualidad; las diferencias sexuales anatómicas conllevan un límite insalvable: o se es macho o hembra, lo cual, humanizados que somos, nos fuerza a tomar una identidad, o caballero o dama (en realidad, somos esto último, sabiendo que esa construcción cultural nunca está libre de raspaduras y cicatrices). Esos límites: la muerte y la sexualidad, atraviesan nuestra vida de cabo a rabo, recordándonos día a día que no somos absolutos, completos, totalidades monolíticas y eternas. El ejercicio del poder es un fabuloso antídoto contra esto. No contra la finitud, contra la incompletud (esos son nuestros límites absolutos contra los que no podemos ir). ¡Son un antídoto contra la angustia que los límites nos provocan!
El concentración del poder económico y la centralización del poder político, es en la actualidad la globalización neoliberal - el capitalismo salvaje y la economía del desastre - en tiempos del capital financiero-especulativo, "fase final" de la crisis estructural y la crisis civilizatoria.
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¿Por qué el poder fascina tanto? ¿Por qué el
ejercicio de cualquier poder (también los micropoderes: el del basurero más
viejo sobre el basurero más joven, el del conductor de autobús que decide si se
detiene en una parada o no, el del profesor que califica al alumno, etc., etc.)
se torna subyugante? ¿Por qué, incluso, entre los militantes de izquierda, de los partidos socialistas que
decididamente buscan una transformación en las relaciones humanas, se repite
este circuito? ¿Por qué esta sorda, nunca declarada pero real y constante
necesidad de mostrar quién es “más revolucionario”, por ejemplo? Pues porque el poder nos hace sentir
dioses, completos, sin faltas, plenos. La experiencia de la vida nos enseña
que las luchas por poder no son una quimera, una elucubración filosófica: están
en todos lados, en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en la toma de
decisiones de una corporación transnacional, en el Vaticano, en un rancho
precario en el seno de una humilde familia, en un prostíbulo, en la tienda de
barrio.
El poder es una posibilidad humana que atraviesa,
constituye y dinamiza toda relación. Lo encontramos, con diversos grados de
jerarquía y distintas formas de presentación, en todos los escenarios humanos.
Sentir que se lo posee, que se lo ejerce, nos convierte en deidades. Perderlo,
no importando la “cantidad” de poder de la que se trate, es la muerte. De ahí
que los poderes son tremendamente conservadores, no se comparten, se autodefienden,
tienden a perpetuarse.
¿Es
posible construir otra cosa? ¿Podemos zafarnos de estas ataduras y dejar de
estar constreñidos por lo que pareciera una perpetua búsqueda: el poder como
imán que nos atrae? Los ideales
socialistas, que más allá de los primeros pasos ahora revertidos (cae la
Unión Soviética, retorna el capitalismo en China) o puestos en duda (¿hasta
dónde resistirá Cuba?), siguen estando vigentes como norte, son una apuesta en
ese sentido. Es decir: constituyen una crítica de los poderes. No sólo de los
económicos políticos, sino de todos. Las consignas del Mayo Francés del 68 lo dijeron de modo profundo y artístico: “Prohibido prohibir”, “Nosotros somos el
poder”, “La imaginación al poder”.
El ser
humano no puede vivir si no es en sociedad. El mito del individuo aislado (¿Tarzán quizá?) no es sino eso: mito.
Lo humano implica la relación, lo social, la cultura. Fuera de esa matriz, no
hay ser humano. Pero eso implica también una tensión originaria, una carencia
primera que nunca se termina de colmar: la relación con el otro nunca es de
absoluta solidaridad amorosa. El conflicto, la
tensión, la diferencia están en la base de lo humano. De aquí que nuestra vida
nunca pueda ser la regularidad, la
“tranquilidad” asegurada por lo instintivo. La búsqueda perpetua de algo
que no sabemos qué es, es lo que nos mueve, por siempre jamás. Y así llevamos
ya dos millones y medio de años.
Que la búsqueda del poder esté en
nuestros genes, es imposible afirmarlo. Quizá,
incluso, sea irresponsable decirlo así, porque no hay forma fehaciente de
demostrarlo. Pero sí es incontestable que, por lo menos el sujeto histórico del
que podemos hablar, afincado en la sociedad de clases y con idea de propiedad
privada, se recorta en relación a él. La apuesta es construir una sociedad de
pares, de iguales, donde no existan estas luchas interminables en torno al
poder. A ningún poder, que es siempre opresor: el de género, el étnico, el
etáreo. Ello debería implicar que
podemos soportar sin angustiarnos la finita condición humana, el sabernos
limitados. Puede resultar
quimérico, pero el desafío está abierto.
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