“Finalmente, hay dos hechos históricos decisivos a los que no parece
que se les dé mucha relevancia. El primero, que el desempleo no
aumenta, ni baja el empleo, siempre que crece la productividad, y
viceversa. Por el contrario, es fácil comprobar que hay etapas de incremento muy grande de la productividad (por ejemplo,
desde el final de la segunda guerra mundial hasta casi mediados de los años
setenta del siglo pasado) que van acompañadas de bajo paro y crecimiento del
empleo; y etapas de baja productividad (como la que estamos viviendo en los
últimos años) en donde el paro es elevado y se destruyen empleos. El segundo hecho destacable es que
todos estos procesos se dan con diferencias a veces notables en el tiempo y
entre las distintas economías. ¿Por qué
ocurre eso y cuál es la causa de que haya tales diferencias? ¿Cómo es posible que habiendo aumentando la
productividad incluso más que el producto haya ahora más empleo, cuando nos
dicen constantemente que la nueva tecnología destruye puestos de trabajo?
La
respuesta también es bastante sencilla, aunque se quiera disimular. La
productividad es el incremento del producto por hora trabajada. En términos algebraicos, es el producto
dividido por las horas de trabajo. En principio, podría creerse que es, por
tanto, inevitable que disminuya el empleo (denominador) si aumenta la
productividad, puesto que la nueva tecnología aumenta el producto. Pero eso no
necesariamente ocurre así porque pueden darse dos circunstancias añadidas que son, en
realidad, de las que depende el efecto final de la tecnología sobre el empleo”.
/////
¿ACABARÁN LOS ROBOTS CON EL EMPLEO?
*****
Juan Torres López.
El Diario martes 13 de junio del 2017.
El
incremento de productividad generado desde finales del siglo XX no ha producido
un desempleo gigantesco, sino que la jornada de trabajo se ha reducido a la
mitad.
Octavo
artículo de la serie Desvelando mentiras, mitos y medias verdades económicas.
Una
idea que se difunde como la pólvora en los últimos tiempos es
que los robots acabarán dentro de muy pocos años con una gran parte del empleo
existente y que millones de personas se quedarán entonces sin ingreso alguno
procedente del trabajo. Como prueba de ello se utilizan estudios como el de los
profesores de la Universidad de Oxford
Carl Frey y Michael Osborne sobre el futuro del empleo. En él se afirma que
nada más ni nada menos que el 47% de los
empleos existentes hoy día en Estados
Unidos está en riesgo de desaparecer por esa causa. Pero ¿qué hay realmente
de cierto o al menos de probable en esta amenaza?
Una
primera cuestión que conviene saber para responder a esa
pregunta es que los malos augurios y los temores actuales no son ni mucho menos
nuevos.
Muchos
trabajadores ya destrozaban máquinas a finales del siglo XVIII
porque creían que iban a destruir sus puestos de trabajo, sin ser conscientes
de que su efecto era la desaparición de tareas pero no del trabajo en general.
Lo que hacían esas máquinas era permitir que se pudiera obtener más producto
por hora trabajada en muchas actividades (es decir, más productividad, en
términos económicos). Pero gracias a
ello se generaban, por un lado, más ingresos (porque el ingreso es la otra
cara del producto) y, por otro, nuevas actividades productivas necesarias para
crear o mantener las máquinas y también para satisfacer las nuevas demandas que
generaban los mayores ingresos de consumidores y empresas. Y ambas cosas
permitían crear más empleos, casi siempre en otras actividades, como he dicho,
o incluso en lugares distintos a donde comenzaban a funcionar las máquinas,
pero más empleos, al fin y al cabo. Aunque también es cierto, como comentaré
enseguida, que ese efecto de creación de nuevos empleos no era necesariamente
automático sino que solo se producía si se daban al mismo tiempo otras
condiciones.
Pero que nadie crea que
fueron solo trabajadores inconscientes e
ignorantes de los procesos económicos quienes a lo largo de la historia han
augurado equivocadamente el fin del empleo por culpa de las máquinas.
Cuando
a finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo pasado
se comenzó a generalizar el uso de la
informática y las telecomunicaciones muchos economistas famosos anunciaron
que con ellas vendría un incremento
vertiginoso de la productividad y a continuación la desaparición de millones de
empleos, sobre todo, en el sector servicios.
Los hechos han demostrado
sin lugar a duda alguna que los
equivocados no eran solamente los trabajadores temerosos de perder sus
empleos sino también esos profetas del fin del empleo. Como dijo el Premio Nobel de Economía Robert Solow,
los ordenadores se ven por todos lados pero sus efectos no aparecen en las
estadísticas de productividad.
Hoy
día sabemos con bastante certeza lo que de verdad ha ocurrido a lo largo de la
historia, sobre todo desde finales del siglo XIX cuando ya se disponía de datos
mínimamente rigurosos.
Sabemos
que la productividad ha crecido mucho desde entonces como consecuencia de la
innovación tecnológica: ahora se produce entre 15 y 20 veces más por hora trabajada
que a finales del siglo XIX (como media y con diferencias que pueden ser
notables según el sector o la actividad económica considerada). Y también se
puede comprobar fácilmente que ni la productividad ni la innovación aumentan
siempre por igual a lo largo del tiempo. La
innovación se suele dar por oleadas y hay etapas de gran crecimiento de la
productividad y otras en las que baja.
Si se considera una fase
larga, por ejemplo desde finales del
siglo XIX a la actualidad, también está claro que el empleo ha aumentado
bastante, a pesar de las grandes oleadas de innovación y del crecimiento de la
productividad. Aunque hay diferencias notables en cada país, se puede afirmar
que el volumen total de empleo ha
aumentado en el último siglo entre un 30%
y un 50% respecto al existente a finales del XIX en las economías
avanzadas.
Finalmente,
hay dos hechos históricos decisivos a los que no parece que
se les dé mucha relevancia. El primero, que el desempleo no aumenta, ni
baja el empleo, siempre que crece la productividad, y viceversa. Por el
contrario, es fácil comprobar que hay etapas
de incremento muy grande de la productividad (por ejemplo, desde el final
de la segunda guerra mundial hasta casi mediados de los años setenta del siglo
pasado) que van acompañadas de bajo paro y crecimiento del empleo; y etapas de
baja productividad (como la que estamos viviendo en los últimos años) en donde
el paro es elevado y se destruyen empleos.
El segundo hecho destacable es que todos estos procesos se dan con
diferencias a veces notables en el tiempo y entre las distintas economías.
¿Por
qué ocurre eso y cuál es la causa de que haya tales diferencias? ¿Cómo es posible que habiendo aumentando la
productividad incluso más que el producto haya ahora más empleo, cuando nos
dicen constantemente que la nueva tecnología destruye puestos de trabajo?
La
respuesta también es bastante sencilla, aunque se quiera disimular.
La
productividad es el incremento del producto por hora trabajada. En términos algebraicos, es el producto
dividido por las horas de trabajo. En principio, podría creerse que es, por
tanto, inevitable que disminuya el empleo (denominador) si aumenta la
productividad, puesto que la nueva tecnología aumenta el producto. Pero eso no
necesariamente ocurre así porque pueden darse dos circunstancias añadidas que son,
en realidad, de las que depende el efecto final de la tecnología sobre el
empleo.
La
primera es que el empleo total (el número de puestos de
trabajo existentes) no depende solamente del número total de horas trabajadas o
necesarias para obtener el producto total (que suelen bajar con la innovación
tecnológica) sino de las horas de duración de la jornada de trabajo.
¿Y
qué es lo que se puede observar a lo largo de la historia?
Pues, justamente, que los incrementos de la productividad generan pérdida de
empleo total y aumento del paro solo en función de cómo evolucione la jornada
de trabajo (o la segunda circunstancia que comento más abajo). El gran
incremento de productividad generado desde finales del siglo pasado no ha
producido un desempleo gigantesco sencillamente porque la jornada de trabajo se
ha reducido prácticamente a la mitad en este último siglo. En España, por
ejemplo, el 74% de los trabajadores tenía en 1914 una jornada de 60 horas
semanales, algo más de 3.000 anuales frente a las 1.600 actuales.
Cuando
una oleada de innovación no se acompaña de menos tiempo de
trabajo, el paro aumenta. Por el contrario, si baja la jornada de trabajo, si
se trabajan menos horas en cada puesto de trabajo cuando aumenta la
productividad, no solo no tiene por qué aumentar el paro sino que se pueden
crear más empleos.
La
segunda circunstancia que puede hacer que un aumento de la productividad produzca
desempleo tiene que ver con las políticas que afectan a la actividad
productiva. Si la innovación va acompañada de políticas restrictivas
(deflacionistas, las llamamos los economistas), el producto y, por tanto, el
ingreso, van a bajar. En consecuencia, serán necesarias muchas menos horas de
trabajo, pero no solo por la mayor productividad sino ahora por la caída del producto
y el ingreso. Pero si, por el contrario, la innovación se acompaña de políticas
adecuadas, será posible que aumente el producto y, por tanto, el ingreso y el
empleo. En concreto, por políticas que eviten que caiga la demanda y que formen
y reciclen adecuadamente a la población.
¿Qué
está pasando hoy día y qué podemos esperar de la llegada de la automatización
muy extendida y de los robots?
a)
Sabemos que ambas llegarán y de forma muy generalizada, aunque
no con el efecto tan exagerado de estudios como los de Frei y Osborne. La OCDE,
por ejemplo, cree que solo afectarán al 9%
de los empleos de Estados Unidos y no al 47%.
b)
Los datos indican claramente que la productividad está
declinando. Es decir, que no es cierto que nos encontremos en las puertas de una
nueva y potente oleada de innovación generalizada.
c)
Es seguro que la automatización y los robots eliminarán muchas
tareas y puestos de trabajo (casi siempre, afortunadamente). Pero solo
provocarán caída en el empleo total si y solo si no baja la jornada de trabajo
y si se mantienen las políticas económicas actuales, orientadas a producir
artificialmente la escasez porque así bajan los salarios y aumenta la tasa de
beneficio de las grandes empresas y de la banca. Y la paradoja es que las
políticas actuales (que disminuyen la capacidad de compra de cada vez más
grupos sociales) son uno de los grandes frenos que tiene la automatización y la
robótica generalizada, pues lo económicamente decisivo no es que haya
posibilidad técnica de utilizar muchos robots sino gente con ingreso suficiente
para adquirir lo que produzcan. El
futuro está en peligro no por los robots, sino más bien porque el 24,2% de los
jóvenes españoles de 20 a 34 años ni estudiaba ni trabajaba en 2015.
d)
Por el contrario, si disminuyen las horas de la jornada de trabajo y
cambia la orientación de la política económica, la automatización y los robots
podrían abrir una época de esplendor para el planeta, con mayor bienestar,
respeto al medio ambiente y satisfacción humana generalizada.
Que ocurra una cosa u otra
no es inexorable ni depende de una ley natural, como nos quieren hacer creer,
sino de la capacidad de negociación y del poder de cada grupo social porque lo que está en
juego es quién se apropia en mayor medida de las ganancias que proporciona el
aumento de la productividad.
Juan Torres López
es economista, miembro del Consejo Científico de Attac España y catedrático de
Economía aplicada en la Universidad de Sevilla. @JUANTORRESLOPEZ
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario