Ahora
bien, la alternativa de la guerra sólo es factible en un contexto de debilidad
extrema de las capas populares. Las privaciones y los horrores que la guerra supone
sólo pueden imponerse a una sociedad previamente derrotada. El actual estado del bienestar imperante en
las sociedades capitalistas desarrolladas, aunque lleva consigo la
integración de la clase obrera en el sistema capitalista, está lejos de aquella
situación de extrema debilidad y derrota de las capas populares; sobre este estado de cosas es imposible que
los gobiernos burgueses de turno encuentren en la aventura militar un discurso
político realista. El desmantelamiento progresivo del Estado del Bienestar,
empresa a la que, en cuerpo y alma, se dedica la derecha y en la que,
¿inconscientemente? colabora la socialdemocracia en su deserción total hacía el
liberalismo, y que tan sólo es posible
con la paralela derrota del movimiento obrero, se erige, pues, en la
premisa material para que, llegado el momento, las distintas facciones del
capital internacional decidan, sin peligro de estallido social interno, poner
en marcha su solución final a la crisis: un nuevo equilibrio interimperialista a través de la guerra y
la destrucción.
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EL CAPITALISMO HABRIA MUERTO DE PURO ÉXITO.
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Juan Jiménez Herrera.
Rebelión jueves 8 de junio del 2017.
“De este modo, el
capital va preparando su bancarrota por dos caminos. De una parte porque al expandirse
a costa de todas las formas no capitalistas de producción camina hacia el
momento en que toda la humanidad se compondrá exclusivamente de capitalistas y
proletarios asalariados, haciéndose imposible, por tanto, toda nueva expansión
y como consecuencia de ello toda acumulación De otra parte, en la medida en que
esta tendencia se impone, el capitalismo
va agudizando los antagonismos de clase y la anarquía política y económica internacional
en tales términos que, mucho antes de que se llegue a las últimas consecuencias
del desarrollo económico, es decir, mucho antes de que se imponga en el mundo
el régimen absoluto y uniforme de la producción capitalista, sobrevendrá la rebelión del proletariado internacional,
que acabará necesariamente con el régimen capitalista” (Rosa Luxemburgo).
Desde sus orígenes, el capitalismo se reproduce en
cada formación socioeconómica en oposición a los otros modos de producción o
restos de ellos con los que coexiste; el capitalismo se expande gracias,
precisamente, a que encuentra en aquellas relaciones de producción
precapitalistas y sus agentes sociales el mercado suplementario necesario para
la realización total del producto social. El capitalismo trasciende las
fronteras nacionales, en búsqueda del contacto con otras sociedades atrasadas,
cuando, o bien ha realizado una expansión más o menos homogénea en todo el
territorio nacional, o cuando, no culminada ésta, encuentra en aquellas
sociedades un ventaja relativa, es decir, una posibilidad de extracción de
plusvalía suplementaria.
Las sociedades capitalistas por antonomasia
(Estados Unidos, Alemania, Francia, Inglaterra, Japón) culminada, en lo
esencial, la tarea de la formación, en sus respectivas formaciones
socioeconómicas, del capitalismo, provocan, a finales del siglo XIX y
principios del XX, el fenómeno del imperialismo; esto es, espoleadas aquellas
por la necesidad de encontrar el mercado precapitalista suplementario al que
nos venimos refiriendo para poder reproducirse, incorporan a su sistema
económico al resto del mundo, pero a condición de, en un proceso
contradictorio, mantener a éste en el status del subdesarrollo.
Un escenario de perfecta y absoluta extensión
mundial de las relaciones de producción y propiedad capitalistas, aparte de
resultar fatal para el capitalismo, es sólo una posibilidad teórica, pues
antes, en el penúltimo estadio, habría entrado en un callejón sin salida, en la
imposibilidad fáctica de reproducirse ampliadamente y sucumbido, por tanto, al
estancamiento. Habría muerto, pues, de puro éxito; quizá sea este el momento
histórico en el que el capitalismo fenezca de verdad y deje paso a otro sistema
social, es decir, sólo cuando haya desplegado, en las coordenadas de espacio y
tiempo, todas o el grueso de sus potencialidades. Y a este respecto nos
deberíamos preguntar si el fenómeno de la globalización que la economía mundial
ha experimentado en estos últimas décadas ha borrado sustancialmente los restos
de modos de producción precapitalistas, con lo cual el capitalismo habría
eliminado la posibilidad real de realizar la totalidad de su producción social,
entrando en una fase de estancamiento, decadencia y depresión generalizadas, de
la que la actual crisis de sobreacumulación y depresión no sería sino su
primera etapa o, por el contrario, como al parecer resulta de la observación
empírica, habría mantenido, en contra de sus externas manifestaciones, un
escenario de desigual desarrollo mundial de las relaciones de producción capitalistas,
y con ello una suplementaria posibilidad histórica de reproducción ampliada y,
por tanto, una salida a la actual crisis, en cuyo caso, lógicamente, aún
estaríamos lejos de aquel penúltimo estadio, umbral de la verdadera
globalización (y principio del fin del capitalismo).
En cualquier caso, una y otra alternativa estarían
preñadas de peligros para la humanidad, pues se contextualizarían en periodos
históricos en los que se estrechan significativamente los límites de las zonas
NO capitalistas susceptibles de anexión o integración, recrudeciéndose las
rivalidades interimperialistas y aumentando, en consecuencia, las posibilidades
de catástrofes políticas y humanas de alcance colosal (guerras mundiales,
revoluciones, etc.).
¿Está preparada la clase obrera mundial del siglo
XXI para ahorrar a la humanidad estos cataclismos? ¿Y su vanguardia? Los
precedentes históricos no son nada prometedores. La clase obrera del siglo XX y
sus capas dirigentes fueron incapaces de paralizar la guerra. Las
socialdemocracias de la II Internacional ampararon a sus respectivas burguesías
en la primera contienda; los errores de la III Internacional y la posición
decididamente contrarrevolucionaria de la socialdemocracia abonaron el triunfo
del fascismo y con ello el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Ahora bien, la alternativa de la guerra sólo es
factible en un contexto de debilidad extrema de las capas populares. Las
privaciones y los horrores que la guerra supone sólo pueden imponerse a una
sociedad previamente derrotada. El actual estado del bienestar imperante en las
sociedades capitalistas desarrolladas, aunque lleva consigo la integración de
la clase obrera en el sistema capitalista, está lejos de aquella situación de
extrema debilidad y derrota de las capas populares; sobre este estado de cosas
es imposible que los gobiernos burgueses de turno encuentren en la aventura
militar un discurso político realista. El desmantelamiento progresivo del
Estado del Bienestar, empresa a la que, en cuerpo y alma, se dedica la derecha y
en la que, ¿inconscientemente? colabora la socialdemocracia en su deserción
total hacía el liberalismo, y que tan sólo es posible con la paralela derrota
del movimiento obrero, se erige, pues, en la premisa material para que, llegado
el momento, las distintas facciones del capital internacional decidan, sin
peligro de estallido social interno, poner en marcha su solución final a la
crisis: un nuevo equilibrio interimperialista a través de la guerra y la
destrucción.
Es por ello esencial que seamos del todo punto
intransigentes en lo tocante a las conquistas sociales; que jamás, bajo el
pretexto de aunar fuerzas para salir de la crisis, se colabore con políticas
estatales que permitan la pauperización de las capas populares (tras ello no se
esconde el socialismo sino el fascismo). Y en este contexto es preciso (y
factible), arrancar al liberalismo partes sustanciales, cuantitativa y
cualitativamente, de la socialdemocracia (los ejemplos de Oskar Lafontaine en
Alemania y Jean-Luc Mélenchon es en Francia son paradigmáticos). Aunque resulte
paradójico y parezca una variante más del gradualismo reformista, el socialismo
se esconde tras el Estado del Bienestar. El mantenimiento de éste a toda costa,
privará al capitalismo de su extrema solución y preservará a la humanidad de la
barbarie de la guerra. Esta es la razón que explica la profunda aversión del
núcleo duro del capitalismo (el neoconservadurismo político) hacia el Estado
benefactor; ven en él, con pavor, el espectro del socialismo.
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