EL ESTADO. LA TEORÍA MARXISTA.
«Nosotros
somos partidarios de la república democrática, como la mejor forma de Estado
para el proletariado bajo el capitalismo, pero no tenemos ningún derecho a
olvidar que la esclavitud asalariada es el destino reservado al pueblo, incluso
bajo la república burguesa más democrática. Más aún. Todo Estado es una «fuerza
especial para la represión» de la clase oprimida. Por eso, todo Estado ni es
libre ni es popular». Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; «El Estado y la Revolución», 1917).
Karl
Marx.
«Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar:
1. que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases
históricas de desarrollo de la producción; 2. que la lucha de clases conduce,
necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3. que esta misma dictadura no
es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia
una sociedad sin clases». (Carta a
Joseph Weydemeyer, 1852).
Friedrich
Engels.
«Así, pues, el Estado no es de ningún modo un poder
impuesto desde fuera de la sociedad. (...) Es más bien un producto de la
sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de
que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma
y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para
conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses
económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una
lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de
la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del
«orden». Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de
ella y se divorcia de ella más y más, es el Estado». (El origen de la familia, la propiedad privada y
del Estado, 1884).
Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin.
«Lo fundamental en la doctrina de Marx es la lucha
de clases. Así se dice y se escribe con mucha frecuencia. Pero esto no es
exacto. De esta inexactitud se deriva con gran frecuencia la tergiversación
oportunista del marxismo, su falseamiento en un sentido aceptable para la
burguesía. En efecto, la doctrina de la lucha de clases no fue creada por Marx,
sino por la burguesía, antes de Marx, y es, en términos generales, aceptable
para la burguesía. Quien reconoce solamente la lucha de clases no es aún
marxista, puede mantenerse todavía dentro del marco del pensamiento burgués y
de la política burguesa. Circunscribir el marxismo a la doctrina de la lucha de
clases es limitar el marxismo, bastardearlo, reducirlo a algo que la burguesía puede
aceptar. Marxista sólo es el que hace extensivo el reconocimiento de la lucha
de clases al reconocimiento de la dictadura del proletariado. En esto es en lo
que estriba la más profunda diferencia entre un marxista y un pequeño -o un
gran- burgués adocenado. En esta piedra de toque es en la que hay que
contrastar la comprensión y el reconocimiento real del marxismo». (El
Estado y la Revolución, 1917).
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En homenaje a una de las más extraordinarias Obras - EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN de Vladimir Ilich Uliánov, publicada hace 100 años. 1917,
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EL ESTADO (COLONIAL) Y LA
REVOLUCIÓN.
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Raúl
Zibechi.
La
Jornada sábado 24 de junio del 2107.
Ha transcurrido un siglo desde que
Lenin escribiera una de las piezas más importantes del pensamiento crítico: El
Estado y la revolución. La obra fue escrita entre las dos revoluciones de
1917, la de febrero que acabó con el zarismo, y la de octubre que llevó a los soviets al
poder. Se trata de la reconstrucción del pensamiento de Marx y Engels sobre el
Estado, que estaba siendo menoscabado por las tendencias hegemónicas en las
izquierdas de aquel momento.
Las principales ideas que surgen del texto son
básicamente dos. El Estado es un órgano de dominación de una clase, por lo
que no es apropiado hablar de Estado libre o popular. La revolución debe
destruir el Estado burgués y remplazarlo por el Estado proletario que, en
rigor, ya no es un verdadero Estado, puesto que ha demolido el aparato
burocrático-militar (la burocracia y el ejército regular) que son sustituidos
por funcionarios públicos electos y revocables y el armamento del pueblo,
respectivamente.
Este no-verdadero-Estado comienza un lento proceso
de extinción, cuestión que Lenin recoge de Marx y actualiza. En polémica
con los anarquistas, los marxistas sostuvieron que el Estado tal como lo
conocemos no puede desparecer ni extinguirse, sólo cabe destruirlo. Pero el
no-Estado que lo sustituye, que ya no cuenta ni con ejército ni con burocracia
permanentes, sí puede comenzar a desaparecer como órgano de poder-sobre, en la
medida que las clases tienden también a desaparecer.
La Comuna de París era en aquellos años el ejemplo
predilecto. Según Lenin, en la comuna el órgano de represión es la mayoría
de la población y no una minoría, como siempre fue el caso bajo la esclavitud,
la servidumbre y la esclavitud asalariada.
Véase el énfasis de aquellos revolucionarios en
destruir el corazón del aparato estatal. Recordemos que Marx, en su balance
sobre la comuna, sostuvo que la clase obrera no puede simplemente tomar
posesión del aparato estatal existente y ponerlo en marcha para sus propios
fines.
Hasta aquí una brevísima reconstrucción del
pensamiento crítico sobre el Estado. En adelante, debemos considerar que se
trata de reflexiones sobre los estados europeos, en los países más
desarrollados del mundo que eran, a la vez, naciones imperiales.
En América Latina la construcción de los
estados-nación fue bien diferente. Estamos ante estados que fueron creados
contra y sobre las mayorías indias, negras y mestizas, como órganos de
represión de clase (al igual que en Europa), pero además y superpuesto, como
órganos de dominación de una raza sobre otras. En suma, no sólo fueron creados
para asegurar la explotación y extracción de plusvalor, sino para consolidar el
eje racial como nudo de la dominación.
En la mayor parte de los países latinoamericanos,
los administradores del Estado-nación (tanto las burocracias civiles como las
militares) son personas blancas que despojan y oprimen violentamente a las
mayorías indias, negras y mestizas. Este doble eje, clasista y racista, de los
estados nacidos con las independencias no sólo no modifica los análisis de Marx
y Lenin, sino que los coloca en un punto distinto: la dominación estatal no
puede sino ejercerse mediante la violencia racista y de clase.
Si aquellos consideraban al Estado como un parásito adherido
al cuerpo de la sociedad, en América Latina no sólo parasita (figura que remite
a la explotación), sino que es una máquina asesina, como lo muestra la historia
de cinco siglos. Una maquinaria que ha unificado los intereses de una clase que
es, a la vez, económicamente y racialmente dominante.
Llegados a este punto, quisiera hacer algunas
consideraciones de actualidad.
La primera, es que la realidad del mundo ha
cambiado en el siglo anterior, pero esos cambios no han modificado el papel del
Estado. Más aún, podemos decir que vivimos bajo un régimen donde los estados
están al servicio de la cuarta guerra mundial contra los pueblos. O sea, los
estados le hacen la guerra a los pueblos; no estamos ante una desviación sino
ante una realidad de carácter estructural.
La segunda es que, tratándose de destruir el
aparato estatal, puede argumentarse (con razón) que los sectores populares no
tenemos la fuerza suficiente para hacerlo, por lo menos en la inmensa mayoría
de los países. Por eso, buena parte de las revoluciones son hijas de la guerra,
momento en el cual los estados colapsan y se debilitan en extremo, como sucede
en Siria. En esos momentos, surgen experiencias como la de los kurdos en
Rojava.
No tener la fuerza suficiente, no quiere decir que
deba darse por bueno ocupar el aparato estatal sin destruir sus núcleos de
poder civil y militar. Todos los gobiernos progresistas (los pasados, los
actuales y los que vendrán) no tienen otra política hacia los ejércitos que
mantenerlos como están, intocables, porque ni siquiera sueñan con entrar en
conflicto con ellos.
El problema es que ambas burocracias (pero en
particular la militar) no pueden transformarse desde dentro ni de forma
gradual. Suele decirse que las fuerzas armadas están subordinadas al poder
civil. No es cierto, tienen sus propios intereses y mandan, aún en los países
más democráticos. En Uruguay, por poner un ejemplo, los militares
impidieron hasta hoy que se conozca la verdad sobre los desaparecidos y las
torturas. Tanto el actual presidente, Tabaré Vázquez, como el anterior, José
Mujica, se subordinaron a los militares.
Es muy poco serio pretender llegar al gobierno sin
una política clara hacia las burocracias civil y militar. Las más de las veces,
las izquierdas electorales eluden la cuestión, esconden la cabeza como el
avestruz. Luego hacen gala de un pragmatismo sin límites.
Entonces, ¿qué hacer cuando no hay fuerza para
derrotarlos?
Los kurdos y los zapatistas, además de los mapuche
y los nasa, optaron por otro camino: armarse como pueblos, a veces con armas de
fuego y otras veces con armas simbólicas como los bastones de mando. No es cuestión de
técnica militar sino de disposición de ánimo.
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